Botonera

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28.11.23

II. "ALFRED HITCHCOCK EN LA TELEVISIÓN (1955-1965): EL SURGIMIENTO DEL TELEFILME", José Luis Castro de Paz, Valencia: Shangrila, 2023.

 

Prólogo

COINCIDENCIAS FATALES

Santos Zunzunegui


Alfred Hitchcock


No puedo iniciar este texto sin recordar que para las personas de mi generación el nacimiento de la cinefilia era algo que, casi siempre, llegaba mediante una serie de encuentros imprevistos. En mi caso concreto las primeras fechas que puedo traer a colación se sitúan, ambas, en la primavera de 1960 cuando un imberbe adolescente de provincias se topa con las primeras películas en las que es capaz de discernir, sin siquiera intuir los motivos, que en esas imágenes y sonidos hay algo que le concierne de manera profunda. Me acababa de dar de bruces, casi al unísono, de un lado con Misión de audaces (The Horse Soldiers, John Ford, 1959); de otro, con Falso culpable (The Wrong Man, Alfred Hitchcock, 1956). No lo sabía pero algo comenzó en ese momento.

Por eso no es extraño que tampoco haya podido olvidar que, justo un año después, ya embarcado en la caza y captura de películas de toda laya (no conocía todavía el anglicismo “film”) en la que pudiera satisfacer mi curiosidad por lo que cada vez más me resultaba obvio constituía un territorio que debía explorar a fondo, tuve que bregar con una de esas decepciones difíciles de sufrir para alguien tan impaciente como yo.

La propaganda que había precedido el estreno en mi ciudad de la película había sido poco convencional. Páginas enteras de aquellos cotidianos del franquismo que te manchaban tanto las manos como el alma, se dedicaban a publicitarla. Los anuncios buscaban la implicación del espectador potencial antes y después de que pasara por la sala oscura, mediante una combinación de “mano dura”, primero, y búsqueda de complicidad, después. Una advertencia imperativa: nadie podrá entrar en la sala una vez que la proyección haya comenzado. Algo insólito para el espectador acostumbrado en aquellos días a lo que se llamaba “sesión continua” por permitir el acceso a la sala en cualquier momento de la misma. La búsqueda de complicidad se ubicaba sobre un territorio que habría satisfecho a los actuales defensores de eso que se conoce entre los bulímicos consumidores de series televisivas como spoiler (cuando lo podemos llamar “destripe”, de forma más jugosa y menos hortera). Básicamente se rogaba a los espectadores que, por favor, no revelaran el final a sus amigos que aún no habían pasado por taquilla. Como decía, mirando fijamente al espectador desde los afiches con sus pícaros ojos, el director de la película: “No tenemos otro”. Ambas estrategias combinadas servían para conceder a la película una dimensión singular, convirtiéndola en un objeto cinematográfico no identificado. No hace falta que les diga que estoy hablando nada más y nada menos que de una de las películas más importantes de su autor, un orondo y simpático aunque inquietante inglés afincado para entonces hacía ya más de dos décadas en Hollywood, llamado Alfred Hitchcock: Psicosis (Psycho, 1960). 

Todo lo anterior viene a justificar que otro de los momentos fundadores de mi cinefilia tiene una severa componente negativa. Me veo a mí mismo en el vestíbulo de mi casa esperando con impaciencia el retorno del cine de mis padres que, con puntualidad religiosa para evitar ser rechazados en la entrada, habían salido de casa con tiempo más que suficiente. Cuando llegaron de vuelta cumplieron escrupulosamente con la segunda condición, no sin antes indicarme que la película era muy impactante y sorprendente y añadieron de su cosecha que estaba bien que se vetase el acceso a las salas en las que se proyectaba a jóvenes como yo (de hecho, estaba rigurosamente prohibida para menores de 18 años) dado lo morboso del tema.

Tardé años en ver Psicosis por vez primera. Desde entonces la he visto innumerables veces siempre con la conciencia de ver una obra maestra y sin dejar de ser para mí una película que, además de cambiar en de forma radical las reglas de juego del cine de terror, acababa situándose más cerca de la vanguardia que de las adocenadas formas narrativas que cultivaba el cine americano de aquellos días. No en vano, forma parte de las cuatro películas que pueden hacer de ese annus mirabilis de 1959-1960 uno de los más significativos en la evolución de la estética cinematográfica: L’avventura (Michelangelo Antonioni), Al final de la escapada (À bout de souffle, Jean-Luc Godard), Shadows (John Cassavetes) y, por supuesto, Psicosis.

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Todo lo anterior viene a cuento porque en el libro que tienes entre manos y en el que con mi intromisión de prologuista estoy retrasando tu entrada, querido lector, muchos de sus caminos conducen a Psicosis. Lo que no sería poco si no fuera porque el tránsito global por sus capítulos puede calificarse con una sola palabra: apasionante. En la medida en se ocupa en profundidad, cubriendo todos los niveles de su geología creativa y moviéndose con soltura poco habitual entre una mirada global y una mirada próxima. Miradas que, al combinarse, hacen buena la idea de que toda obra artística solo puede explicarse en un contexto “pertinente” del que se nutre y le otorga su sentido. 

Vayamos por tanto al tema. ¿Un libro más sobre Alfred Hitchcock? Para responder a esta pregunta me permitiré señalar que en estos días puede afirmarse, sin despertar ya escepticismo alguno entre los guardianes de la (inexistente, por otra parte) ortodoxia cinematográfica, que la batalla en defensa del genio cinematográfico del cineasta está definitivamente ganada hace ya tiempo. Sobre todo después de esa magna exposición que se celebró sucesivamente en Montréal y en París en el año 2001 titulada Hitchcock y el arte: Coincidencias fatales, comisariada por Dominique Païni y Guy Gogeval. Exposición que iba varios pasos más allá del acotado territorio cinematográfico en el que se mueve la casposa cinefilia de andar por casa para colocar el foco en el papel central que la obra de Hitchcock tenía en el marco del arte moderno y contemporáneo, en donde nuestro hombre dialogaba sin desdoro no solo con nombres como René Magritte, Salvador Dalí, Giorgio de Chirico o Edward Hopper (hasta aquí nada inesperado para un ojo medianamente familiarizado con su trabajo), sino con otros menos previsibles como George Rouault, Odilon Redon, Dante Gabriel Rosetti, Robert Delaunay, Ernst Braque, Maurice Vlaminck o tantos otros. 

Terminaba así la batalla iniciada a partir de la primera mitad de la década de los años cincuenta del siglo pasado por los “jóvenes turcos” de Cahiers du cinéma, bajo la mirada mitad apreciativa, mitad escéptica de André Bazin para imponer la evidencia del genio, como le gustaba decir a Jacques Rivette, de un cineasta único. Batalla librada que conoció victorias importantes en la década siguiente con motivo de la publicación de tres textos fundamentales: el libro (1965) dedicado al cineasta firmado por Robin Wood y la inclusión de Hitchcock en el “panteón” de grandes cineastas americanos conformado por Andrew Sarris (1968), por supuesto. Pero, sobre todo, gracias a la aparición en 1966 de ese volumen decisivo que contiene el largo diálogo a calzón quitado que el Maestro mantuvo con François Truffaut acerca de los secretos de su arte, titulado de forma tan simple como justa El cine según Hitchcock. No estamos lejos de un auténtico evangelio cinematográfico que, afortunadamente, no propone al lector verdades que compartir sino métodos que admirar y tomas de postura ética y estética que comprender.

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En este “evangelio” recogido por Truffaut, los trabajos televisivos de Hitchcock casi brillan por su ausencia más allá de alusiones poco desarrolladas. No se me ocurre otra razón que pensar que, quizás, Truffaut no los conocía suficientemente a fondo para poder entrar a debatirlos. En cualquier caso el libro que ahora tiene el lector en sus manos se ocupa de cubrir todas las dimensiones y facetas de la incursión televisiva de Hitchcock que, como es bien sabido, se concentra de forma fundamental en una década: de 1955 a 1965 y se despliega básicamente en dos programas el primero, Alfred Hitchcock Presents (siete temporadas; 1955-1962), y el segundo The Alfred Hitchcock Hour (tres temporadas; 1962-1966). Destaquemos que una veintena de telefilmes fueron dirigidos personalmente por el maestro (a un ritmo de 3 por año entre 1955 y 1959; 2 en 1960 y 1961 y 1 en 1962).

Si nos fijamos, por un momento, en los años en que se concentra la incursión televisiva de Hitchcock, veremos que coincide de lleno con la época en que su aportación a la gran pantalla alcanza las mayores cotas de audacia artística. Entre 1956 y 1964, el cineasta británico rodará Falso culpable (1956), De entre los muertos (Vertigo, 1958), Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959), Psicosis (1960), Los pájaros (The Birds, 1963) y Marnie, la ladrona (Marnie, 1964). Si traigo esto a colación es para señalar que la “dedicación televisiva” del artista, que siempre se mostró irónico con respecto a las posibles virtudes artísticas de los telefilmes (aunque nunca perdiera de vista lo que contribuían a popularizar su nombre), no afectó en nada a su creatividad cinematográfica propiamente dicha. Las razones de que esto fuera así están analizadas de forma excelente en el capítulo que Castro de Paz dedica a la creación de Shamley Productions, su organización empresarial y, de manera especial, sus métodos de trabajo. Desatado este nudo es difícil aceptar la manera de ver las cosas que Joyce W. Gun, colaboradora de los Cahiers en Nueva York proponía a los lectores franceses en 1956, cuando al hablar de sus programas televisivos sostenía que “no se puede considerar que se trate exactamente de obras de Hitchcock: se limitan a generalizar una concepción superficial del autor, limitada al touch”.

Tanto más cuanto que una mirada atenta a los episodios dirigidos personalmente por Hitchcock —y aquí brilla la sagacidad de Castro de Paz para pegarse a la materialidad de los telefilmes yendo de lo general abstracto a lo concreto material para sacar a la luz las opciones estilísticas del artista— permite que ver que en multitud de facetas la actitud del cineasta con relación a sus trabajos se parecía más —su estatuto en Hollywood se lo podía permitir— a la de un productor tipo Selznick que a la de un mero funcionario de un estudio limitado a cubrir meras tareas de puesta en escena. No por azar los dos cineastas elegidos por Cahiers como punta de lanza de su reivindicación del cine americano —el otro por supuesto es Howard Hawks— gozaban de una consideración similar ante los mandamases del mundo de los estudios. Lo importante es entender que, en un contexto distinto al de las grandes producciones cinematográficas, Hitchcock sabía rodearse de un equipo que le permitía moverse con soltura en las aguas pantanosas de los presupuestos estrictos y los rodajes rápidos. 

Desde el punto de vista crítico la aproximación de Castro de Paz a la obra televisiva de Hitchcock devuelve toda su enjundia a la gestión de un conjunto de piezas de un rompecabezas en las que tan importante (o mucho más) que la tarea de puesta en escena propiamente dicha reside en tareas de concepción, control y gestión y, por supuesto, contacto directo con el público. Lo que nos pone delante, pero esta es otra historia, de una posible necesidad de revisar la misma noción de “autoría” para verla desde un ángulo más abierto que el que suele ofrecer el de la tan traída y llevada “puesta en escena”. En un momento del libro se resume de forma adecuada y sintética dónde residía una de las virtudes primordiales del artista, lo que ahí se denomina “la forma singular del arte hitchcockiano”: “una tensión en el interior del plano, que atrapa la mirada en tanto hecho visual, creadora de su propio verosímil, anterior al significado consciente, densificando textualmente el telefilme [me permito añadir, y cualquiera de sus filmes], más allá de la irónica, macabra y/o espectacular originalidad de tal o cual anécdota narrativa”.

El genio multifacético de Hitchcock, y aquí entro en la consideración de uno de los hallazgos esenciales del libro, puede sintetizarse, en el caso que nos ocupa, en su capacidad para hacernos comprender cómo el cineasta no se limita a ofrecer al público un ejercicio de “miniaturización” y “naturalización” de sus principales virtudes cinematográficas (que también) sino que lo combina con la utilización de esos telefilmes como banco de pruebas de algunos de sus más arriesgados estilemas. Aludiré rápidamente apenas a unos pocos casos para evitar redundar en cosas que Castro de Paz explica in extenso y con más solvencia que la mía: los casos de obras como Venganza (Revenge, 1955) que no solo le sirvió para presentar a su nueva estrella Vera Miles sino para poner a prueba una forma puramente cinematográfica de hacer visible el tema principal de la historieta que relata; o el hallazgo visual que reaparecerá en Los pájaros años después, experimentado primero en A las cuatro en punto (1957). Por supuesto, y retorno al comienzo de este prólogo, es preciso aludir al conjunto de motivos que hace que todos los caminos conduzcan a Psicosis (1960), en la medida en que el cineasta “ante la negativa acogida al atípico y oscuro proyecto por parte de los directivos de Paramount, (…) propuso financiarlo el mismo por medio de Shamley Productions, realizando el filme en blanco y negro y con la rapidez, el equipo técnico y los modestos medios de Alfred Hitchcock Presents” (Castro de Paz en su capítulo significativamente denominado “Grafismo, forma económica, adecuación y utilidad del estilo” desarrolla este tema trascendental). 

Solo me queda añadir que la noción de “forma económica” que se supone tiene que acompañar a cualquier ejercicio narrativo televisivo tiene siempre dos significados complementarios si queremos referirla a un artista como Hitchcock que nunca da puntada sin hilo: uno que no hace falta explicar tiene que ver con aquello que le convierte en uno de los artistas cinematográficos a los que el éxito económico siempre le vino de cara y que esta aventura televisiva confirmó una vez más; otra, patente en un filme como Psicosis que enhebra, primero, todo un conjunto de elementos “ensayados” en otros lugares, los despliega luego como en un abanico a medida que avanza su relato y se confirman con un imprevisto twist cuando el filme se clausura. 

A Hitchcock le gustaba decir que él ponía en escena al espectador (y a los críticos, podríamos añadir). Hacer esto mediante un pequeño filme que nace de multitud de cosas “aprendidas” mientras se movía en el terreno minado de la emergente televisión; que, se presenta travestido de filme de terror (que, además, modifica los códigos vigentes en aquel momento) cuando es, eso sí de manera encubierta, un filme de vanguardia, da idea de lo que el talento de Hitchcock era capaz. Además de corroborar que para nuestro autor su trabajo como hombre de imagen consistía en tender puentes entre los distintos avatares tecnológicos, sociales y estéticos que las imágenes iban adoptando en su desarrollo.  

Si ahora contemplamos con una mirada globalizadora los logros conjuntos —cinematográficos, televisivos— de su carrera entre los años 1955 a 1966, no nos costará nada hacer nuestro el juicio con el que los Cahiers hacían balance de su relación con el cine americano en enero de 1964 antes de emprender un viaje en una nueva dirección. Juicio sobre Alfred Hitchcock que no me resisto a utilizar como colofón (la escueta nota venía firmada por André S. Labarthe) de este ya demasiado largo prólogo:

La figura central del cine americano y de nuestras mayores certidumbres críticas. Hitch es un maestro; incluso sus detractores lo reconocen. La prueba de su grandeza podría buscarse en la multitud de las interpretaciones que florecen alrededor de cada una de sus películas. Nosotros no tenemos necesidad de esto. Nos basta seguir su carrera filme tras filme y constatar, una vez más, que Hitchcock es el único que sabe cada vez: 1º sorprendernos; 2º ofrecernos un manojo de llaves; 3º retirarnos esas llaves una a una, para dejarnos delante de esta evidencia: una puerta siempre batiente en el umbral mismo del misterio.