Proemio
EL NACIMIENTO ROBADO
Toda sensación singular y real recurre a algo propio del abandono y del nacimiento. Toda obra también. El nacimiento no es vital: echa mano de lo que ignora. Abre los ojos a lo que no ha visto. Su carne es la extrañeza, no la reproducción de lo mismo o la repetición de la norma.
Pascal Quignard
A muchos de entre nosotros, en esa edad sin tiempo que es la de nuestra infancia, a menudo sin saber muy bien quién, se nos decía, tal vez con la intención de mantenernos en silencio, mientras alguien sellaba nuestros labios con el dedo índice, que fue un ángel quien primero, antes de nacer, nos hizo callar, repitiendo el mismo gesto. Se nos decía que, antes de que nuestra madre nos hiciera partícipes de la luz de este mundo, un ángel, que, al cabo, sería nuestro ángel de la guarda, apoyó uno de sus dedos, la yema de su dedo índice, sobre nuestros labios no manchados aún por las palabras, para decirnos al oído, a ese oído nuestro que no conocía de las palabras de los otros más que una vibración acuosa, muy despacio y en voz baja:
“Calla, no digas lo que sabes”.
Se nos decía, además, que de este forzado silencio por el cual advenimos al mundo sin recordar nada de dónde venimos, no queda más que un testigo físico en nuestro cuerpo recién nacido, que es la hendidura, huella donde el ángel posó su dedo índice, que parte y reparte nuestro labio superior entre los dos perfiles de nuestro rostro. Nuestro labio partido, pues, a modo de reminiscencia que, tal vez, no sea sino tacha que deviene marca de un origen perdido que se repite en cada nacimiento. Rostro que, por ello, tal vez, no podemos dejar de perder a cada momento. Porque, no en vano, aunque desconocedores de nuestro origen, esta marca deviene el trazo que nos señala, sobre nuestro propio cuerpo, como viniendo siempre de otra parte.
En cada uno de nosotros, donde esta hendidura se ensancha o se estrecha, se acorta o se alarga, que a veces nos acariciamos mientras pensamos, o que solo la intimidad del amante acierta a volver a perfilar, pero en todos por igual, se ha repetido este mismo gesto que, a pesar de manifestarse en medio de un gran silencio, sin querer decir en verdad nada de antemano, nos roba o despoja de nuestro propio nacimiento como más tarde al fin y sin remedio nos robará o despojará de nuestra propia muerte.Porque en ella no haremos sino regresar del olvido del que provenimos más allá de toda una vida vivida. Cuando esa hendidura ya no pueda ser acariciada por nadie.
“Calla, no digas lo que sabes”.
Nos susurró a cada uno de nosotros y a todos por igual, singulares cualesquiera, antaño se nos decía, nuestro ángel de la guarda en el mismo momento en que se nos daba a conocer, y en nuestros labios partidos aún resuena el límite de estas palabras cada vez que hablamos, pues, a consecuencia de ello, no podemos sino hablar sobre lo que ya sabemos aunque lo desconozcamos, atravesados por este olvido.
*
En verdad, descubrimos más tarde, sin saber muy bien cómo pudo llegar hasta nosotros su recuerdo, que el mismo dedo del ángel que se posaba sobre nuestros labios es el dedo que en El Talmud (Tratado Niddah, 30 b) toca la boca del feto, que conoce toda la Tora y puede ver el mundo de un extremo al otro, en el momento de nacer, sumiendo en el olvido al recién nacido que, en consecuencia, deberá volver a aprender todo lo que ya sabía. Y, entre otras referencias que sobre este dedo de silencio se podrían remitir, lo que parece evidente es que, después de todo, cuando de niños nos mandaban callar, poniendo sus dedos sobre nuestros labios como si volviera a ser el dedo del ángel que precedió a nuestro nacimiento, tal vez lo hacían para que dejáramos el espacio suficiente, siempre hablando de más, al habla de los otros y de su mundo donde ya estaba instalado el sentido como significado referido y consensuado. No en vano, el silencio y el olvido en el que del vientre de nuestra madre caemos en este mundo de aquí, inmediatamente después se convierte en el llanto desesperado de nuestro abandono que todos los que estaban en ese momento a nuestro alrededor valorarán como un comenzar a vivir. Comienzo que, como apunta El Talmud en la misma medida que las otras tradiciones que nos configuran, solo será verdadero inicio cuando comencemos a remontar por encima de este olvido, ya no originario, hacia el saber del mundo que ya conocíamos aunque hubiéramos olvidado. Por ello es necesario que, de vez en cuando, en ese patio de tiempo que es nuestra infancia, que no deja de horadar la lógica de un tiempo en el que progresamos solo regresando, alguien, sea quien sea, nos mande otra vez callar, poniendo su dedo sobre nuestros labios, enseñándonos a hacernos en ese mismo gesto, para que escuchemos eso que habíamos olvidado en las palabras de los demás que ya lo han recordado.
Un nacimiento robado es nuestro nacimiento, pues. No nacemos sino en “descendencia de...”, despojados de la imposible posibilidad del nacer, en una filiación que difumina su acaecer aquí y ahora. Y siguiendo esta lógica que no es sino la lógica angélica de la anunciación del sentido, que sigue recorriendo de un extremo al otro nuestro mundo, puesto que somos antes que nada “hijos” de ese saber que hemos olvidado pero que podemos recordar, nuestro cuerpo deviene signo, al modo de la huella que rompe nuestros labios superiores, de un sentido donde su extensión, su acaecer sin más, es expulsado hacia su propio interior, hasta el límite en el que el signo-cuerpo es abolido en la presencia que representaba sin recordarlo. Nuestra encarnación, en este sentido, es una descorporeización, pues importa muy poco que estemos aquí o allí, que seamos el aquí o ahí de un lugar. Lo importante es que solo estamos aquí en cuanto vicarios de un sentido, encarnando la absoluta contradicción de no poder ser cuerpo sin serlo de un espíritu que, a través de las palabras del ángel que siempre lo vinculan a una procedencia y precedencia del sentido, lo desincorpora.
Es más, cuando desde el forzado silencio en que nacemos se atisba un roce peculiar del aire en nuestra garganta, un roce como nunca ha habido ni habrá otro, cuando lloramos o reímos, o gemimos, o gritamos, o nos lamentamos, o dejamos, al cabo, que la primera palabra apenas brote en la punta de nuestra lengua, como fruta que cae apenas madura, sin que nadie la entienda, antes de poder atender demasiado a ello, según esta lógica de un sentido que siempre se anuncia en su distancia, se nos vuelve a aparecer ese ángel de la guarda que se nos ha asignado a cada uno de nosotros en el momento mismo de nuestra concepción. Son ellos los encargados de velar por nosotros en cuanto que nos protegen de los peligros o, más bien, del peligro de olvidarnos de ese olvido primordial que nos susurra a cada vez que el sentido no está sin más en las palabras que pronunciamos en nuestra voz singular.
“Yo voy a enviar un ángel delante de ti, para que te proteja en el camino y te conduzca hasta el lugar que te he preparado. Respétalo y escucha su voz. No te rebeles contra él, porque perdonará las transgresiones, ya que mi Nombre está en él. Si tú escuchas realmente su voz y haces todo lo que yo te diga, seré enemigo de tus enemigos y adversario de tus adversarios. Entonces mi ángel irá delante de ti”. (Exodo, 23, 20-23a)
Y siempre delante de nosotros irán, en consecuencia, anticipándonos un sentido que nunca está donde somos y que siempre reenvía nuestro ser aquí, nuestra finitud y contingencia, hacia un más allá, hacia una infinitud que la constituye como tal, como una finitud derivada.
“Guardaos de menospreciar a estos pequeños” (Mateo, 18,10), parece haber sido uno de los cuidados insistentes de nuestro Occidente que es un Oriente siempre ya perdido. No solo los cuerpos metafísicos o teológicos de nuestra tradición se han acompañado de esta vocación, sino, sin ir más lejos, en los bordes de nuestro tiempo, cuando no parecen caber ya ni metafísica ni teología, los cuerpos fenomenológicos, psicoanalíticos, semiológicos, hermenéuticos o digitales que nos acompañan por doquier no dejan de hacer suya la antes comentada contradicción de no poder ser el cuerpo que son sin serlo de un espíritu que lo desincorpora, llámese como se llame a este espíritu (intención, significante, tradición o algoritmo). Y decimos “parece haber sido” porque, sobre ese mismo borde sobre el que nuestro tiempo se nos presenta, más allá de estos discursos que nos hablan acerca de un sentido que no es más que su retorno y consiguiente proyección, de un sentido que no es más que su deseo o ficción, de un cuerpo que no es sino su descorporeización, los cuerpos, nuestros cuerpos, hoy, en nuestro aquí y ahora, en ese aquí y ahora donde la voluntad de sentido se precipita en su nada, nuestros cuerpos, se nos presentan más acá de todo significado, ya ni siquiera como cuerpos objetivados o alienados, como el viejo marxismo quería, sino como cuerpos que pesan y se sopesan más allá de cualquier significación, extraños y desnudos, donde nuestro propio cuerpo, tu cuerpo, aquel cuerpo, su cuerpo, solo se expone formando parte, también extraño y desnudo, de un mundo que no deviene otra cosa sino su población, la conjunción indistinta y numerosa de nuestros cuerpos, siempre, al borde, pues, de lo inmundo (Nancy, 5, p.79). Nunca se sabe lo que pesa un cuerpo hasta que sentimos el peso de los otros cuerpos sobre nosotros. Ese peso que aplasta o enamora, que nos embadurna o nos hace deslizarnos. pero que siempre está en un más acá donde los cuerpos se encuentran o chocan. Háblame de tu pesar y te diré cuánto te quiero, mediremos juntos la levedad que compartimos. O nos decimos, también juntos, hasta qué punto la demasiada cercanía de los cuerpos que infectan invaden nuestro más que necesario, según dicen, distanciamiento social. Ese aquí y ahora terrible y bello, que nos atrae y espanta.
*
En nuestro mundo, siempre al borde de lo inmundo, de una finitud que obstinadamente se cierra sobre sí misma para exigir una vez más su redención, la invocación de lo angélico, si es que aún es necesaria, aunque la necesidad solo puede ser necesidad creada en el movimiento mismo del pensar, debe hacerse cargo de este límite y de su consiguiente medida. No en vano, allí donde la filosofía o el arte, la literatura, en nuestra modernidad han experimentado consigo mismos, con su propia decisión en cuanto tales, es decir, a costa de sí mismos como saber o simple gusto en disputa, en relación con la figura del ángel (aunque ni siquiera a veces, liberado el espacio intermedio de lo angélico, haya sido nombrada así), a través de ella se han expuesto siempre a la lógica de un sentido que no pertenece sin más a su acaecer finito o inmanente, como de por sí es evidente en su caracterización como mensajero de un sentido que no simplemente está aquí, pero que tampoco, como en principio cabría suponer, a su remisión a un infinito trascendente, que, aún muerto Dios, haría de ese sentido un siempre estar más allá.
Cierto es que, desterrada su mediación por un pensamiento del hombre que encuentra en el hombre mismo su fundamento, muerto el hombre en una orilla de arena que las olas renuevan a cada vez, a menudo, haciendo ostentación de la lógica de la descorporeización o de un sentido que es solo su anuncio infinitamente diferido, en algunas de sus fulgurantes reapariciones, la figura del ángel, al cabo mensajero de la banalización de nuestra condición postmoderna, no fue sino la confirmación de la resolución alegórica, diseminante, deslocalizada, de ese mismo pensamiento que se empleaba en una analítica de la finitud humana. Al margen, por supuesto, de la inmundicia que no dejaba, y deja, de segregar. Hablamos del perfecto hombre público que somos, desprovisto de raíces, perfecto asistente virtual, que ya puede volar, que es el puro ahora que anula el aquí, mero tiempo sin espacio, habitando la antigua casa de los dioses y conquistando, con ello, su siempre añorada condición angélica. Que desde su puesto de mando, ante las pantallas que se han minimizado e individualizado, vuela al ritmo de un toque siempre diferido desde Madrid a Nueva York en milésimas de segundo. En ese tiempo que no se deja espacializar. Ángeles de la simpatía, de la simultaneidad, de la sincronía, movimientos propios desde siempre de dicha condición, convertidos en la inercia de nuestra realidad última, puro vértigo angelical en el que sobran los lugares y los vecinos.
Pero, tal vez, bastaría que, en el extremo más fino del pensamiento, este nuestro ser siempre ya en el sentido que nos constituye, no sea reducido por los rigores o debilidades de una interpretación que busca recobrar ese sentido ya perdido o, al menos, identificarse con su búsqueda infinita, para que la invocación de lo angélico sea un medio efectivo para describir el movimiento del pensamiento que hace justicia a nuestro tiempo. Un pensamiento que no trate de forzar el olvido en la dirección de su superación, o que ni siquiera se olvide de él, multiplicándose en simulacros, que no sea la sutura, en todo caso, de la hendidura que parte nuestros labios superiores, donde nuestra voz, a cada vez que una palabra se cae de la punta de nuestra lengua, se quiebra en la singularidad de su propia tesitura. Que se trame en una relación con el sentido que, ni inmanente ni trascendente, pero afirmando ambas a la vez y en un solo movimiento, en su expropiación mutua, en su indiscernibildad, se presente como la única relación que cabe hoy a favor de nuestro presente, de la realidad que en él nos convoca, de nuestro “mundo de los cuerpos”, y no en contra suyo y a favor de su irrealización como todos los anteriormente citados discursos de la significación hacen.
*
De nuestro nacimiento robado hay algo que no podemos olvidar. No olvidarnos de recordarlo. No nos referimos, como cabría suponer, a la diferencia sin más que nuestro olvido, el de cada uno cuando nacemos, pone en juego respecto a ese saber que todos ya conocemos. Lo que no debemos olvidar, al contrario, es que del mismo olvido solo tenemos constancia a través de otras palabras que se refieren a él, que nos cuentan de un ángel que posó su dedo sobre nuestros labios dejándonos la boca partida, mientras que quien las pronuncia, con la yema de su índice también, acaricia la huella de la hendidura que a partir de ese momento mismo, sin poderlo saber, deja en nosotros las palabras que se vuelven a repetir, haciendo que retorne el silencio en que nacimos:
“Calla, no digas lo que sabes”.
Un silencio que señala, ya dijimos, a “un reino que no es de este mundo”, pero no porque esté más allá o esté fuera de él, sino porque, rememorado en la caricia que insiste en nuestros labios, esa que hacemos cuando pensamos, esa que nos hace cuando somos amados, está en el mundo, haciéndolo presente, solo que en forma de pasado (Quignard, p. 222-223). Un último reino, pues, como el presente que nos regala nuestro nacimiento, del que, a menudo en el nombre mismo de este silencio y olvido, se nos quiere despojar. El reino de un pasado absoluto, por absuelto, que, no siendo ni de este mundo ni inherente a otro mundo, solo aparece como tal en el comienzo del tiempo que es nuestro acaecer en el mundo. Pues solo después de nacer se descubre el ver en la visión que ya éramos en el seno de nuestra madre, el aliento en la respiración que conteníamos mientras ella respiraba por nosotros, la escucha donde atendíamos al eco de un mundo por venir. Y esta visión y esta respiración, ese tacto y esa sonrisa, esa escucha, que nos precede siempre, en cuanto que no empezamos a vivir en nuestro nacer, vivíparos que somos, pero siempre demasiado tempranos, señalando la ausencia de todo recuerdo hacia la que se remonta sin fin una memoria infinita, convocando este “reino que no es de este mundo”, nos entrega el presente, el aquí y ahora, de nuestro nacimiento. Un nacimiento que sigue siendo robado, desde luego, pues no hay nacimiento sino robado, pero robado, en este caso, a toda filiación o descendencia. Es el reino de una memoria absoluta, o de lo inmemorial, si se quiere, el reino de una memoria sumida en la pura posibilidad, que, por tanto, aún sabiéndolo solo lo podemos desconocer, y que ya no es privación de nada, que no nos expone en un nacer en falta, sino, más bien, ante un desbordamiento de memoria, liberada de sí misma, de su subjetivación, que convoca ese otro mundo que no es un fuera del mundo, sino que está presente aquí mismo (Nancy, 7, p. 9-11) .
En este nacimiento del nacimiento, en este nacimiento en el nacimiento mismo que el olvido nos viene a traer, es, tal vez, donde la invocación del ángel debe alcanzar su renovado valor. Ya lo hemos dicho, no se trata de un olvido que hay que superar, sino de hacernos cargo del olvido del olvido, es decir, de ese olvido que remite a un saber siempre previo, que el acaecer de la diferencia de nuestro nacimiento siempre es. El nacimiento como la apertura de la vida en una zona de radical desconocimiento, en el precipicio de un olvido contento de sí, que permanece serenamente en relación con su propia naturaleza, hurtado al nacimiento robado por el logos de una filiación que trata de desvelar lo que estando ya en nosotros nuestro haber nacido ha velado. Donde se hace el deseo, deseo de sí, de, a cada vez, otro nacimiento por acometer, hacia lo que todavía y siempre se desconocerá, hacia donde solo se puede seguir siendo un extraño. El deseo de caer fuera de nosotros mismos, en el trazo del olvido del olvido, para volver a convocar, en el silencio, ese otro reino siempre pasado y siempre futuro que convive con lo que somos a cada momento. Nunca me acuerdo de olvidarte. No me olvido de recordarte. Así debe ser entre nosotros.
Declinarnos en la forma presente de un futuro anterior, en el contramovimiento de una contradicción. Pues a cada vez que coincidimos con la hendidura que, partiendo nuestros labios, divide nuestro rostro, lo que sentimos antes que nada es aquella caricia primera donde nuestro cuerpo se resentía a través de las palabras de otro, el portador siempre intruso de la caricia. Pues en cada una de nuestras sensaciones singulares no dejamos, a cada vez, de echar mano de lo que ignoramos, del ver en nuestra forma de mirar, del respirar en nuestro aliento, del tacto en nuestra forma de tocar, y repetimos el momento propio de nuestro nacimiento, donde miramos como un extraño a una luz que ignora pero que, sin embargo, sin saber muy bien por qué, puede ver, después de nuestro llanto, menos un grito de espanto, como se suele decir, que el primer trazo del olvido que somos. Y volver a acceder a un mundo casi vivo, casi palpable, casi respirable, donde ese “casi”, en vez de ponernos en falta de algo, donde sí cabría el grito del espanto, nos pone, al contrario, ante el exceso de una memoria absoluta, de una inmemoria, donde sin cesar nos perdemos para estar más que nunca en el aquí y ahora, a cada vez naciendo.
*
No pertenecemos sino a una descendencia quebrada. Nuestros labios siempre están partidos, como los de nuestros padres y los de nuestros hijos, y no hay sutura que pueda cerrar para siempre su herida, porque no hay herida, sino solo una huella donde se reinscribe la diferencia que somos. Y en el extremo más fino del pensamiento, hoy, no debemos dejar de pensar en ese olvido que nos atraviesa por igual y seguir diciendo, diciéndonos, mientras volvemos a acariciar una y otra vez, con el dedo índice, la hendidura de nuestros labios:
“Calla, no digas lo que sabes”.
Pues, allí donde nuestro ángel de la guarda, ya muerto Dios, nos ha seguido acompañando (disfrazado a veces extrañamente de un Hermes que, en vez de recorrer una y mil veces los caminos trazados, se aparece en las esquinas de los caminos perdidos como los ángeles de antaño), hay quien no ha podido dar ningún significado a sus palabras, mensajero de una palabra que no es suya , o, al menos, no lo ha podido hacer al margen de su forma de presentarse, al margen de su aspecto, de su estilo, del tono de su voz, de su propia relación con el contenido del mensaje, que contamina su significación, que afecta al significado, como por sus bordes, y sin remedio (Nancy, 1, p.64).
Ciertamente, este no poder decir lo que ya se sabe que nuestro ángel de la guarda nos susurró antes de nacer no afirma sino que nuestro nacimiento solo cabe porque estamos previamente en el sentido. No afirma sino que todo nacimiento es un nacimiento robado. Pero también puede alcanzar a decirnos, y de eso se trata hoy, que nada nos devolverá la propiedad de nuestro nacer. Que la única propiedad con la que nacemos, que es la que se expone en la singularidad de nuestro llanto de recién nacido, en el tono y la tesitura de nuestra voz, en las incipientes muecas de nuestro rostro, está atravesada por una impropiedad, por la inmemoria de donde proceden todas nuestras sensaciones, y que solo ahí, soportando la medida de esta no-relación, podemos pensar en qué sentido nacemos en el nacimiento.
Y que cuando se nos manda callar, mientras alguien apoya su dedo en nuestros labios, con ese tacto que se desliza hasta nuestra barbilla, como a menudo nos hacen callar esas formas del pensamiento que son la filosofía o el arte, la literatura, no es, tal vez, para que atendamos a un sentido ya significado, referido y consensuado, sino para que aprendamos a escuchar en las voces de los demás su singularidad, sobre la que tampoco ninguna memoria cabe, que es, además, cómo se aprende, ya sin detener la circulación del sentido, a escuchar la singularidad de nuestra propia voz. En su invocación, en la invocación del ángel, que no es sino la invocación del sentido, en el hacerle formar parte de nuestra voz, se debe exponer la presencia siempre singular de cada voz, la tuya, la suya, la mía, la nuestra, en cuanto mensaje de lo divino que, siendo a cada vez, no puede ser, en cuanto que esas voces no se cierran en su singularidad sin abrirse al mismo tiempo a las otras voces que le permiten diferenciarse. El ángel que apunta al sentido, haciéndonos callar, si algún mensaje nos trae hoy, en las esquinas de los caminos demasiado transitados, es la partición de las voces que el logos es. Ahí estamos todos, mirarnos bien, mirarnos, con el labio partido entre los dos perfiles de nuestro rostro, incapaces de sostenernos en un simple cara cara.
Y mientras tanto, ese último reino no deja de alcanzarnos en el dedo que rozaba nuestros labios cuando la noche se hacía oscura, demasiado oscura, en torno a nosotros y nos destapaba la cabeza, como si volviéramos a nacer, tan vulnerables, para prometernos en un cuidado siempre posible. Ese cuidado que luego perseguimos, con la cabeza ya destapada, acostumbrados a la oscuridad que ya siempre llevamos con nosotros, mientras dormimos, en el dedo que, a pesar de todo, también nos acariciaría, como si llegara de un tiempo inmemorial.
*
En el límite marcado por este olvido originario que acompaña extrañando a nuestro nacimiento, la filosofía, en la historicidad de su propio límite, no ha dejado de querer reencontrarse con el favor de un pensamiento que se escape a su resolución como simple saber. En el punto preciso en que el filósofo, tambaleándose casi, siente que el sentido no puede resolverse bajo ninguna de las formas de la verdad, se vuelve a escuchar una cantinela parecida que nos habla de la diferencia de un nacimiento, de nuestro nacimiento, desplazado respecto a su propio origen, de donde emerge un sentido que no es sino su persecución, imposible verdad. Por ello, decía Gilles Deleuze, que la filosofía es inseparable de un nacimiento, del que dan prueba tanto el a priori como lo innato o la reminiscencia (5, p. 70). Pero, más allá de estas pruebas, que tal vez no hagan otra cosa sino robarnos una vez más nuestro nacimiento, lo que sí ponen en evidencia es que solo se puede pensar para volver a nacer en nuestro nacimiento. De ahí que, parafraseando al propio Deleuze, y, tal vez, en un sentido contrario al que él apunta, se pueda preguntar siempre ante cada filósofo: ¿por qué esta patria es desconocida?, ¿por qué está perdida u olvidada, convirtiendo al pensador siempre en un exiliado?, ¿por qué lo que se devuelve a lo sumo es un equivalente de territorio como sucedáneo de hogar?, ¿todos los estribillos filosóficos, en verdad, no pueden sino entonar esta canción de la pérdida y del olvido? Tal vez, sean necesarios otros estribillos, o escuchar los que tenemos de una manera diferente.
El arte, la literatura, en este mismo sentido, aún dándose siempre como una relación con la memoria, jamás está donde esa memoria pueda ser depuesta en la forma de un recuerdo, por mucho que se pretenda. La extraña memoria que en el arte se convoca no es susceptible ni de olvido ni de recuerdo, porque se refiere a algo que no hemos ni vivido ni conocido, y que, sin embargo, no deja nunca de acompañarnos desde siempre. Ninguna rememoración remonta hasta él, sino que cada gesto propio del arte tiende hacia su interrupción, se aproxima hasta hacerlo aflorar, si es necesario abrasándose allí mismo. El arte es lo que se excede siempre hacia lo que le precede o le sucede, y, en consecuencia, también hacia su propio nacimiento y su propia muerte, abandonándose en un más acá o más allá de sí. Y si el único arte, como se nos dice, que cabe hoy, es un arte irónico respecto a su capacidad de generar una estrategia diferenciada de las formas o de las apariencias, que deconstruye de forma interminable su capacidad para generar ilusión, un arte pues desilusionante, que se devora a sí mismo sobre su propia historia, sobre su propio recuerdo, podemos concluir, sin lugar a dudas, que ya no hay arte, que el arte ha muerto. A no ser, también, que el arte esté en otra parte.