Botonera

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17.11.23

II. "LA INVENCIÓN DEL PRESENTE", Pierre Bergounioux, Valencia: Shangrila, 2023

 


EL SORTILEGIO DEL ORIGEN


Hay dos cosas en el mundo. Una está en la superficie, la otra solo es mental. Esta última, por inmaterial que sea, tampoco es separable de la ciudad, la capital, donde florece y donde lleva sus hermosos frutos; la primera, gana a medida que avanzamos hacia la periferia y reina casi en soledad sobre los márgenes desamparados que vuelven al salvajismo, al silencio, a suponer que nunca salieron de ahí.

El sentido común es, sin duda, lo más extendido en el mundo, pero no sus instrumentos ni los recursos que confieren a su ejercicio la plenitud de la que es susceptible en un momento dado. Marx, pensador capital, es un pensador de capitales. Su vida se inscribe en un triángulo del que Berlín, París y Londres dibujan las cimas, y que delimita en el último siglo el lugar geométrico de toda reflexión que se precie, de todo progreso efectivo en el orden del pensamiento. ¿Se seguía alojando aún en rue de l’Alliance, en los barrios de Bruselas, en el 45 de rue de Lille, a dos pasos del Sena, o ya se había mudado al 41 de Maitland Park, en el Soho, cuando despachó, sobre la marcha, con un epíteto —«cretinismo rural»— las maneras de sentir, de pensar, de actuar que tenían lugar al margen y que persistían, casi intactas, un siglo más tarde en Limousin?

La condición intelectual me inspira sentimientos contradictorios, de vaga pertenencia, de tibieza, ya que me piden que hable de ello y al hacerlo, me otorga simultáneamente una exterioridad íntima, vergonzosa, infranqueable. Estas disposiciones opuestas se deben, en última instancia, a la naturaleza de las cosas, a las temporadas de retroceso en las que viví antes de tomar, a los diecisiete años, el camino de la gran ciudad, el tren del destino.

El mundo es doble y en él hay dos cosas. Está hecho en parte de cosas y en parte de la idea que nos hacemos de ellas. Unas coincidirán mejor o peor con el contorno de las otras dependiendo de si sufrimos su pesada y muda tutela o si podemos permitirnos tomar distancia, respirar y reflexionar un poco. La vieja sociedad agraria, que funcionaba solo a base de sudor y de penurias, tocaba a su fin cuando empezamos nosotros. Accedimos de golpe al ocio estudioso, prolongado, a la reflexión autónoma que se sabe tal al verse dispensada de los trabajos aplastantes, despegada de los objetivos apremiantes con los que hasta entonces se confundía.

Somos distintos de quienes nos precedieron. Ha pasado algo. Hemos experimentado no sé qué inquietud, un descontento, una impaciencia mezclados a veces con rebeldía en el opresivo y vetusto decorado donde tuvieron lugar nuestras infancias. Por más que lo atenuasen la incomprensión y la distancia, nos llegaba el rumor lejano. Establecía la existencia de otra realidad de la que solo retuve un rasgo: que contenía, como en abîme, el espejismo de su sentido. Mucho más que la exigüidad del paisaje y lo anticuado de las costumbres, es la ausencia de esta posibilidad, su privación percibida que definía el universo de nuestros despertares. Habíamos padecido la experiencia clásica del desarrollo desigual, habíamos asistido a la destrucción de los marcos tradicionales de la existencia, al barbecho del suelo irremediablemente ácido, húmedo, accidentado, «muy malas tierras» que mantenían a un elevado coste —aparece en el libro III del Capital— la renta diferencial del suelo. Pero, en contrapartida, habíamos alcanzado una esperanza increíble: podemos plantearnos qué hay, qué somos, responder con palabras a la violencia sorda, multiplicada, que las cosas ejercen desde hace tanto que ni lo sabemos. Basta con nombrarlas para mantenerlas a raya, sacudirnos su influencia, objetivarlas, tratar de convertirnos en un sujeto.

El acceso tardío a las luces de la ciudad me impone un empleo restringido, retrógrado, de esos bienes que son cosa de la mente y solo a la ciudad pertenecen. De entrada, es necesario haber pisado una calle ilustre, haber respirado el aire de las capitales, haber considerado como universales sus preocupaciones personales, para colocar el mundo entero en el horizonte de su reflexión singular. No obstante, tenemos una memoria. Somos la suma de instantes, seres sucesivos y cambiantes —porque el momento se prestaba a ello— que hemos atravesado. Hay un privilegio del origen, un sortilegio. En las cosas del principio calamos pliegues y propensiones, su contorno, la edad que tenían. Interiorizamos el exterior al contacto del cual nos vivimos, en su momento, como interioridad. No nos recuperamos de ello. Solo somos una vez. Y entonces volvemos, mentalmente, a lo que tuvo lugar sin que lo supiésemos, sin consultarnos. Empleamos claridades segundas, lejanas, para disipar la incomprensión, las sombras que asedian a la inmediatez primera. El pasado nos acompaña. No habremos estado presentes en el mundo (en cuanto está en nosotros) si no hemos llevado en el registro de la consciencia los acontecimientos que nos frenaron y nos hirieron en su momento por no comprender. No teníamos ni la fuerza ni los medios ni el tiempo.

Y así me encuentro, envejeciendo a las puertas de París, con libros, encorvado sobre el papel, pero con la mente a cien leguas, vuelta hacia el pasado. No me dirijo a la humanidad, a los vivos, en nombre de la humanidad. Me esfuerzo por ofrecer una imagen que he intentado procurarme a aquellos que, en número reducido y merced a la fuerza de las circunstancias, se vieron privados de ella. Pero no tienen cura, porque la mayor parte han desaparecido. Es de esta manera materialmente determinada como participo, si es que sirve esa palabra, de la condición intelectual.