Botonera

--------------------------------------------------------------

8.11.23

X. "DESERTAR. FORMAS DE SALIR DEL MUNDO. REVISTA SHANGRILA Nº 44, Mariel Manrique (coord.), Valencia: Shangrila, 2023



EL EVANGELIO SEGÚN PAUL SCHRADER
ACERCA DE LA "TRILOGÍA DE LA REDENCIÓN"
[Fragmento inicial]
Mariel Manrique




El reverendo, El contador de cartas, El maestro jardinero (Paul Schrader, 217,2021, 2022)



En las películas de Bresson, como en la teología cristiana, 
la trascendencia es una huida de la prisión del cuerpo, 
una huida que hace que el hombre se sienta simultáneamente 
“libre de pecado” y “prisionero del Señor”. 
En consecuencia, la conciencia de lo Trascendente 
solo puede llegar después de un determinado grado de automortificación. 
La prisión es la metáfora dominante de Bresson, pero hay que entenderla 
como una de dos caras: sus personajes escapan 
de un tipo de prisión y se entregan a una prisión de otro tipo.
Paul Schrader
El estilo trascendental en el cine: Ozu, Bresson, Dreyer (1971)




Ernst Toller, William Tillich y Narvel Roth quieren dejar de sufrir. La culpa no los deja dormir y sienten que lo que han hecho no tiene perdón. Han hecho el Mal. Hablamos de izquierda y de derecha, de alianzas, pactos y coaliciones. Pero del Mal no hablamos, del Mal así, con mayúscula inicial. Algo nos hizo mal, nos cayó mal, funcionó malamente. Pero el Mal no ingresa en la conversación, aunque seamos perfectamente capaces de infligirlo en ciertas condiciones. El Mal tiene escuelas, padres, tutores y encargados. Los adiestradores en el ejercicio del Mal están por todas partes. El Mal se hace, como una broma, una comida o un vestido. Hay técnicas, especializaciones, oportunidades. Hay grados, espectros, escalas y amortizaciones. El Mal rinde como una inversión. Organiza sus campos de acción, mide sus sutilezas, sus encarnizamientos. Se planifica y se calcula, tiene sus tablas de pesos y medidas. ¿Quién te enseñó a hacer doler, a calzar y ajustar coronas de espinas, a hundir clavos en la carne inerme? El Mal es motivo de fiesta desde la antigüedad. Cava y corroe, muerde sin soltar. Sin embargo, del Mal no se habla, como de ciertas enfermedades incurables, o vergüenzas privadas o recetas infalibles de venenos. Aunque se prodigue sin pudor, a conciencia. Del Mal, en general, nadie se hace cargo. El Mal tiene enciclopedias de justificaciones, de opciones convenientes en última instancia. Se hace el mal menor, se hace el mal como un medio para alcanzar el fin, en nombre de una causa superior o para evitar males mayores. El Mal no está en un huevo ni en un nido, no baja del cielo, no es un patrimonio particular. Ernst Toller, William Tillich y Narvel Roth son hiperconscientes del Mal que han causado.

Toller predica ante una feligresía menguante, en First Reformed (El reverendo, 2017); Tillich despliega en modestas dosis su don de contar cartas en los casinos, en The Card Counter (El contador de cartas, 2021); y Roth cuida un jardín centenario y exquisito, en Master Gardener (El maestro jardinero, 2022). Los tres salieron de la cabeza de Paul Schrader y protagonizan lo que ha dado en llamarse su “trilogía de la redención”, una síntesis afilada del cine de Schrader, alguien que está filmando siempre la misma película, que en el mejor de los casos es hacerse siempre la misma pregunta sin tener una respuesta. Por eso filma Schrader, porque duda. Porque no está seguro ni en paz. Por eso escriben sus diarios Toller, Tillich y Roth, mientras escuchamos sus voces en off, impasibles, narrar esa escritura. La escritura sujeta la angustia. Es como una plegaria sin misericordia, una forma personal de la oración. 

Los tres cargan con su tormento, que es interno y externo a la vez. Su propia capacidad de dañar y la capacidad de América de hacerles un daño irreparable desde sus propias organizaciones de defensa. El trauma es personal y político. Toller, antiguo capellán del ejército, entregó un hijo a la guerra de Irak, en estricto cumplimiento de la tradición patriótica familiar y con la muerte de su hijo y la disolución de su matrimonio como resultado; Tillich fue entrenado para torturar presos islámicos en esa guerra, en la prisión de Abu Ghraib; Roth fue un supremacista blanco abandonado por su mujer y sus dos hijas, que ahora integra un programa de protección de testigos. Todo lo que fueron es también lo que son. El Mal, como toda experiencia radical pero con su mortífero bonus track de culpa, se conjuga en presente continuo. El cuerpo recuerda, por eso los tres están tatuados o se martirizan. Un Toller atormentado desiste de inmolarse, se quita el chaleco suicida de activista ambiental, se desnuda, se clava en el torso un alambre de púas. “Confío mi vida a la Providencia. Confío mi espíritu a la Gracia”, se lee en la espalda de Tillich, inclinado sobre su diario en un cuarto anónimo de hotel. El cuerpo de Roth está cubierto de símbolos nazis, ocultos bajo su uniforme de jardinero. In God We Trust. God Bless America. Los tres malviven en su exilio. Son desertores del Bien, lanzados por decisión propia a una segunda deserción, una segunda cárcel: expiar sus culpas en islas personales, donde el tiempo está suspendido como en un limbo y el espacio es sinónimo de confinamiento. Una vieja parroquia protestante devenida en la práctica tienda de souvenirs; los casinos como no-lugares; un jardín que huele a pasado de plantación esclavista. La trilogía de Schrader construye una deserción en dos movimientos, con el amor como posible vía de salida. Solo posible, porque el final es un misterio. Un gran signo de interrogación.

Existe el Mal y existe el Amor. Del Amor, también con mayúscula inicial, se habla poco. Se habla de autoestima, de toxicidad, del amor como tiranía. Y menos del Amor como redención, como un camino de purificación del alma. Schrader cree en lo trascendente y ya eso bastaría hoy para que su cine fuera revolucionario. Al cine “trascendental” de Dreyer, Ozu y Bresson le dedicó un libro y a ese tipo de cine, su filmografía. Austeridad de recursos, relatos secos y concisos, cierto laconismo y obsesiones espirituales. Aroma a cine europeo de los ‘50 y los ‘60, conjugado con los destellos de violencia de la Nueva Ola Estadounidense de los ‘70. Religión y baños de sangre. El papá calvinista de Schrader lo azotaba con el cable de la afeitadora eléctrica. Schrader no pisó un cine (esa “tentación diabólica”, como la televisión o el rock) hasta los dieciocho años. Schrader no tiene recuerdos de infancia del cine, lo que podría asignarle un doble mérito al cine que hace. La infancia se romantiza y tiende a embellecerlo todo. Schrader ve lo monstruoso, de adentro y de afuera, con claridad. Pasó esa infancia sin películas entre citas bíblicas. Es un experto en el Mal reversible y el Amor como última chance de los condenados, cifrado en la irrupción de alguien que podría salvarnos, si lo cuidamos, si esta vez lo hacemos bien. 

Mary, con su reminiscencia virginal, para Toller; La Linda, manager de apostadores, para Tillich; Maya, una chica mestiza, para Roth. Las tres disparan un ansia desconocida, con perfume a milagro. Con ellas se levita hasta alcanzar un cosmos tachonado de estrellas, se pasea en un jardín botánico iluminado con lamparitas de colores, se recorre una ruta que florece en la oscuridad, rasgada por los haces de luz de un automóvil. Son fugas oníricas, de happy end improbable. Toller acaba de prepararse un trago letal con un líquido destapador de cañerías, Tillich está en la cárcel tras haberse vengado de su jefe en Abu Ghraib, Roth acaba de ser expulsado del jardín del Edén. No sabemos si Toller bebió o no bebió su trago, si el beso del final con Mary, con su brusco corte a negro, es una visión de moribundo o una experiencia real. Los dedos de Tillich y La Linda que se buscan y evocan La Creación de Miguel Ángel chocan con el vidrio blindado del área de visitas de la cárcel, pese a que se obstinan en unirse, lentamente, como si respiraran por fin, aun cuando corren los créditos finales (la imagen no se fija, no se congela, no se funde a negro). Roth y Maya bailan abrazados en el porche de la cabaña de Roth en Gracewood Gardens, vandalizada con cruces esvásticas, de la que deberán salir porque la dueña de la propiedad (amante -¿y ama?- decadente de Roth, excitada con sus tatuajes y heredera de una Luger paterna) ya no los quiere en su territorio. 



[...]




Seguir leyendo en: