Botonera

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14.2.24

II. "LA TÍA TULA. ANÁLISIS, CONTEXTO E HISTORIA DEL FILME", Gabriel Porras, Valencia: Shangrila, 2024

 

PRÓLOGO INNECESARIO PERO DEBIDO

Luis Arias González


La tía Tula

Cuando se estrenó la película de Picazo, yo apenas contaba con dos años, así que difícilmente podía haber asistido al acontecimiento, aunque, curiosamente, tuviera lugar muy cerca de donde vivía por entonces, porque desde Salamanca hasta mi pueblo había solo media hora larga de autobús de línea. Tampoco disponíamos aquí de un cine como tal; hacía las veces el local parroquial multiusos en el que don Manuel, cura posconciliar y moderno donde los haya, proyectaba casi todas las tardes de los sábados con un aparato antediluviano. Una versión carpetovetónica de Cinema Paradiso, a cinco pesetas la entrada. Allí fue, precisamente, donde contemplé por primera vez La tía Tula, vestido con pantalones cortos y de la mano de mi madre, confiada en que mi presunto candor me pondría a salvo de la calificación moral de 3-R –mayores con reparos– con que la estampillaron las autoridades eclesiásticas. Mamá era una peliculera empedernida, así la tildaban entre compasivas y condescendientes las vecinas, a sus espaldas; nunca se lo agradeceré bastante a la pobre. Por lo general, en la pantalla ensabanada salían situaciones y personas que poco o nada tenían que ver con los que me topaba a diario en las callejas sin asfaltar y en los alrededores de Encinas de Abajo, enclave menor del partido judicial de Alba de Tormes; pero, en aquel pase, aparecieron niños y mayores igualitos a los que me cruzaba regularmente: Tula era calcada a algunas de las primas de mi madre, unas veces híspidas y otras exageradamente empalagosas según les diera; las amigas de Tula semejaban el vivo retrato de las señoritas cursis de Acción Católica, con sus misales, sus velitos y sus zapatos de pitiminí; Ramiro se gastaba la misma planta que alguno de los viudos jóvenes compañeros de tertulia de mi tío Pepe, el eterno y jovial solterón de la familia; en cuanto a los dos niños, Ramirín y Tulita, compartían conmigo parecidos juegos, miedos y aburrimientos. Reconocía fácilmente a los renteros de boina y reloj de bolsillo con cadena, copias exactas de  los que se acercaban a casa por San Silvestre a pagar las cuatro perras del alquiler y a quejarse de lo mala que había sido la cosecha; también me resultaban muy cercanos aquellos chulapones vinosos de arrabal, con sus coimas escandalosas, que se acercaban los domingos veraniegos hasta la orilla del río a comer tortillas y a armar un poco de camorra, a imagen y semejanza de los que protagonizan El Jarama de Sánchez Ferlosio, una novela con la que nuestro film comparte algo más que el mero universo estético y la complicidad generacional. El cementerio, la iglesia de las primeras comuniones, la cocina, la salita y las alcobas de la casa de Tula … todo, absolutamente todo, me era identificable y cercano, nada que ver con los rascacielos de Nueva York y las selvas de Tarzán o con los vaqueros del Far West y el enmascarado Santo con su acento mexicano a los que comía con los ojos durante los viajes astrales de los sábados, en aquella sala a oscuras, alfombrada de tres centímetros de cáscaras de pipas y atufando a tabaco frío y a perfume de granel. Ya me había llevado el mismo chasco con Mi tío Jacinto, unas semanas antes; pero, mientras en la cinta de Vajda le sucedían un montón de cosas divertidas al simpático de Pablito Calvo, unas de risa y otras de llanto, aquí yo no entendía nada del intríngulis, ni el principio, ni el medio, ni el final; a pesar de lo cual, aguanté calladito y con los ojos bien abiertos todo el tiempo, según costumbre propia. Cuando luego, a los catorce años, la pasaron en el cine del colegio de los Hermanos Maristas, cambió el asunto notablemente. Entonces, se me abrió la sesera y comprendí, por fin, que sí, que “pasaban cosas” en esta película y algunas de una carga erótica implícita y soterrada que me dejaron tan grogui como el baile de la inconmensurable Debra Paget en La tumba india. De universitario ya, con la pedantería intrínseca a cuestas y deformado por tantas y tantas sesiones tediosas de cinema soviético y del Este en el cine-club CEA, descubrí que La tía Tula le  había colado un gol por toda la escuadra a la censura –¿consentida o engañada?, aún tengo mis dudas– y que no había mejor retrato ni más ácido sobre el franquismo y su sociedad que el que envolvía a la relación turbulenta y llena de guiños freudianos de los dos cuñados abrasados en sus propios jugos pecaminosos. Y desde entonces hasta hoy, La tía Tula ha pasado a formar parte de mi personal lista de imprescindibles. 

Confieso públicamente que soy un tulista convencido y fervoroso, imagino que al igual que muchos de ustedes. Nuestra cofradía es de las de manga muy ancha y admite a casi todo el mundo; no hay listados de socios, no se rige por estatutos, ni hay que abonar cuota alguna, basta con asumir principios tan genéricos e indiscutibles como el que esta película es una de las mejores de la historia del cine español y que su director demostró ser un maestro absoluto en su debut, en plan Orson Welles. He perdido la cuenta de las veces que la he visto total o parcialmente, pero, siempre que lo vuelvo a hacer disfruto más todavía y me quedo fascinado ante el descubrimiento de alguna novedad, una prerrogativa inherente y reservada tan sólo a los clásicos con mayúsculas. Me da igual que el hallazgo sea de bulto o de detalles: que si la eterna condición femenina, que si la maternidad tan frustrada como los deseos de independencia, que si el culto a la familia, que si el peso de la religión con sus grandezas y sus miserias, que si la presencia de la muerte y el trascurrir inexorable del tiempo, que si los lugares de la memoria, que si el cartel del club parroquial, que si la postura canónica del confesor –genial José María Prada–… Hasta he llegado a pensar que allá en el fondo último de esta obra se encierra un homenaje cinéfilo –encubierto, pero merecido– por parte de Miguel Picazo a otro Miguel, a Unamuno. Un tributo rendido al vasco genial por contradictorio, por agónico, por sabio, por español; con el mérito añadido de que el director, además, lo hace tomando como base una de sus obras menores, si es que se puede motejar de “menor” a un escrito del gran don Miguel, capaz de ser sublime redactando la lista de la compra. De hecho, seguro que ustedes coinciden conmigo en que la adaptación cinematográfica de la novela supone una mejora notable de la misma, al prescindir de los elementos folletinescos que sólo distorsionan la historia primigenia; y, también, que es un acierto absoluto lo de dotarla del ambiente físico y cronológico que estaba pidiendo a gritos y que Unamuno, en un alarde vanguardista no muy logrado, nos dejó sin apenas precisar. Y, sin embargo, con todos estos cambios, continúa siendo una creación intrínsecamente unamuniana, tanto o más que la original. Esto es lo que le ha permitido hacer frente al paso del tiempo y a los cambios de mentalidad consiguientes. Poco importa que la España de entonces no se parezca en nada a la de ahora, ni la dificultad por recuperar, a estas alturas, la verdadera memoria de los lugares del rodaje. la película sigue funcionando por sí sola, sigue siendo tan actual como en 1964 porque trasmite esencias y principios universales, aunque so capa de un aparente localismo. Ya en su día, cuando se proyectó en los Estados Unidos, no hubo que recurrir a ninguna explicación etnográfica o folclorista para que el público americano –y el de otros muchos lugares– sintiese como suya toda la carga emocional de la obra y quedase tan prendado como los espectadores en Madrid o en Sama de Langreo. Confío en que continuará provocando en el 2064 el mismo efecto de cien años antes, si es que el cine –y los espectadores– no ha desaparecido para entonces.  

Tras volver a revisar la cinta para despachar este prescindible prólogo con un mínimo decoro, me he dado cuenta que lo que más aprecio de todo es la simplicidad magistral y la serenidad alejada de cualquier estridencia a la que parecería abocada por su condición y por sus dimensiones de tragedia greco-manchega. Por el contrario, el director desgrana la narración con una sencillez sin impostaciones, encadenando escenas y hechos de forma progresiva, natural, hasta que desemboca en el triste y determinista desenlace, inexorable, fatal, pero que me sigue conmoviendo y sorprendiendo a partes iguales; y qué decir de la forma en que individualiza a los personajes, llenándoles de matices y de una humanidad desbordante, a pesar de su aparente insignificancia. Muy pocos directores españoles han logrado caracteres femeninos tan auténticos como los que interpretan de forma sublime Aurora Bautista, Laly Soldevila o Irene Gutiérrez Caba. Me falta mencionar al tercer elemento básico que sostiene esta magia sin que seamos capaces de advertir el truco en ningún momento; me refiero a la cuidadosa recreación historicista y poética a la vez de un tiempo –el suyo– y de una atmósfera –la provinciana y estática Guadalajara–, lo que supuso –y aún supone– toda una inteligente provocación a la altura del atrevimiento del Greco en El entierro del conde Orgaz, cuando situó como testigos a sus amigos contemporáneos y ambientó el milagro, ocurrido varios siglos antes, en su querido Toledo del momento. Si se fijan en cada uno de sus fotogramas, percibirán, como yo, las reminiscencias de la pintura de Antonio López y los ecos de la prosa de Azorín; al igual que ellos, Picazo logra congelar el instante, extrayendo de él toda la belleza melancólica de la cotidianeidad. 

Los críticos al uso, y muchas enciclopedias, simplifican, en exceso, la película, etiquetándola con el marchamo alicorto de “neorrealista”. Gabriel Porras la rescata de este cajón de sastre, para lo cual pone en juego todo su talento y su profesionalidad contrastada como el gran especialista que es de la historia de la escena española del siglo XX. Él nos guía, llevándonos de la mano con su consabida pedagogía vocacional y sabia, orientándonos por el complejo universo que sostiene los 109 minutos de la creación de Picazo. Y, lo mejor, es que lo hace desde una pasión desacomplejada y un respeto enorme hacia el asunto investigado y el momento histórico al que pertenece; cualidades nada frecuentes en la enrarecida atmósfera de los estudios culturales en España; un ámbito historiográfico tan sobrado de mediocridad como repleto de un resentimiento que llega a resultarme especialmente doloroso cuando me doy de bruces con el tópico del “desierto cultural”, aplicado con displicencia –e ignorancia manifiesta– a estos años y a este cine. Se habla mucho del concepto teórico de la “historia total” creado por Braudel, aunque lo extraordinario sea verlo plasmado de verdad en un libro y más en uno dedicado al séptimo arte patrio, como es el caso. Aviso, para su tranquilidad, que no pienso anticiparles ni una palabra del contenido o de la estructura de este estudio, abrumador por el volumen de datos que maneja y por la inconfundible elegancia formal, rasgos a los que el autor del mismo nos tiene tan (mal) acostumbrados. Dado que me encuentro a años luz de la órbita de conocimientos en que se mueve a sus anchas Gabriel Porras, les ahorraré el más mínimo intento de paráfrasis por mi parte; lo contrario sería estropearles a ustedes el placer de su lectura; además, incurriría en la imperdonable torpeza de lo que ahora se llama spoiler y antes conocíamos como “avance”. Hagan como yo, aprendan y disfruten de uno de los mayores entendidos en el tema. Tengan por seguro que, busquen lo que busquen sobre la película, van a encontrarlo aquí, sin duda, junto a otras muchas más sorpresas y cientos y cientos de inteligentes sugerencias. Comprobarán también que quienes no conocían La tía Tula, se apresurarán a buscarla por las plataformas televisivas y las viejas ediciones en dvd; el resto de tulistas volveremos también a ella, por enésima vez y con renovados bríos, porque por fin tenemos la suerte de disponer de todas las claves necesarias para degustarla y entenderla todavía mejor. Casi nada.