Introducción
EL CINE FRENTE A LAS DEMÁS PANTALLAS
El cine en la cultura digital: el desfile de los monstruos, el making of y el tableau
Walter Benjamin (2005) mostró en múltiples textos cómo la fotografía hubo de encontrar su lugar en la cultura de masas –su público, sus usos, su prestigio social y su rango institucional– en competencia con la pintura. Y Marshall McLuhan señaló lo propio para el caso de los medios electrónicos (McLuhan, 1996). En efecto, cada nuevo canal de comunicación, cada nueva tecnología inventada con ese fin, debe encontrar su lugar en el ecosistema mediático que le precede, pero también en pugna con aquellos medios cuya aparición es posterior a la propia. (1) En esta tesitura se vio el cine desde su nacimiento, necesitado de disputar su espacio con los demás medios visuales, artísticos y de entretenimiento: en sus orígenes las artes burguesas y las diversiones populares; desde siempre, con las industrias culturales, analógicas antes y digitales ahora.
1. Al estudio de esta condición puede llamársele también ecología del los medios (Scolari, 2015), pero esta expresión puede resultar confusa dado que en el ámbito anglosajón se aplica también al estudio del impacto ambiental de las tecnologías, fundamentalmente digitales.
Poltergeist (Tob Hooper, 1982): en una metáfora de la mediatización a la que estaban sometidas las familias occidentales, vemos que la hija pequeña, atrapada por las fuerzas del más allá se comunica –solo es atendida y sintonizada– por medio de la televisión.
Gremlins (Joe Dante, 1984), nos narra la historia de unos simpáticos animalitos a los que la televisión brutaliza. En efecto, una de las cosas que no pueden hacer estos simpáticos animalitos es comer después de medianoche. Si lo hacen, es precisamente por quedarse viendo la televisión.
En Gremlins 2: The new batch (Joe Dante, 1990): el personaje mafioso y especulador se comunica con el pobre anciano chino al que van a desahuciar por medio de una televisión que hace le lleven hasta su casa.
El proceso culmina en visiones similares a la de Héroe por accidente (Hero, Stephen Frears, 1992) o El mañana nunca muere (Tomorrow never dies, Roger Spottiswoode, 1997) donde la televisión es denunciada como falseadora y maquinadora de imposturas de manera completamente explícita.
Ahora bien, en los años 90 del siglo XX, esa dinámica se transforma debido a un giro trascendental en la episteme tardo-moderna (3): la cibernética entra por primera vez en la cultura masiva y deja de ser patrimonio exclusivo del Estado y de las grandes corporaciones, a los que algunos avezados hackers –todo lo más– inquietan levemente, y la computadora se convierte en un enser cotidiano más. Ya en la década anterior, Apple había comercializado el primer ordenador personal, el McIntosh, y había encargado el mensaje comercial que debía publicitarlo nada menos que a Ridley Scott, el director de ficción ciberpunk más aclamado hasta el momento, con películas como Alien (1979) y Blade runner (1982) (4), que se insertan además en pleno discurso distópico, aún en el seno de la Guerra Fría. Pero lo que estableció la inserción particular y cotidiana de la informática en la esfera privada fue el nacimiento de la World Wide Web en 1989 (Berners-Lee & Fischetti, 2000), que puso Internet al alcance de la gran mayoría y la insertó en la cultura de masas. Ese fue, cabalmente, el inicio de la llamada cultura digital, que convirtió a la pantalla del ordenador personal en una ventana abierta al mundo más (Alberti, 1996; Hendrix & Carman, 2010) en el curso de la extensa genealogía (Palao-Errando, 2004) de la imagen moderna.
3. Intentaremos evitar en la medida de lo posible el uso mecánico del término posmodernidad, que hoy está completamente desvirtuado y nos obligarían a explicitar las correlaciones del concepto más allá de lo que nos es dado incluir en estas páginas.
4. Vid. Apple:1984 (https://youtu.be/VtvjbmoDx-I); abordamos un análisis de este spot, que es un auténtico hito dentro de la Historia tanto del dicurso fílmco, como del publicitario y de la cultura digital en (Palao Errando & García Catalán, 2014).
En el ámbito del audiovisual propiamente dicho, las consecuencias han sido variadas. Paradójicamente, la llegada de la cultura digital –hipertextual e interactiva y, con el tiempo, tendencialmente reticular– en los años 90 propicia una nueva época dorada de la televisión, pero ahora la protagonista ya no es la narrativa de ficción (Cascajosa Virino, 2016; Jimenez Losantos & Sánchez Biosca, 1989), que ha quedado desplazada por el espectáculo informativo. Sí, es la época de nacimiento del reality show, del infotaiment, del late show procaz, del talk show grosero, etc. (Boltanski, 1999; Dovey, 1998; Illouz, 2003; Imbert, 2010b, 2010ª; Palao-Errando, 2001; 2004, 2009b; Thussu, 2007).
Ello supone un vuelco en la agenda de la ficción audiovisual, en consonancia con la idea de que todo saber es reductible a información (facts = datos/hechos), centro de la episteme digital e informacional. Una consecuencia directa es que la teoría de la conspiración se convierte en el eje vertebrador de la opinión pública y pasa a ser principio explicativo de cualquier fenómeno cuya causa nos es desconocida: si todo saber es información, no hay misterio, enigma, ni complejidad estructural posible tras la pantalla fenoménica, pues toda falta de saber es imputable a una mala voluntad que oculta los hechos. “La verdad está ahí fuera”, esto es, presente y apropiable bajo forma de información, consuelo imprescindible para los que “quieren creer” pero ya no cuentan con un Gran Relato (estable, fordista, disciplinario, fiable (Deleuze, 2006; Foucault, 2002b; Lazzarato, 2019; Lyotard, 1987ª; Virno, 2003ª)) que anude sus creencias a un todo. Evidentemente, la serie que nos puede parecer más emblemática de la década es X Files vid. Apéndice 1 de este libro): el grupo de hackers que ayuda de tanto en tanto a Fox Mulder se llama, nada menos, que El tirador solitario, nombre que proviene de la, para ellos, muy sospechosa conclusión a la que llegó la investigación de la Comisión Warren en el asesinato de JFK (Palao-Errando, 2004: 409-433).
Además de esta sinergia entre la teoría de la conspiración y la cultura digital, los 90 trajeron también una sobrecarga de espectacularidad producto de las enormes posibilidades visuales de la tecnología digital, que, de algún modo, parecían hacer prescindible el montaje y, con él, las propias leyes de la sintaxis cinematográfica clásica. La presencia de texturas heterogéneas –tradicionalmente, el gran indicio del montaje como fraude a la continuidad ilusoria de la imagen en movimiento– podía ser suturada digitalmente y pareció –con el gore y las splatter movies a la cabeza (McCarty, 1990)– que el logro sumo a conseguir era mostrar la acción más espectacular posible sin cambio de plano. Esta fenomenología llevó a pensar en una reedición del Cine de Atracciones primitivo en el seno del cine postclásico (Company & Marzal Felici, 1999; Palao-Errando & Entraigües, 2000; Strauven, 2006).
Los efectos visuales basados en las tecnologías digitales fueron el foco de atracción de la época que alumbraron un formato audiovisual que, al igual que pasaba en la década anterior con el video-clip, se solía emitir en los intersticios de la programación televisiva bajo el epígrafe de “ajuste de programación”: el making of. Parece un mero apéndice subsidiario, pero el making of revela una cierta posición del espectador de imágenes, que quiere saber cómo, pero no entiende este cómo sino como un plus icónico. Para este, el making of es “lo que me fue vedado en las imágenes que me dejaron ver”.
El making of, de hecho, acabó en los packs de cintas VHS y posteriormente en el capítulo de extras de los DVDs. Matrix (The Matrix, Andy y Larry Wachowski, 1999) es, si no nos traiciona la memoria, el primer caso de inclusión del making of con el filme como objeto de consumo unificado, esto es, como mercancía (Crespo & Palao-Errando, 2005), al menos en el mercado español. Y es completamente lógico, puesto que Matrix es la culminación narrativa y conceptual de este proceso de espectacularidad visual que suplanta el mundo por un doble simulado (Vid. Cap. 12).
De ahí, también, un cierto revival del documental en los años 90, que volvió a las salas, tras años de estar sumido en el flujo televisivo en forma de reportaje científico o periodístico, y se convirtió en el modo de poder hacer cine para muchos cineastas o aspirantes, que se vieron ante la paradoja de que las tecnologías digitales iban abaratando los procedimientos de registro y postproducción, mientras que toda la parafernalia profílmica seguía siendo prohibitiva y estaba en manos de los estudios y las productoras. En buena medida, el documental cinematográfico renacido en los 90, se cobijará ahora en esta poética afín al making of: dado un evento del que conocemos una cierta faz mediática, ofrecemos lo que, siendo visible, no se ha dejado ver. De hecho, esta con-fusión del desvelamiento con la difusión actúa como trasfondo del discurso noticioso (Palao-Errando, 2009b).
Un ejemplo palmario fueron los aciagos acontecimientos en el Instituto Columbine (Colorado) dónde unos estudiantes tirotearon y masacraron a sus compañeros el 20 de abril de 1999. Al poner en pie su documental Bowling for Columbine (2002) Michael Moore no tuvo más remedio que acogerse, por decirlo así, a una poética de la autenticidad por cercanía, del heroísmo de la visión (Sontag, 2006), del haber estado allí y del testimonio pero que ha de conformarse con el campo vacío. (6) Por ello, Gus van Sant rodó la versión ficción de esta tragedia en su película Elephant (2004), mostrando una versión narrativa de estos hechos y completando así lo que el espectador había podido contemplar, que se reducía a sus consecuencias televisadas.
6. Es una especie de puesta en escena emparentada, evidentemente, con la de Claude Lanzmann en Shoa (1985).
Esta poética del making of está también en el origen de la proliferación del documental basado en el metraje encontrado (found footage), que se convierte en una de sus fórmulas predominantes, desde los años 90 hasta la actualidad. El documental se presenta a la vez como indagación de archivo y como trasfondo del discurso noticioso. Un inmejorable ejemplo de esta dupla making of (archivo + entrevistas) y retablo (ficción) es When we were kings, (Leon Gast, 1996), que entra de lleno en la ya aludida estrategia JFK (vid. Cap. 8), y su contrapágina en el filme Alí (Michael Mann, 2001), que nos cuenta el mismo periodo de la vida del boxeador Muhammad Ali, pero desde el lado de la intimidad inaccesible al espectador medio, puntuando su progreso narrativo con los hechos cuyas escenas el espectador ha podido ver en la televisión. (7) Pensemos que si Cuando éramos Reyes era el making of del evento mediático Rumble in the jungle –el combate entre Ali y Foreman de 1974 celebrado en Zaire que, acompañado de un gran festival musical, se convirtió en la gran exaltación mundial de la negritud y en un hito en la lucha por los derechos civiles de los afroamericanos–, de alguna manera la película Ali era trasfondo ficcionado del documental, que se había basado en el metraje encontrado y, por supuesto, entrevistas a testigos expertos. El cine ya andaba proponiéndose como el dispositivo capaz de dotar de sentido las imágenes desencadenadas, de dotar de trama, sintaxis y dimensión textual a lo simplemente registrado o emitido. Esta relación de lo fílmico con la emisión también será un tema repetido durante toda la década, subrayando la fe en la denuncia y la fe en que la neo-modernidad tecnológica (veremos si posmodernidad epistémica y cultural) podrá suturar y superar los errores del pasado.
7. En España, por supuesto, es ejemplar la obra de Joaquín Jordá en este período (De nens (2003), Veinte años no es nada (2005), que se hace explícita en Mones com la Becky (1999), en sí misma un making of de pleno derecho.
El siglo XXI comenzó reemplazando el viejo formato magnético del VHS por el DVD, un formato digital en el que el soporte material es aún relevante como componente de la mercancía. Pero en breve dará por amortizada esta tecnología (y las que le siguieron, como el Blue-Ray), que será sustituida por las plataformas de streaming. La concepción de Internet cambia sustancialmente con el nuevo siglo y la vieja etiqueta ciberespacio es sustituida por diversos términos con el adjetivo digital, o directamente por la nube. Podemos decir que el espacio virtual ya no se concibe como un espacio alternativo al físico material, sino que más bien se auto-atribuye la categoría de única pasarela hacia él. Asistimos al desarrollo de una tecnología cada vez más transparente, transitiva e intuitiva que conecta al sujeto con la materia. El siglo XXI, pues, vuelve a tamizar todas las experiencias a través de plataformas que filtran cualquier vivencia empírica y, de hecho, la experiencia pasa a ser otra mercancía más que se compra y se vende, como atestigua la terminología del marketing (Pine & Gilmore, 2019). Las experiencias audiovisuales, comenzando por Youtube y siguiendo por todas las plataformas de imagen, texto, sonido y movimiento, llegando de momento hasta Twitch o TikTok, realizan un periplo, que, si bien empezó en el interior del ciberespacio, ha conducido hasta los llamados medios ubicuos o pervasive media (Dovey & Fleuriot, 2011, 2012; Ekman, 2013) y a la internet de las cosas (Chaouchi, 2013; Sendler, 2017). La experiencia estética y la experiencia social quedan mediatizadas de raíz por las nuevas plataformas y, claro está, la experiencia fílmica, también, acogida fundamentalmente en las distribuidoras de streaming, que han propiciado una nueva edad de oro de la ficción televisiva entre los Big Data y los algoritmos, vías privilegiadas de acceso al yo. Las recomendaciones y la customización no son otra cosa que el intento de que el sujeto se satisfaga con la contemplación de la identidad que se le construye.
Súmese a esto la gran competencia narrativa –en todos los sentidos de la palabra– que supone la proliferación de los videojuegos –cuyo valor cultural y estético no creemos que nadie con un cierto bagaje ponga en duda (Vid. Kennedy & Dovey, 2006; Martín-Núñez, 2023; Navarro Remesal, 2016)– que, como modalidad extendidísima del entretenimiento en la cultura de masas, ha emblematizado, junto a los social media, una cierta cultura de la adicción digital en el espectro de la hedonia depresiva de la que hablara Mark Fisher (Fisher, 2016). De hecho, en su vertiente más masiva muchos videojuegos se publicitan ostentado su alta capacidad de provocar adicción, y lo mismo las series en streaming, hasta el punto de que el término adictivo se ha convertido en parte esencial del discurso de la crítica en magazines especializados y prensa en general.
Hiperencuadre, Hiperrelato
En estas circunstancias ¿qué podemos entender ahora por “lo fílmico” (8)? Ya hemos visto que, en un primer momento, el cine se vio en condiciones de competir con el resto de las pantallas con las que se veía forzado a convivir, apostando por la esfera de los goces, de la experiencia pulsional y adrenalínica y de la máxima inmersión y efecto de real (Barthes, 1994ª; J. P. Oudart, 1976). Pero esta estrategia cambió: si algo caracteriza al discurso fílmico desde la primera década de este siglo, es la alteración en propia textura del relato. Pensamos que la explicación más plausible de este fenómeno es que el séptimo arte (el genio del sistema, como lo llamó André Bazin, vid. más abajo) toma conciencia de que una mayor espectacularidad no le va a ser suficiente con los medios digitales, como lo fue con la pantalla de televisión, pues el componente ergódico (Aarseth, 1997; vid. caps. 4 y 5 de este libro) e interactivo de las pantallas digitales era un plus con el que la televisión no contaba.
8. Evidentemente, el debate en torno al dispositivo cine es candente como testimonian los estudios desde el punto de vista de la arqueología cinematográfica (F. Albéra & Tortajada, 2010; Beltrame, Fidotta, & Mariani, 2014; Buckley, Campe, & Casetti, 2020; Elsaesser, 2016; Parikka, 2013; Tortajada & Albéra, 2015).
Es decir que, en tiempos postclásicos digitales, el cine deja de intentar mimetizarse y empieza a contraatacar a través de territorios formales inexplorados.
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