Botonera

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22.10.24

II. "EL ESPACIO SALVADO. ÁLBUM DE IMÁGENES", Alberto Ruiz de Samaniego, Valencia: Shangrila, 2024

 

INTRODUCCIÓN


Leonardo da Vinci, Un bosque, 1502



Este libro solo responde a lo que, con Louis Marin (Destruir la pintura), llamaremos el placer de hacer palabra la imagen: procurar, pues, del disfrute de la contemplación del cuadro, o de su goce, un placer o un goce del lenguaje. No se trata tanto de un deseo de saber –explicar o significar la imagen– como de un gusto por decir el enigma y, si ello fuese posible, instalarse felizmente en él, o al menos rondarlo.

El cineasta Raúl Ruiz sostenía que todo film conlleva siempre otro film secreto, y que para descubrirlo bastaba con desarrollar el don de la doble visión que cada cual posee. Este don, que Dalí podría haber llamado “método paranoico-crítico”, consistía sencillamente en ver en una imagen o sucesión de imágenes no ya la secuencia narrativa que se da a ver efectivamente, sino el potencial simbólico y figurativo de las imágenes y, en el caso de las películas, de los sonidos aislados del contexto. Además, una escena o un film secreto no aparecerá casi nunca en la primera visión; requiere, para su revelación, de una cierta rumia y extrañamiento. 

Puede que, como las películas, también las imágenes conlleven escenas o cuadros clandestinos, gestos oblicuos y furtivos que esconden sensaciones y paisajes ignotos. Encontrarlos y perseguirlos puede llegar a ser una práctica, o una obsesión, apasionante. Tal vez ahí, en esa ronda un tanto noctámbula –y sonámbula–, radique una parte considerable de la emoción estética.

Por eso este libro es un álbum. El producto de unas circunstancias, el relato discontinuo o la dispersión de unas elecciones y encuentros felices con algunas imágenes. Como señaló Barthes (La preparación de la novela), si algo caracteriza a un álbum es la ausencia de estructura. El álbum –apuntaba Barthes– forma un conjunto facticio de elementos cuyo orden, presencia o ausencia son del todo arbitrarios. 

Nada más lejano, entonces, en esta deliciosa derrota sometida al azar y a la contingencia del capricho y del gusto –placer barroco de las incidencias y las digresiones– que el tratado o el libro –que se quiere normativo– de arte y ensayo, dicho esto por recurrir a un término que remite a las viejas sesiones cinefílicas de antaño y que, como enseguida nos sugeriría el propio Barthes, está repleto de pesadas connotaciones lindantes con el tedio, y a veces con la pompa atroz de los circunstantes. 

Un álbum. La misma contingencia o capricho que guía la presencia de las obras aquí comentadas habrá de regir –deseamos– el desplazamiento del lector por sus páginas; tránsito episódico, salteado, fragmentario y parcial. Puede que orientado o seducido, antes que nada –y por tratar al menos en este caso de hacer una excepción a la normativa logocéntrica que nos conforma culturalmente– por las imágenes mismas: santos –y señas– de una devoción compartida con Baudelaire y con los hábitos despreocupados de la infancia, y, por qué no, también con aquellos viejos espectadores de la menesterosa cinefilia, los últimos hombres de las cavernas, al decir también de Raúl Ruiz.

Pues toda imagen aspira a ser, de algún modo, un espacio salvado. He ahí, desde luego, la experiencia propia de un cuadro: un sitio resguardado del exterior donde estar y deambular en paz, modelo él también del detenimiento, y de la suprema intimidad. Un libro como este, con cuadros dentro, no puede más que intensificar esa experiencia.

Naturalmente, este es el tipo de libro cuya concepción misma excluye la posibilidad de darle fin. Lo cierto es que, en el fondo, todo escritor-lector aspira a la escritura infinita que incluya todas las variantes y todos los desvíos: la palabra tramada en una querencia o delirio que dure lo que dura la vida de quien la escribe.