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Cirlot resuena con esta inmensidad y encuentra su lugar en ella. Su vida poética se nutre del rechazo del mundo. Pero debemos preguntarnos cuál es el mundo que rechaza y cuáles sus razones. Acaso se trate, precisamente, de la primacía dada a la razón instrumental en la Modernidad; del plano social en el cual nos vemos atrapados; de una concepción mediocre y espiritualmente castrante de la realidad; derivada de los presupuestos ilustrados y de las pretensiones del progreso, o de las imposiciones e imposturas sociales, sean de izquierdas o derechas, católicas o ateas, revolucionarias o conservadoras. Hay en Cirlot un primitivismo que lo conecta con pensadores como Eliade o con los círculos neopaganos, aunque él mismo se declara cristiano y compuso poemas a la virgen María, a santo Tomás de Aquino o al Espíritu Santo. La dimensión neopagana incluye aspectos que algunos prefieren dejar de lado, pues lo acercan a los fascismos europeos, como la exaltación de la figura del guerrero y la obsesión por la raza, las armas, las ruinas, la sangre, las batallas… Se siente fascinado por lo arcaico y se identifica con legionarios o guerreros, en un gesto de reconciliación con sus antepasados militares. Es conocida su pasión por las espadas antiguas, de las cuales fue coleccionista. Existen incluso algunas muestras de poesía de exaltación patriótica que no desmerece a la practicada por los poetas nacional-católicos tras la guerra, como los Tres poemas a Numancia, publicados en 1945, y otros semejantes, incluidos entre los poemas sueltos del primer volumen de recopilación de su obra poética.
El fundamento de la poesía de Cirlot hay que buscarlo en su ontología, no en asuntos domésticos, ni en una ideología o en un movimiento estético. Se trata aquí de saber que Cirlot se movió en un plano de la realidad desde el cual las cuestiones que para otros son decisivas son vistas como juegos de máscaras o como fantasmagorías. Que empezase a escribir poemas en la zona nacional-católica, y en paralelo al descubrimiento del surrealismo, es parte de ese juego del cual no escapará por la ruptura sino por la evasión. De esta irrealidad dan testimonio los poemas publicados en Solidaridad nacional, Mensaje o Espadaña, donde encontramos versos como estos:
España, tierra pura,
congregación severa y desgarrada...
Te amo, España seca y azulada...
Más personal, y más interesante, es el dedicado Al capitán don Juan Cirlot, pues nos sirve para comprender la procedencia de Cirlot, como miembro de una familia de militares: su padre, capitán de Infantería, había combatido en Marruecos; su abuelo llegó a ser general y gobernador en Filipinas, etc. Lo cual es relevante si nos permite ver cual fue su vuelo, su lento desplegarse en oleajes sucesivos que rompieron murallas y posibilitaron una expansión y una transformación que, por su carácter sustancial, solo puede acaecer en el mundo de la imaginación creadora. Todo queda como un sustrato geológico en la existencia de un hombre que cruzó por las edades y vio nacer y perecer imperios. Pero esta dimensión (que podría calificarse como reaccionaria) no se limita a sus primeros años, ni al contexto de la posguerra. Debemos mencionar su Homenaje a Rudolf Hess, de 1967, o a la carta (publicada en La Vanguardia y titulada Destrucción de Rudolf Hess), donde solicita su liberación y pide que se le reconozca al nazismo (sin obviar “el error monstruoso que los nazis cometieron con el pueblo judío”) “una parte de razón”, igual que hacen con el comunismo incluso los anti-comunistas. Esta parte de razón no es otra que “la exaltación de lo nacional”. Aún así, considerar a Cirlot como nacional-católico o como filo-nazi es un error. Primero, porque lo supedita a un plano de lo real que para él es, como mucho, secundario. Segundo, porque cuando Cirlot pondera algo inmediatamente aparece su contrario; en este caso tanto su hebraísmo como su defensa del sincretismo y la ruptura de las fronteras como fundamental en arte. Tercero, porque nos impediría comprender la relación entre esta dimensión estética y la espiritual.
Su admiración por lo germánico se mezcla con su esoterismo, su arcaísmo, su nihilismo y, a la postre, con su concepción de la poesía. En cuanto a lo primero, se trata de la dimensión ocultista, relacionada con la sociedad Thule y el nordismo. En cuanto a lo segundo, señalar su fascinación por la mitología germánica, los caballeros teutones, la cultura de Hallstatt, lo gótico, las leyendas celtas... Más concretamente, con las cruces, las armaduras, las torres, los castillos, las espadas... En lo germánico ve “la subversión del mundo nórdico contra lo clásico y lo mediterráneo”. Cirlot, siendo barcelonés de nacimiento, se desapega de la cultura mediterránea, ya sea en su vertiente clásica, renacentista o humanista. En el terreno más doméstico, está con Cartago, aunque se sabe romano. En este aspecto Cirlot responde a la voz de los ancestros: es parte de una herencia que él procesa (y profesa) a su manera. En cuanto a lo tercero, se trata de la carga de negatividad que todo lleva dentro y que se alza como una fuerza destructora. Cirlot está en las antípodas del humanitarismo, de la primacía dada a la razón, de la ideología de los derechos humanos, de las luces que pretende traer la ilustración. Es un personaje de otro mundo, de un mundo derrotado, perdido, fracasado:
Contemplo el oro rojo de la vida,
la cautelosa aurora que he perdido.
Y me adhiero a lo roto y lo vencido,
a lo maldito y sueño con las llamas.
Es un enamorado de las ruinas. Tanto Guernica como las ciudades alemanas destruidas por la aviación británica son como cartagos arrasadas por esos romanos con los cuales también se identifica. Cirlot vaga por las ruinas como un espectro taciturno, pero también alado. Pues a partir de esa negatividad se despliega un magma de símbolos candentes. Todo lo cual contrasta con su hebraísmo manifiesto; entre otras cosas, por la vinculación de la cábala con la poesía permutatoria. Incluso en el plano estético se trata de un equívoco, pues todo lo que él defendió con tanto ahínco había sido atacado por los nazis como “arte degenerado”. Lo cual da pie a un ataque en toda regla: el odio de los nazis “al inconsciente y a la libertad lírica” proceden de su falso ocultismo, centrado en el fanatismo por la disciplina y el sometimiento de la vida a la voluntad. En El estilo del siglo XX se refiere al nacionalismo como una reacción contra las vanguardias. Por si fuera poco, el movimiento musical más querido por Cirlot –el atonalismo– es visto como una mezcla de lo hebreo y lo germano, posible “sobre la base de comunidad propia a todos los humanos”. A medida en que nos adentramos en lo trascendente la desigualdad de las razas, como de las épocas y de las naciones, tiende a diluirse. Finalmente Cirlot, aunque valora el apego a lo nacional, se decanta hacia el hibridismo y la disolución de todas las fronteras: “la yuxtaposición, a veces groseramente expresionista, de elementos diversos y aún contradictorios”. De ahí su apología del eclecticismo. Lo importante es ser: “Quisiera poder tener mitades en todos los partidos... Oh, ser anarquista... Ser fascista y haber muerto... Ser comunista y creer en todo eso en lo que creen ellos. Ser, ser, ser” (Carta a Ory, citada por Rivero, p.249).
Este furioso eclecticismo está en la base de la aceptación de los -ismos como movimientos del alma. Nos recuerda el sensacionismo de Fernando Pessoa y su anhelo de “sentirlo todo de todas las maneras”, lo cual tiene como fundamento la disolución del yo como paso necesario para la integración final: “realizar en sí toda la humanidad de la totalidad de los momentos / en un solo momento difuso y profuso, completo y remoto”. En tanto poeta, Cirlot no se identifica con su yo: “Yo soy mucho más que yo” (citado por Janés p.32). La carta a Breton habla de “mi tendencia a la dispersión del yo”. El yo se dispersa a medida en que cada una de sus manifestaciones encuentra a su contrario. Se convierte incesantemente en “otra cosa” a partir de ese centro que no es nunca una identidad sino una potencia absoluta: la potencialidad inasible del ser, cuyas manifestaciones concretas son siempre limitaciones. Se comprende entonces su capacidad de unir lo separado, dando como resultado una poesía íbero-árabe y germánico-hebrea, o cristiano-pagana y céltica-mazdea, o romano-cartaginesa y latino-irania si se quiere. Es precisamente este hibridismo y la capacidad de asimilar corrientes opuestas donde se gesta el arte, lo cual ayuda a comprender su amoralismo intrínseco. Pues (y es difícil que, si miramos el mundo, no lo reconozcamos) Dios mismo es amoral.
Es falaz considerar a Cirlot como un reaccionario, como lo sería descartar a autores como Ernst Jünger, Ezra Pound o Nicolás Gómez Dávila por no suscribir la moral progresista dominante. Nos basta el intelecto para reconocer la grandeza de estos genios, cuya obra excede con mucho toda categoría política. Entonces, ¿por qué detenerse en esto? ¿Acaso necesita una justificación? Es preciso saber que Cirlot es un poeta marginal y conocer las causas. Su talante lo sitúa al lado de creadores europeos de la talla de Mircea Eliade, Carl Gustav Jung, Georg Trakl o Rainer Maria Rilke... pero no encaja en ningún bando, en ninguna ortodoxia, en ninguna corriente definida. A nivel político, no es ni liberal, ni socialista, ni fascista, ni demócrata, ni progresista. Su modo de sentir no encaja en la ideología de los derechos humanos ni con el humanismo triunfante en la posguerra, ni con el cientificismo y el progreso, ni con el sesenta-y-ochismo y el pensamiento posmoderno. Tampoco pertenece a la new age ni a las espiritualidades de diseño. En esta época en la que el buen rollo y los bellos sentimientos se presentan como una obligación moral, lo que se estila son frases bonitas que compartir en red para hacer gala de un tipo de espiritualidad a la que Cirlot es refractario. No se deja asimilar por ninguna moda. Es demasiado inteligente para limitarse a una doctrina y demasiado apasionado para caer en el escepticismo. En ningún caso se mueve según una moral utilitaria. No juzga los movimientos artísticos o políticos desde una pretendida superioridad moral. Toda corriente, por muy perversa que sea o nos parezca, es una manifestación del ser y así debe ser considerada.
Su amplitud de miras lo lleva a considerarlo todo como posibilidades de expresión del alma humana. Esta capacidad de integrar tendencias opuestas lo hace sospechoso para los unos y los otros, que no logran atraparlo ni fijarlo. Los historiadores de la literatura no pueden encajarlo en ninguna corriente sin tener que desmentirse. Él mismo es una corriente única, que brota de una fuente milenaria para inundar las rosas con su llanto. La poesía de JEC resplandece como una espada bajo un sol insumiso. No es un rebelde pero tampoco permanece encerrado en ninguna tradición. Es fruto de una vivencia y de unas condiciones, de una extrañeza y de una tensión irreductible. Estéticamente –esto es, éticamente– no tiene nada de conservador, salvo si conservar ruinas o coleccionar espadas es signo de ello. Asume las vanguardias como puentes que favorecen su acceso a lo invisible. Cualquier etiqueta que le pongamos debe ser matizada: místico, esotérico, sufí, reaccionario, vanguardista, gnóstico, cristiano, pagano, simbolista... Puede converger con esto o con lo otro, pero siempre apuntando a otro lugar, que en realidad es un no lugar.
Falla también el recurso fácil a “lo espiritual”. Hay conexiones con el tradicionalismo de Guénon, pero se desvanecen si consideramos su libertad creativa respecto a la metafísica tradicional. Tiene razón Victoria Cirlot al negarle la condición de místico por el hecho de que su obra ni está centrada en Dios ni busca la unión con la divinidad. Pero también esto puede matizarse: Bronwyn no es dios/a, pero en uno de sus aspectos es la Shejiná; la manifestación de lo divino en la tierra. A través de ella se aproxima a lo divino, aunque no se lo nombre como tal. Tampoco en el Cántico espiritual se menciona a Dios. No sería en todo caso un místico salvaje, según la caracterización de Michel Hulin, pues no da cuenta de experiencias espontáneas sino de una vivencia largamente cultivada y en la cual el intelecto es determinante. Podría ser un gnóstico, pero su rechazo del mundo no equivale al rechazo de la creación, que aparece connotada a menudo de forma luminosa. Es un pensador nihilista, a lo que se añade su condición de crítico de arte existencialista, intuitivo y no académico. Se trata claramente de un poeta esotérico-hermético.12
En una palabra: Cirlot no encaja. Lo cual explica que tarde tanto en llegar la hora de su legibilidad, el momento en el cual su obra pueda ser comprendida más allá de todos esos esquemas que no permiten verlo. Una última razón fue esgrimida por él mismo en una carta a André Breton en la cual dice, sobre los españoles:
En este país todos creen en la evidencia indestructible, en la solidez del universo. No ven que tenemos un brazo en el agua y otro en el fuego, la cabeza en el ser y el cuerpo en el no-ser. El sentido común les basta y lo que no es sentido común es como un arabesco en la humareda: poesía, palabra escrita con las más pequeñas letras del impresor, con tinta verde sobre papel verde.
A lo cual podemos añadir: la mayoría no vive en la certeza de que lo imaginario es lo real y la realidad es una fantasmagoría. No construyen palacios de plata ni son capaces de visualizar su propia alma, ni de estar en la Alejandría helenística ni de pensar sus vidas anteriores, ni de reconocerse en las campañas de Pompeyo ni de amar un espectro ni de ponerse (contra Edipo) del lado de la Esfinge. No son capaces de experimentar ese “sentimiento prelógico y orgiástico del universo” ni de luchar por Bronwyn en la Torre, a costa de convertirse en alguien marginal y de alejarse de cualquier forma de triunfo en este mundo. No consideran que el mundo sea malo porque no les duele la injusticia, o no son conscientes de las ruinas latentes en cada construcción... A todos estos, la poesía de Juan Eduardo Cirlot difícilmente puede conmoverlos. Su malditismo es consecuencia de nuestras elusiones. Incapaces de arder en el infierno celeste de Anahit, o de reconocer a la dama tenebrosa y de amar lo oscuro.
Cirlot, sin embargo, no es una figura aislada en la cultura occidental contemporánea. Importantes pensadores y artistas del siglo XX se han sentido atraídos por lo arcaico, los misterios, los ritos dionisíacos y el primitivismo. Esta tendencia podría explicarse de modo sumario como una vindicación de las fuerzas irracionales frente al totalitarismo ilustrado, que pretende ponerlo todo bajo la luz de la razón. Lo que perturba es la atracción por lo siniestro, tan presente en sus primeros poemarios. Se siente fascinado por el universo de horrores de Lovecraft. A Poe lo alaba como poeta de la muerte: dice de él que solo sentía la muerte, que solo la muerte le interesaba y que quería comprenderla. Varios de sus poetas preferidos (Nerval, Trakl) se suicidaron y otros tuvieron serios desequilibrios mentales o alcoholismo. Todos rondaron la locura, viviendo (muriendo) siempre ante el umbral de lo desconocido en el cual anidan el horror y la belleza como un par inseparable. Hablando de la imposibilidad de lo real en Trakl, escribe: “En este mundo nada es posible porque nada es estable, porque nada es, nunca, enteramente conocido ni poseído...”. Por eso Trakl “tuvo que odiar la condición humana”. De Poe dice que no fue realmente un hombre, y hay que saber que se trata de un elogio. JEC lo tiene claro: “A mí este mundo no me parece bien, ni bueno. Creo con Nietzsche que el hombre es un ser erróneo...”. Esta actitud lo hace refractario a los discursos que confían ciegamente en la bondad del hombre, a despecho de las inmensas destrucciones que ha provocado, acentuadas hasta el paroxismo en la Modernidad.
La negación del mundo no es un fin en sí mismo. Es un gesto radical de ruptura con lo mundano que propicia la apertura a un plano que Cirlot llama el “no mundo”. Esta denominación es tan clara que apenas podemos más que resaltar su negatividad. Podríamos hablar de una “esfera espiritual”, de un “plano de lo sagrado” o de un “mundo imaginal”, tal vez abrumados por el peso de esa negatividad. En cuanto a Cirlot, este prefiere mantener vigente el no. Sobre sí mismo escribió: “Vivo en la transparencia de la muerte”. El no mundo no es un mundo en el cual lo mundano haya sido superado o trascendido, sino la experiencia extrema de la negatividad de la existencia. Pero es también un mundo-otro, en ningún caso una abstracción.
Este mundo-otro no es el de las ideas platónicas, formas puras y descorporizadas. Más bien, en él lo sensible es elevado hasta su clímax, pues se ha sustraído a lo cotidiano que lo vela. [...]


