COORDINADORES: MARIEL MANRIQUE - HERNÁN MARTURET
EL VALOR DE UNA LÁGRIMA
(LE PÈRE DE MES ENFANTS, MIA HANSEN-LOVE, 2009)
“Y si un hombre no puede encontrar los más nobles motivos
para su arte ante las cosas cotidianas tales como una mujer
sacando agua de un pozo o un hombre inclinado sobre su
guadaña, no los encontrara en ninguna parte”
para su arte ante las cosas cotidianas tales como una mujer
sacando agua de un pozo o un hombre inclinado sobre su
guadaña, no los encontrara en ninguna parte”
Oscar Wilde (1)
1. LO ORDINARIO
Cualquier artista que se tome en serio su oficio, sea más o menos dado a reflexionar sobre su condición de creador, se acaba algún día encontrando de frente con una cuestión imposible de eludir; ¿Qué sentido tiene hacer una obra de arte?
Evidentemente son muchas las respuestas posibles y válidas, pero quizá fue Oscar Wilde quien, a lo largo de sus conferencias dictadas entre 1882 y 1887 durante su estancia en Estados Unidos, el que mejor supo responder al definir el arte como algo que se encarga de dotar de sentido a lo cotidiano.
En un terreno tan poco dado a las certezas como éste, el genial escritor dublinés supo hallar una verdadera máxima sobre la funcionalidad de lo artístico, un lugar al que en última instancia parecen estar destinadas a llegar todas las especulaciones en torno a la pregunta antes planteada. Una valoración que si bien puede ser aplicada a cualquier disciplina artística ha tenido un especial calado dentro del ámbito cinematográfico seguramente por el hecho de que ésta es la única de todas ellas que ha nacido bajo su amparo, apenas diez años después.
Si nos remontamos a los orígenes del cine, a la obra de los hermanos Lumière, rápidamente constataremos que éste emergió marcado por la férrea voluntad enunciada por Wilde de constituirse como una herramienta capaz de mostrar lo que hay de excepcional dentro de las cosas más absolutamente ordinarias.
Un grupo de trabajadores saliendo de una fabrica o un bebé tomando su desayuno encontraban por fin, bajo la fascinada mirada de los dos inventores franceses, su lugar dentro del mundo y no sólo eso, sino que además lo hacían de una forma jamás vista ya que consiguieron ser capturados en su verdadera esencia, en su duración real en el fluir del tiempo.
Sabemos que el cine es la más joven de las artes pero no hay que olvidar que también es, precisamente la propia consciencia de su juventud unida a su excepcional capacidad para dominar el curso del tiempo, la más veloz de todas ellas.
No hay otra disciplina que haya atravesado todas las etapas (de lo primitivo a lo posmoderno en poco más de cien años) con mayor rapidez y es justamente por ello que se pasó de forma casi inmediata, con la aparición de un autor como Méliès, de la concepción del cine como un elemento encargado de elevar lo cotidiano a la categoría de obra de arte, a otra bien diferente que lo consideraba como algo elevado en sí mismo, capaz de hacer más soportable lo cotidiano y, por lo tanto, dotarlo de sentido.
El desayuno del bebé, Hnos. Lumière, 1895
El hombre de la cabeza de goma, Georges Méliès, 1901
¿Significa esto que el cine se viese empobrecido y reducido a mera condición de espectáculo destinado a aligerar la pesada rutina que caracteriza nuestro día a día?
De ninguna forma, muchas de las obras maestras de la historia han surgido de esta vertiente del cine bigger than life, pero lo que sí es cierto es que una fuente muy rica y muy abundante fue dejada en seguida de lado sin a penas haber llegado a ser explotada.
A pesar de haber sido ferozmente revindicado por varios cineastas (tanto documentalistas como algunos francotiradores actuando desde la ficción), el terreno de lo real quedó desde muy pronto relegado a un injusto segundo plano que, sin embargo, desde principios de este nuevo siglo, con la irrupción de toda una serie de nombres propios como Pedro Costa, Wang Bin o John Gianvito, pareció empezar a abandonar.
Al oeste de los raíles, Wang Bing, 2003
Juventud en marcha, Pedro Costa, 2006
Durante varios años ha sido, sistemáticamente, desde el denominado cine de lo real de donde nos han llegado las propuestas más estimulantes e innovadoras, pero a día de hoy, debido a este afán por recuperar el valor perdido de lo cotidiano, la sensación de haber llegado a la extenuación de la formula es más que evidente.
Resulta terrible constatar cómo para toda una serie de directores la forma parece ser lo de menos a la hora de retratar lo cotidiano precisamente cuando, si revisamos de nuevo la obra de los Hermanos Lumière, nos daremos cuenta en seguida de que si algo les caracterizaba no era su capacidad para captar la realidad en bruto, sino la habilidad para elaborar un dispositivo previo basado en la puesta en escena ficcional (la repetición de las tomas o la selección del ángulo en función de la cantidad de planos diferentes pudiera contener) que les permitiese filmar el mundo que les rodeaba de la forma más adecuada.
Bien, una vez más esta disciplina parece haber ido demasiado deprisa. Hemos ganado mucho en el terreno de lo real pero, de forma simultánea, hemos perdido bastante en el terreno de la ficción y este es un hecho que se ha empezado a percibir dentro del propio medio y que ha provocado que toda un serie de directores hayan decidido, de forma consciente o inconsciente, regresar a unas ciertas formas de narrativa clásica que desde hace tiempo parecían estar vetadas dentro del marco del cine de autor contemporáneo.
Le père de mes enfants
2. LO EXTRAORDINARIO
Si todo el material que necesitamos para expresar aquello que queremos expresar convive diariamente con nosotros en el mundo real, ¿por qué no tomarlo directamente sin ningún tipo de filtro? ¿No es acaso un rodeo innecesario recurrir a la ficción para dar cuenta de algo que es estrictamente real?
Ésta es, en esencia, la reflexión que ha motivado el anteriormente citado auge del género documental dentro del cine de autor, y que a priori no parece en absoluto descabellada.
Resulta lógico pensar que si lo que queremos es hablar de lo que vemos a diario debemos concentrarnos en filmar aquello que vemos a diario tal cual se nos presenta, sin accesorios, pero razonando así se nos escapan ya de entrada un par de detalles básicos sobre la realización cinematográfica; primero, que nuestro ojo y nuestra cámara no ven en absoluto de la misma manera y segundo que la realidad, debido a su naturaleza fugaz, no perdura en el tiempo mientras que las imágenes sí lo hacen.
Además, a todo esto hay que sumarle un tercer factor que resulta determinante y que el filósofo esloveno Slavoj Zizek se encargó de enunciar de forma brillante en el documental The pervert’s Guide to Cinema (Sophie Fiennes, 2006) al decir que “si sacamos de la realidad las ficciones simbólicas que la regulan, perdemos la realidad misma”.
The Pervert's Guide to Cinema
Nosotros, como seres humanos que somos, necesitamos crear ficciones que den un orden a la realidad si queremos llegar a comprenderla, por tanto es exclusivamente mediante un dominio de los elementos puramente ficcionales que rigen toda práctica cinematográfica como estaremos verdaderamente capacitados para llegar a transmitir la idea de lo real.
En resumidas cuentas, necesitamos volver a creer en las ficciones, pero no esas que se escudan bajo nuevas tecnologías como por ejemplo el 3D para abarrotar las salas de cine, sino en aquellas otras que son capaces de darnos la distancia necesaria (la que nos separa de la pantalla) para que podamos contextualizar y comprender qué significa el hecho de estar vivos aquí y ahora.
Necesitamos películas que liberen a la narrativa clásica del lastre adquirido durante años y años de un uso totalmente superficial. Necesitamos películas como Le père de mes enfants (2010) de la joven realizadora francesa Mia Hansen-Løve.
Para cualquier crítico resultaría muy tentador hablar de esta película en términos estrictamente cinematográficos, ponerla en relación con el pasado y el presente de la modernidad, pero hay que saber que al hacerlo iríamos en su contra.
Si para hablar de Le père de mes enfants recurrimos a nombres como Robert Bresson o Nobuhiro Suwa, aunque lo que pretendamos sea elogiarla y revindicar su lugar dentro de la historia del cine, lo único que conseguiremos es limitarla.
Corremos el riesgo de acotar su valía a las cuatro esquinas de la pantalla cuando es precisamente fuera de sus límites, en su conexión frontal con los espectadores de la sala y su experiencia ordinaria, donde residen sus mayores virtudes.
Hay quien puede pensar que éste no es un gran logro, que desde Hollywood llevan casi un siglo trabajando y perfeccionando esta conexión con el público, que han conseguido que todos lloremos y riamos a su voluntad año tras año, filme tras filme
Cierto, el cine comercial tiene esta gran virtud de la que todos, cinéfilos o no, alguna vez hemos disfrutado, pero lo que hay que recordar no es la experiencia en sí sino el calado que ésta ha tenido en nosotros.
Recurramos a un ejemplo práctico. En un filme convencional cualquiera, nuestro protagonista sufre una gran desgracia, se sienta en una silla aparte, una música triste hábilmente difuminada empieza a oírse de fondo y éste rompe a llorar. Nosotros, empezamos a llorar también y el círculo se cierra, objetivo cumplido.
Bien, ahora tomemos una secuencia aparentemente similar dentro del último trabajo de Hansen-Løve; Clémence, una de las jóvenes hijas del personaje protagonista (interpretada por Alice de Lencquesain) después de una gran desgracia se sienta en una silla junto a su hermana pequeña y empieza a llorar. En silencio, las lágrimas resbalan por su rostro que poco a poco empieza a enrojecerse.
Nadie llora en la sala y hay quien dirá que la película no funciona, que la catarsis no se ha producido pero si nos fijamos veremos que todo el mundo contiene el aliento.
El porqué está muy claro; mientras que en el primer caso todos lloramos porque nos solidarizamos con el personaje en el segundo no lo hacemos, pero no porque no conectemos con la historia o los personajes sino porque estamos abrumados, completamente absortos en la gran tarea de asimilar cuál es el valor real de una lágrima.
He aquí dos secuencias aparentemente iguales que sin embargo quedan separadas por un abismo; el que hay entre lo superficial (el llanto) y lo profundo (el dolor), entre alguien que simplemente ve el mundo y alguien que es capaz de observarlo.
Este es el gran logro de esta cineasta y de otros tantos que como ella han decidido volver a usar la cámara no como un espejo sino como un instrumento de aproximación que les permita ver de forma clara lo que se esconde bajo la apariencia de las cosas, la materia de la que están hechas.
Con el arte debemos ser exigentes. No hay que pedirle simplemente que sea capaz de imitar a la realidad que tiene enfrente sino que tenga la audacia necesaria para atravesarla y mostrarnos aquello que, como muy bien dijo W. G. Sebald, centellea con fuerza bajo su tejido ajado.
Exactamente la tarea para la que el cine fue concebido en su día, ni más ni menos.