EL FONDO DE LA MUERTE ES ROJO*
(Un diálogo entre La Morte Rouge y La pantalla diabólica)
* Este texto de nuestro compañero Nacho Cagiga/Max Caution fue publicado en Shangrila el 26.03.2007. Se ha conservado la maqueta originaria. La reciente edición del DVD de La Morte Rouge lo incluye en su portafolios.
"Los espectadores, esos hombres que todo ignoraban los unos de los otros,
que en oleadas sucesivas habían invadido el circo,
estaban ahora sentados, metido cada uno en la esfera absoluta de su asombro...
Las manos sobreexcitadas que se aferraban a las balaustradas de las filas de butacas
hacían el efecto de motivos decorativos,
las lámparas de arco balanceaban sus tarros de leche energéticos..."
que en oleadas sucesivas habían invadido el circo,
estaban ahora sentados, metido cada uno en la esfera absoluta de su asombro...
Las manos sobreexcitadas que se aferraban a las balaustradas de las filas de butacas
hacían el efecto de motivos decorativos,
las lámparas de arco balanceaban sus tarros de leche energéticos..."
Carl Einstein
(1)
"Ésta es la historia de un hombre marcado por una imagen de su infancia." Así podría haber empezado esta película que Víctor Erice construyó con la perspectiva de que fuera visionada dentro de la exposición titulada Erice-Kiarostami. Correspondencias. La cita de Marker no es en absoluto circunstancial pues, al igual que pasara en La Jetée (La Jetée, Chris Marker, 1962), vamos a asistir a un ejercicio de recuperación de la memoria y de un pasado de cuyas traumáticas consecuencias políticas aún no estamos suficientemente distanciados. Pero además, como ocurriera con el clásico de la ciencia-ficción, la utilización de la foto-fija en blanco y negro (si bien aquí coordinada con otras composiciones audiovisuales) pretende ayudar a conjurar ese retorno al pasado histórico de nuestra memoria y conseguir así dotarlo de un significado que nos permita recobrar nuestra identidad social que incluye, además, recuperar el tiempo perdido de unas formas de entender y amar el arte del cinematógrafo.
La narración que comienza a contarnos el cineasta, utilizando su propia voz y en un tono confidencial y cercano, próximo al susurrar en nuestro oído, en busca de una complicidad asociada al descubrimiento de un secreto, "su" secreto, el de su propia historia, nos sitúa en un espacio y tiempo determinado. La estructura circular empleada hace que principio y fin nos enfrenten al fragmento de un mar que viene a morir a la playa de Donosti. Según sus propias palabras, ese mar será acaso lo único que permanece, aquello que no ha sido borrado, como sí lo es la huella de la arena que es erosionada por la caricia de la ola. Por el contrario, la realidad artificial, la humana, por oposición a esa aparente eternidad de la naturaleza, es perecedera y sucumbe a la nada en tanto que su devenir se instale en el reino del olvido, esto es, lo apartemos de nuestra memoria.
En este marco, la intensa y dramática voz de Erice, del narrador, nos sumerge a través de una suave panorámica en la realidad afectada por sus recuerdos personales. Lo que nos va a mostrar su cámara será una realidad material, unas estructuras arquitectónicas que con formas de cubos pretenden dar una paletada de modernidad, de futuro si cabe, a esa costa en la que el mismo mar de todos los veranos prevalece. Lo humano es perentorio y la historia de ese edificio, que en los tiempos de su inauguración (el 15 de Agosto de 1921) se llamó el Gran Kursaal y que empezó por alojar un lujoso casino soportado por una burguesía que vivía los últimos estertores de la Belle Époque, terminó por ser un símbolo de esa transitoriedad. Clausurado como complejo dedicado al juego, al ser prohibida esta actividad en 1924 durante la dictadura de Primo de Rivera, el edificio pasa por diferentes etapas, siendo la que más nos interesa para esta historia la que comienza con la reconversión de su espacio en un importante cine para la ciudad de San Sebastián, el Kursaal.
Es allí donde la historia del niño Erice comienza su andadura para nosotros. Lo que el ahora cineasta nos quiere hacer compartir es, precisamente, el momento crucial de su vida cuando, a la edad de cinco años, acude con su hermana siete años mayor que él a ver una película. El filme al que él mismo cataloga como "la primera película que recuerdo haber visto jamás" es La garra asesina (The Scarlet claw, Roy William Neill, 1944). También Marker había realizado un ejercicio de exorcismo similar al de Erice cuando a propósito de su instalación Silent Movie proponía a Alas (Wings, William A. Wellman, 1927) como posiblemente la primera película que había visto como espectador, considerándola como un umbral de iniciación parangonable al del relato que nos ocupa. El año en el que éste sucede es 1946, el mismo año en el que murió el director del filme. El relato no es sino una aventura de Sherlock Holmes, de la serie protagonizada por Basil Rathbone, que interpretaba al inteligente detective, y Nigel Bruce, su inseparable doctor Watson. Junto a la experiencia primigenia de entrar en un cine, con todos sus pequeños rituales, y además en un gran y hermoso cine como lo era el Kursaal, el niño cuya historia nos es contada tuvo que enfrentarse por primera vez, sumido en la penumbra de la sala, al despliegue de unas imágenes fílmicas, primero con las formas del NO-DO de la época y, después, con la estética de un film de Hollywood de los años '40.
Dos son las perspectivas que quedaron abiertas en esta memorable sesión. La primera, de orden formal, hace alusión a las fronteras, equívocas, ambiguas, extrañas, entre la realidad y la ficción. La segunda, más mundana si cabe, es la constatación de la realidad social a la que ese niño pertenecía, la que representaba a un mundo en escombros físicos y morales, tanto por la contienda bélica mundial y el espectro del Holocausto como por las cuestiones más presentes del paso de una Guerra Civil, la posguerra y la dictadura franquista que le siguieron. Pero, a pesar de la honda brecha moral que se hizo consciente en ese momento (estimulada por el descubrimiento de la muerte y de la capacidad de matar que tenemos los humanos y que se hacía palpable en aquella sesión cinematográfica), con respecto al resto de los espectadores y, por ende, con respecto a la sociedad que le tocaba vivir, lo que aprendió ese niño fue a percibir el miedo como parte de su misma realidad.
Entre fantasía y realidad, entre la ficción de la muerte y la muerte cotidiana que había adquirido forma política y que le vinculaba, ya no podía haber consuelo que le permitiera "callar y seguir mirando", como en el cine habían hecho los espectadores que le rodeaban ante las muertes que el falso cartero provocaba. Esa misma actitud, de pasividad ante el crimen (en esta ocasión, político), era la que también se respiraba fuera del Kursaal y que ocurría en el conjunto de la sociedad.
En esta crónica personal (que podría recordar por su tono evocativo a aquella que hiciera en 2001 Manoel de Oliveira en Porto da minha infância), en la que el descubrimiento de la realidad se hace a través del umbral abierto por la pantalla de un cine, podemos ver cómo la visión del cine del futuro cineasta se fragua, toma cuerpo. La pantalla del Kursaal se convirtió ante los ojos de un niño en una auténtica pantalla diabólica, que no solo marcaría los miedos nocturnos propios de la infancia. Esos temores iban a enraizarse en esa cotidianidad opaca y represiva de la dictadura, de la sociedad española del momento. Así, del cartero asesino de la ficción pasamos al temor infundado por unas cartas reales en las que la efigie de Franco materializaba la opresión circundante.
El cine aparece entonces como un arte doble, que hiere y da bálsamo al mismo tiempo, lo suficiente como para que se abra una herida que nos haga conscientes de la realidad pero que también nos permita seguir mirando, seguir viviendo. Sin embargo, lo que ya no puede evitarse es ese origen misterioso y temible de la imagen que se urde en la penumbra y que, más allá de toda etiqueta académica, se conforma con los haces de luces y sombras que dieron consistencia al expresionismo cinematográfico alemán que terminó por exportarse a Hollywood. Un Hollywood donde los exiliados, muchos de ellos judíos centroeuropeos, desarrollaron un estilo fotográfico y narrativo que, aunque degradándolos, mantenía vivos los mismos principios básicos de los que habla Lotte H. Eisner en La pantalla diabólica: "Se encuentra así desencadenada la eterna atracción hacia lo que es oscuro e indeterminado, hacia la reflexión especulativa y obstinadamente repetida llamada ´Grübelei´, que desemboca en la doctrina apocalíptica del estilo expresionista." (1)
La narración que comienza a contarnos el cineasta, utilizando su propia voz y en un tono confidencial y cercano, próximo al susurrar en nuestro oído, en busca de una complicidad asociada al descubrimiento de un secreto, "su" secreto, el de su propia historia, nos sitúa en un espacio y tiempo determinado. La estructura circular empleada hace que principio y fin nos enfrenten al fragmento de un mar que viene a morir a la playa de Donosti. Según sus propias palabras, ese mar será acaso lo único que permanece, aquello que no ha sido borrado, como sí lo es la huella de la arena que es erosionada por la caricia de la ola. Por el contrario, la realidad artificial, la humana, por oposición a esa aparente eternidad de la naturaleza, es perecedera y sucumbe a la nada en tanto que su devenir se instale en el reino del olvido, esto es, lo apartemos de nuestra memoria.
En este marco, la intensa y dramática voz de Erice, del narrador, nos sumerge a través de una suave panorámica en la realidad afectada por sus recuerdos personales. Lo que nos va a mostrar su cámara será una realidad material, unas estructuras arquitectónicas que con formas de cubos pretenden dar una paletada de modernidad, de futuro si cabe, a esa costa en la que el mismo mar de todos los veranos prevalece. Lo humano es perentorio y la historia de ese edificio, que en los tiempos de su inauguración (el 15 de Agosto de 1921) se llamó el Gran Kursaal y que empezó por alojar un lujoso casino soportado por una burguesía que vivía los últimos estertores de la Belle Époque, terminó por ser un símbolo de esa transitoriedad. Clausurado como complejo dedicado al juego, al ser prohibida esta actividad en 1924 durante la dictadura de Primo de Rivera, el edificio pasa por diferentes etapas, siendo la que más nos interesa para esta historia la que comienza con la reconversión de su espacio en un importante cine para la ciudad de San Sebastián, el Kursaal.
Es allí donde la historia del niño Erice comienza su andadura para nosotros. Lo que el ahora cineasta nos quiere hacer compartir es, precisamente, el momento crucial de su vida cuando, a la edad de cinco años, acude con su hermana siete años mayor que él a ver una película. El filme al que él mismo cataloga como "la primera película que recuerdo haber visto jamás" es La garra asesina (The Scarlet claw, Roy William Neill, 1944). También Marker había realizado un ejercicio de exorcismo similar al de Erice cuando a propósito de su instalación Silent Movie proponía a Alas (Wings, William A. Wellman, 1927) como posiblemente la primera película que había visto como espectador, considerándola como un umbral de iniciación parangonable al del relato que nos ocupa. El año en el que éste sucede es 1946, el mismo año en el que murió el director del filme. El relato no es sino una aventura de Sherlock Holmes, de la serie protagonizada por Basil Rathbone, que interpretaba al inteligente detective, y Nigel Bruce, su inseparable doctor Watson. Junto a la experiencia primigenia de entrar en un cine, con todos sus pequeños rituales, y además en un gran y hermoso cine como lo era el Kursaal, el niño cuya historia nos es contada tuvo que enfrentarse por primera vez, sumido en la penumbra de la sala, al despliegue de unas imágenes fílmicas, primero con las formas del NO-DO de la época y, después, con la estética de un film de Hollywood de los años '40.
Dos son las perspectivas que quedaron abiertas en esta memorable sesión. La primera, de orden formal, hace alusión a las fronteras, equívocas, ambiguas, extrañas, entre la realidad y la ficción. La segunda, más mundana si cabe, es la constatación de la realidad social a la que ese niño pertenecía, la que representaba a un mundo en escombros físicos y morales, tanto por la contienda bélica mundial y el espectro del Holocausto como por las cuestiones más presentes del paso de una Guerra Civil, la posguerra y la dictadura franquista que le siguieron. Pero, a pesar de la honda brecha moral que se hizo consciente en ese momento (estimulada por el descubrimiento de la muerte y de la capacidad de matar que tenemos los humanos y que se hacía palpable en aquella sesión cinematográfica), con respecto al resto de los espectadores y, por ende, con respecto a la sociedad que le tocaba vivir, lo que aprendió ese niño fue a percibir el miedo como parte de su misma realidad.
Entre fantasía y realidad, entre la ficción de la muerte y la muerte cotidiana que había adquirido forma política y que le vinculaba, ya no podía haber consuelo que le permitiera "callar y seguir mirando", como en el cine habían hecho los espectadores que le rodeaban ante las muertes que el falso cartero provocaba. Esa misma actitud, de pasividad ante el crimen (en esta ocasión, político), era la que también se respiraba fuera del Kursaal y que ocurría en el conjunto de la sociedad.
En esta crónica personal (que podría recordar por su tono evocativo a aquella que hiciera en 2001 Manoel de Oliveira en Porto da minha infância), en la que el descubrimiento de la realidad se hace a través del umbral abierto por la pantalla de un cine, podemos ver cómo la visión del cine del futuro cineasta se fragua, toma cuerpo. La pantalla del Kursaal se convirtió ante los ojos de un niño en una auténtica pantalla diabólica, que no solo marcaría los miedos nocturnos propios de la infancia. Esos temores iban a enraizarse en esa cotidianidad opaca y represiva de la dictadura, de la sociedad española del momento. Así, del cartero asesino de la ficción pasamos al temor infundado por unas cartas reales en las que la efigie de Franco materializaba la opresión circundante.
El cine aparece entonces como un arte doble, que hiere y da bálsamo al mismo tiempo, lo suficiente como para que se abra una herida que nos haga conscientes de la realidad pero que también nos permita seguir mirando, seguir viviendo. Sin embargo, lo que ya no puede evitarse es ese origen misterioso y temible de la imagen que se urde en la penumbra y que, más allá de toda etiqueta académica, se conforma con los haces de luces y sombras que dieron consistencia al expresionismo cinematográfico alemán que terminó por exportarse a Hollywood. Un Hollywood donde los exiliados, muchos de ellos judíos centroeuropeos, desarrollaron un estilo fotográfico y narrativo que, aunque degradándolos, mantenía vivos los mismos principios básicos de los que habla Lotte H. Eisner en La pantalla diabólica: "Se encuentra así desencadenada la eterna atracción hacia lo que es oscuro e indeterminado, hacia la reflexión especulativa y obstinadamente repetida llamada ´Grübelei´, que desemboca en la doctrina apocalíptica del estilo expresionista." (1)
(2)
El aire de misterio gótico que impregnaba La garra escarlata estaba realzado por un blanco y negro de reminiscencias expresionistas. No es que este largometraje estuviera a la altura de los films que habían hecho Friedrich W. Murnau o Josef von Sternberg, por citar a dos cineastas imprescindibles para comprender la obra de Víctor Erice, pero algún sustrato de ese estilo gravitaba en la película. Hablando de Murnau, por ejemplo, Eisner comenta que "todas sus películas llevan impresa la huella de su dolorosa complejidad íntima, de esa lucha que se libraba en él contra un mundo al que seguía siendo desesperadamente ajeno. Sólo en su última película, Tabú, parece haber hallado, por fin, la paz y un poco de felicidad en el seno de una naturaleza luminosamente alegre, donde no cabe el sentimiento de culpa inherente a la moral europea." (2) Esto resulta importante a la hora de valorar cómo esa primera proyección marcó al futuro autor de El espíritu de la colmena (1973).
Sin renunciar a un realismo social e histórico de calado hondo, o a una atmósfera gótica de filme de género, que bien puede reconocerse en una literatura que podríamos representar con los cuentos de Edgar Allan Poe (recordemos que este escritor fue el autor de un cuento titulado La máscara de la muerte roja), la impronta dejada por este primer filme visto conecta con el legado de los expresionistas alemanes. Como dice Eisner: "El artista expresionista, que no es receptivo sino verdaderamente creador, busca no un efecto momentáneo, sino la significación eterna de hechos y objetos." (3)
Ya en el propio filme que comentamos, Erice intenta introducirnos en un determinado escenario, marcado por la luz de penumbra que caracteriza a la sala de cine, con el haz luminoso salido del proyector y con los espectadores como sombras o fantasmas (como también los coetáneos del niño Erice consideraban a los primeros asiduos del Gran Kursaal, una vez éste había dejado de funcionar como casino). Como afirma Eisner, "el mundo se ha tornado tan ´permeable´ que en todo momento parecen surgir a la vez el espíritu, la visión y los fantasmas; los hechos exteriores se truecan sin cesar en elementos interiores y los incidentes psíquicos se exteriorizan. ¿No es precisamente esta atmósfera la que encontramos en las películas clásicas del cinematógrafo alemán?". (4)
La noche que les esperaba a él y a su hermana a la salida del cine, el río oscuro en el que brillan los reflejos de las farolas, el dormitorio donde aparecen las sombras proyectadas en el techo, producidas por unas luces que se cuelan a través de unas ventanas y sus visillos que hacen de filtros...todo ello remite al mundo del cine, a su esencia expresionista de contar más con la luz y un uso determinado (expresivo) de la cámara que con cualquier otro recurso, para conseguir "la animación de lo inorgánico" (5), tal y como lo presenta Erice en las imágenes que muestran las escenas en la casa familiar y en su dormitorio. "La abstracción, dice Worringer, nace de la gran inquietud que experimenta el hombre aterrorizado por los fenómenos que advierte en torno de sí y cuyo mensaje no puede descifrar, como tampoco sus misteriosos contrapuntos." (6)
El rojo de la muerte (o el escarlata de la garra a la que hace alusión el título), aunque no resulte visible por el uso de un blanco y negro de indudable función dramática en el filme de Roy William Neil, es de alguna manera inmanente a la manera en la que esta historia nos es contada. Se trata de hacer ver aquello que no es visible. Se trata de un aprendizaje de la mirada que nos enseñe a escudriñar la realidad de una forma diferente a cómo se pretende que la veamos según los discursos oficiales. Con La Morte Rouge, Erice deja constancia de la turbiedad de una época, de la conciencia de ese abismo abierto en la realidad gracias a la ficción, o incluso del aprecio por una figura "menor" dentro del oficio del cinematógrafo como era Roy William Neil, un personaje en el que realidad y ficción se entrecruzan sin solución alguna definitiva. Y para conseguir todo ello, hay que darle (o devolverle) al cinematógrafo su esencia, "el deseo de forzar las profundidades de la pantalla y de la vida manejando las sombras", consiguiendo "infundir animación a las superficies". (7)
En el cine de Erice esta esencia está íntimamente relacionada con el (re)descubrimiento de la realidad y "en consecuencia, se recurrirá al expresionismo siempre que se trate de producir efectos que no sean los propuestos por el objeto tal como se presenta al ojo físico, es decir, efectos que deben experimentarse intelectualmente". (8) "¿Veo, veo?", le pregunta su hermana a la salida del cine. Pero lo que ahora "ve" el niño Erice le deja con la boca cerrada, porque el mundo ha cambiado, al menos ante sus ojos. El claroscuro con el que ha salido impregnado del Kursaal ha velado su mirada, que ya no es, ya nunca será, inocente. Y con este conocimiento, con este irrepetible aprendizaje, habrá que encarar la vida desde ahora mismo. La pérdida de la inocencia conlleva la expresión fílmica del claroscuro porque "la sombra se convierte en imagen del Destino" (9) y aparece la "fantasmagoría cargada de significación: las sombras substituyen temporalmente a los seres vivos, que mientras tanto se convierten en espectadores inmóviles de un destino cada vez más alucinante, precipitado, opuesto al retardando del comienzo." (10)
Con La Morte Rouge, Víctor Erice nos ha dado muchas claves para entender su filmografía. A la luz de este mediometraje (no renuncio a usar esta palabra, ya en desuso, toda vez que ha sido borrada de las definiciones oficiales de las modernas leyes del cine) podemos comprender mejor qué significa filmar para él, con qué pasado se reencuentra, con qué fantasmas nos hace partícipes de su amor por el cinematógrafo. El regalo que supone esta película va más allá de encontrarnos con una experiencia única y personal. Su universalidad radica en hacernos ver cómo el cine es una ficción necesaria para hacernos una idea verdadera del mundo que habitamos. Erice no duda en reubicar al inexistente pueblecito llamado La Morte Rouge, donde transcurre la acción de La garra escarlata, fuera de la realidad geográfica que le era otorgada en la película (los alrededores de Québec, en el Canadá francés), para enclavarlo en otro país que afortunadamente no aparece en mapa alguno y al que llamamos el país del cinematógrafo, al que Erice pertenece por derecho propio, así como todos aquellos que llevan semejante pasión en sus corazones.
La memoria recuperada hace posible que el rojo que habita en el fondo del aire, y que se ha intentado abolir dentro y fuera de la pantalla, no se haya desvanecido del todo. Veintisiete años después de que el niño Erice tuviera su primera experiencia fílmica se rodaba El espíritu de la colmena.
Texto: Max Caution Ilustración: The Magic Lintern Charles-André van Loo, 1750 (Fragmento)
Fotos y cartel: La garra asesina (The Scarlet Claw, Roy William Neill, 1944)
La Morte Rouge, Víctor Erice, España, 2006.
Duración: 32 minutos.
Duración: 32 minutos.
Todas las notas pertenecen a La pantalla diabólica, Lotte H. Eisner, Ediciones Losange, Buenos Aires, 1955, (1. p. 9; 2. p. 33; 3. p. 10; 4. p. 12; 5. p. 15; 6. p. 11; 7. p. 93; 8. p. 84; 9. p. 47; 10. p. 49).