Banda Aparte
está compuesto por una selección de artículos aparecidos en
Banda Aparte. Revista de cine - Formas de ver (1994 - 2001)
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DE LAS DIFICULTADES DE LA FILOSOFÍA
Y LA SOLTURA DEL CINEMATÓGRAFO.
EN VELADO RECUERDO DE INDIA SONG, Marguerite Duras, 1975
POR ISABEL ESCUDERO
Y LA SOLTURA DEL CINEMATÓGRAFO.
EN VELADO RECUERDO DE INDIA SONG, Marguerite Duras, 1975
POR ISABEL ESCUDERO
Difícil es, claro que es difícil, la introducción en el caudal cinematográfico –el río mismo de la vida- de elementos pesados, de materiales de arrastre que, en lugar de taponarlo, puedan ser transportados con graciosa levedad como troncos flotantes y que ese ir a la deriva –esa divagación en el centro mismo de su transcurso- lejos de ser obstáculo o rémora, de sentido y hondura a sus aguas, sean turbulentas o pacíficas. Los intentos son abundantes. El resultado frecuente, la pesantez.
Veamos. Desde que el Cine tomó conciencia de sí mismo –o sea, desde muy pronto- la tentación de filosofar, desde la pantalla, se presentó inevitablemente. El cuerpo vivo del cine, aún joven, tomó conciencia del cuerpo, y ya se sabe cual es el precio que el cuerpo paga por tomar conciencia de sí: la enfermedad. La conciencia es generalmente, tal y como el lenguaje corriente lo dice: “mala conciencia”. Y a su vez, la conciencia del cuerpo es conciencia del tiempo: vejez. Así que la manía filosófica se presenta de diferentes formas.
Pero, hete aquí, que hasta para mostrar la lesión o la vejez, la brecha de la conciencia en el momento mismo en que se abre la mirada virginal o mítica, o sea, hasta para contar la enfermedad y desvelar la contradicción viva y palpitante, hay que tener tino y acierto. La gravedad tiene que lucir su gracia, si no es tan solo torpeza, resabio, pesadumbre.
Algunos de los ingredientes, sin duda, que contribuyen al posible acierto, son la dosis y la oportunidad, o sea el ritmo y lugar de aparición, allí en el mismo punto e instante del devenir cinematográfico, y no como una exposición ilustrada de abstracciones servidas para su degustación filosófica a los entendidos en “lo sublime”. La pretensión de sermonear y sobre todo de “escribir” filosofemas en la página de la pantalla, ese efecto de retórica de escritura para iniciados (junto con la retórica del efecto tecnológico: un mal que pretende curarse con el otro sin darse cuenta que los dos son el mismo mal) está asentando golpes (no diremos bajos, sino de altura) a un arte que como el cine dispone de por sí de otros recursos y gracias más gloriosas que esas torpes muletas.
Porque, si la literatura (“hacer literatura” queremos decir) estropea al cine y le quita su fuerza primordial, su ritmo y proporción, su encadenamiento y sustancia, el latido propio de su imaginario, que es también el de la vida misma, vivida o imaginada, la filosofía redobla esta torpeza haciendo del cine un mostrador de discursos ilustrados –ideas en escaparate- en vez de que sean ellas, las imágenes y el habla –incluye el silencio- los que piensen y digan qué. No se puede hacer filosofía ilustrada ni filmar teorías ni soltar discursos (salvo cuando se hace teatro filmado y la fuerza del texto y la figura lo sostenga), y no se puede hacer no solo porque es una impostura de la forma y la sustancia (no se crean los artistas que es ninguna saludable desobediencia), sino que porque no se sabe hacerlo bien. Incluso realizadores de sobra avezados que han demostrado a lo largo de su filmografía aciertos indudables (por ejemplo, por citar a algunos de los más conocidos: Wenders, Oliveira…), cuando han abusado de la “filmofilosofía” se sitúan al borde del aburrimiento mismo, incluso mirado con los piadosos anteojos de cinéfilo impenitente. Se puede perdonar algún que otro luminoso destello por lo plomizo de las piezas. Si se quiere “pensar” en cine –(¡qué de veras bueno no es él mismo pensamiento desvelador, descubrimiento!)-, no se puede soltar una ristra de fundamenta en soliloquio ni en coloquio, ni en razón de escuela de vanguardia alguna, ni menos por firma de autor: el autor, el escritor debe desaparecer, desvanecerse, el peso del autor hunde la obra. El pensar cinematográfico es algo que acontece inscrito en la misma danza de la acción/pasión, en la fuente y el entramado mismo de las imágenes y su decir, en la estructura lógica de la pieza entera, no añadido ni explicado, como la piel misma del cuerpo es inseparable del esqueleto. Así sucede, por ejemplo, en el luminoso discurrir cinematográfico, esa pintura de la razón que es el cine de Bresson o en las psicoanalíticas indagaciones, tan disolutorias como carnales, de Bergman. La sabia combinación entre abstracción y vida (entre eternidad y actualidad, entre realidad e idealidad), no porque haya que plantear ningún equilibrio de alternancias, sino por lo que de una está contenido en la otra. Otros dos ejemplos de acierto en la investigación analítica, en esa búsqueda de la inflexión, del quiebro entre vida y pensamiento, entre ojo e idea, entre yo y realidad, son Marguerite Duras y Jean-Luc Godard, ambos maestros del filmoanálisis.
La Duras por una vía, diríamos, química: La química del alma. Intenta la síntesis por la vía más desnuda, la más difícil, la más desgarrada, pero también la más lúcida: el minucioso análisis de la introspección, una introspección despiadada a la que somete a la Realidad, pero empezando por el descuartizamiento de mí mismo. Deshilar la vida, la vida sudorosa, poro a poro, suspiro a suspiro, con un miramiento vigilado sobre ese vivir, que en el caso del humano no puede ser otra cosa que pensar. Esa gravedad del vivir, la tristura de la infancia, el esfuerzo del amor, la alquimia subterránea de la pasión por debajo de los amantes. Ese fugaz y milagroso vivir sin sujeto, que debe ser sometido al ojo vigilante (no se sabe si por cobrarse tan inhumana impudicia, o porque esa vigilancia será la masa misma del recuerdo: cuando algún día lejano los amantes, desaparecida la pasión, puedan por fin vivir aquello imposible como vida). Hay que admirar en la Duras esa clarividencia –tan cinematográfica- para perfilar a los personajes, empezando por la primera persona, un yo hecho de exterioridad, deshabitado, hundido en ese vapor de ensueños donde todos flotamos como fantasmas en la India sudorosa –miedosos colonizadores de los desconocido- atrincherados bajo en smoking, el parloteo, el maquillaje, del asedio de la selva, de los rugidos de los mosquitos… (Ya celebramos en su momento el curioso ejercicio de India Song como un novedoso e inteligente avance del cine moderno. En esta misteriosa pieza, la Duras demuestra también –además de su habitual maestría con los diálogos- ser una excelente creadora de soliloquios, con toda la delicadeza que requiere ese recurso poético en el cine). Hoy todavía, después de tantos años, sentimos bullente aquella desasosegada inmovilidad de India Song, esa poesía de la expiración, del suspiro, ese abandono de dejarse morir como una música.
En el caso de Godard (más cuanto más tardío) su pasión por el análisis se orienta más que por la química de Duras, por las matemáticas. Decantado por el álgebra cinematográfico plantea ecuaciones manieristas donde la incógnita se va despejando con toda suerte de combinaciones lógicas. Donde se accede a la Encarnación, al misterio, por rigurosa lógica fragmentaria. La pasión es el método. Si los caminos son errados habrá que extraviarse pero rectamente. En el juego serio, sacramental, del cine, la transubtanciación se produce en un doble sentido: de la idea a la forma y de la forma a la idea; en este doble trasiego, el hacedor de la película, el realizador, es el primer personaje sometido al autoanálisis, esa objetivación del autor es la primera medida para destilar el esquema y el esquema es la substancia y la substancia el milagro: la realidad última.
Pero en ambos, tanto en la Duras, aún en la diversidad de sus métodos, hay vigilancia de la dosis (la dosis es lo que convierte el veneno en medicina) y proporción. En ambos hay igualmente la certeza de que la hechura es antes que nada des-composición. Una lo muestra deshaciendo ese yo hecho de afueras, expropiándolo, perdiéndose; el otro lo merodea ordenándolo, purificándolo en esquema, cercando la substancia, fijándola en el milagro del nacimiento, encarnando el misterio en el instante de la eternidad contra el tiempo histórico.
Ambos han intentado, y generalmente han acertado, a adentrarse con verdad en terrenos cinematográficamente ignotos y con recursos delicados, sorteando con inteligencia las retóricas vanas. No es el caso frecuente, que suele ser, desgraciadamente, el del uso gratuito y efectista de retóricas sublimes para filósofos frustrados.
Estas advertencias que aquí hemos hecho les parecerán a algunos exageradas, quizá lo sean, pero “no encuentro otro modo de decir la verdad que exagerando” como dijo el otro. También quizá sean desatentas con otros casos de cineastas que hayan acertado a usar bien la pantalla como página de libro de ensayo o como balcón para sermones sobre el sentido o sinsentido de la vida. Pero, claro, la vida misma no da explicaciones, no las da, actúa, y en esa operación suele mostrar lo que tiene de inexplicable: la evidencia de sus infinitas causas que al ser tantas convierten las causalidades en casualidades. Y si el cine tiene que ser fiel a esa innumerable indefinición, a ese fluir constante e imprevisto del río de la vida, el río del cinematográfico no debe agarrarse a ninguna rémora, no prenderse de lo sabido (y menos de discursos sobre el Saber, ni dar lecciones de nada), sino ir al hilo de lo que se va conociendo/desconociendo al andar. Ya el tener que someterse a un guión previo, implica saber demasiado de antemano. Bastaría un hilo para no perderse como en el laberinto de Ariadna. Un buen guión sería aquel que no da nada por sabido, que marca los raíles del ferrocarril –eso sí- pero que no da el viaje por contado. Se supone que una película es algo orgánico, vivo, que va –según crece- a ir pidiendo cosas a gritos, como un niño. El equilibrio entre lo que da cuenta de la Realidad (sea real o imaginaria, sea realismo o sueño) mostrando lo que de ideal y abstracto hay en ella, pero él tiene virtudes técnicas y gracias propias que participan tanto de las artes temporales y rítmicas (que le facultan la sucesividad del contar) como de las artes pictóricas y plásticas (que le privilegian para la visión y la idea), no necesita de explicaciones ni argumentaciones literarias o filosófica
El cine es, al mismo tiempo, el ojo que ve y la vida que vive. Y ahí en la mirada justa hay visión y pensamiento a la vez: desvelamiento, entendimiento del mundo y claridad para contarlo. Esa es la gracia del cine: que sabe ver, que descubre en los rostros el alma a flor de piel; que por virtudes técnicas y acierto en el mirar de algunos hombres, nos enseña a ese vivir cinematográfico –más real que la vida misma- que nos pasa desapercibido a simple vista. No le hacen falta, pues, filosofías. (1)
1. Recomendamos la lectura de un texto de Paul Feyerabend: “De cómo la filosofía echa a perder el pensamiento y el cinematógrafo lo estimula”, de su libro ¿Por qué no Platón?, Madrid: Tecnos, 1985.
Veamos. Desde que el Cine tomó conciencia de sí mismo –o sea, desde muy pronto- la tentación de filosofar, desde la pantalla, se presentó inevitablemente. El cuerpo vivo del cine, aún joven, tomó conciencia del cuerpo, y ya se sabe cual es el precio que el cuerpo paga por tomar conciencia de sí: la enfermedad. La conciencia es generalmente, tal y como el lenguaje corriente lo dice: “mala conciencia”. Y a su vez, la conciencia del cuerpo es conciencia del tiempo: vejez. Así que la manía filosófica se presenta de diferentes formas.
Pero, hete aquí, que hasta para mostrar la lesión o la vejez, la brecha de la conciencia en el momento mismo en que se abre la mirada virginal o mítica, o sea, hasta para contar la enfermedad y desvelar la contradicción viva y palpitante, hay que tener tino y acierto. La gravedad tiene que lucir su gracia, si no es tan solo torpeza, resabio, pesadumbre.
Algunos de los ingredientes, sin duda, que contribuyen al posible acierto, son la dosis y la oportunidad, o sea el ritmo y lugar de aparición, allí en el mismo punto e instante del devenir cinematográfico, y no como una exposición ilustrada de abstracciones servidas para su degustación filosófica a los entendidos en “lo sublime”. La pretensión de sermonear y sobre todo de “escribir” filosofemas en la página de la pantalla, ese efecto de retórica de escritura para iniciados (junto con la retórica del efecto tecnológico: un mal que pretende curarse con el otro sin darse cuenta que los dos son el mismo mal) está asentando golpes (no diremos bajos, sino de altura) a un arte que como el cine dispone de por sí de otros recursos y gracias más gloriosas que esas torpes muletas.
Porque, si la literatura (“hacer literatura” queremos decir) estropea al cine y le quita su fuerza primordial, su ritmo y proporción, su encadenamiento y sustancia, el latido propio de su imaginario, que es también el de la vida misma, vivida o imaginada, la filosofía redobla esta torpeza haciendo del cine un mostrador de discursos ilustrados –ideas en escaparate- en vez de que sean ellas, las imágenes y el habla –incluye el silencio- los que piensen y digan qué. No se puede hacer filosofía ilustrada ni filmar teorías ni soltar discursos (salvo cuando se hace teatro filmado y la fuerza del texto y la figura lo sostenga), y no se puede hacer no solo porque es una impostura de la forma y la sustancia (no se crean los artistas que es ninguna saludable desobediencia), sino que porque no se sabe hacerlo bien. Incluso realizadores de sobra avezados que han demostrado a lo largo de su filmografía aciertos indudables (por ejemplo, por citar a algunos de los más conocidos: Wenders, Oliveira…), cuando han abusado de la “filmofilosofía” se sitúan al borde del aburrimiento mismo, incluso mirado con los piadosos anteojos de cinéfilo impenitente. Se puede perdonar algún que otro luminoso destello por lo plomizo de las piezas. Si se quiere “pensar” en cine –(¡qué de veras bueno no es él mismo pensamiento desvelador, descubrimiento!)-, no se puede soltar una ristra de fundamenta en soliloquio ni en coloquio, ni en razón de escuela de vanguardia alguna, ni menos por firma de autor: el autor, el escritor debe desaparecer, desvanecerse, el peso del autor hunde la obra. El pensar cinematográfico es algo que acontece inscrito en la misma danza de la acción/pasión, en la fuente y el entramado mismo de las imágenes y su decir, en la estructura lógica de la pieza entera, no añadido ni explicado, como la piel misma del cuerpo es inseparable del esqueleto. Así sucede, por ejemplo, en el luminoso discurrir cinematográfico, esa pintura de la razón que es el cine de Bresson o en las psicoanalíticas indagaciones, tan disolutorias como carnales, de Bergman. La sabia combinación entre abstracción y vida (entre eternidad y actualidad, entre realidad e idealidad), no porque haya que plantear ningún equilibrio de alternancias, sino por lo que de una está contenido en la otra. Otros dos ejemplos de acierto en la investigación analítica, en esa búsqueda de la inflexión, del quiebro entre vida y pensamiento, entre ojo e idea, entre yo y realidad, son Marguerite Duras y Jean-Luc Godard, ambos maestros del filmoanálisis.
La Duras por una vía, diríamos, química: La química del alma. Intenta la síntesis por la vía más desnuda, la más difícil, la más desgarrada, pero también la más lúcida: el minucioso análisis de la introspección, una introspección despiadada a la que somete a la Realidad, pero empezando por el descuartizamiento de mí mismo. Deshilar la vida, la vida sudorosa, poro a poro, suspiro a suspiro, con un miramiento vigilado sobre ese vivir, que en el caso del humano no puede ser otra cosa que pensar. Esa gravedad del vivir, la tristura de la infancia, el esfuerzo del amor, la alquimia subterránea de la pasión por debajo de los amantes. Ese fugaz y milagroso vivir sin sujeto, que debe ser sometido al ojo vigilante (no se sabe si por cobrarse tan inhumana impudicia, o porque esa vigilancia será la masa misma del recuerdo: cuando algún día lejano los amantes, desaparecida la pasión, puedan por fin vivir aquello imposible como vida). Hay que admirar en la Duras esa clarividencia –tan cinematográfica- para perfilar a los personajes, empezando por la primera persona, un yo hecho de exterioridad, deshabitado, hundido en ese vapor de ensueños donde todos flotamos como fantasmas en la India sudorosa –miedosos colonizadores de los desconocido- atrincherados bajo en smoking, el parloteo, el maquillaje, del asedio de la selva, de los rugidos de los mosquitos… (Ya celebramos en su momento el curioso ejercicio de India Song como un novedoso e inteligente avance del cine moderno. En esta misteriosa pieza, la Duras demuestra también –además de su habitual maestría con los diálogos- ser una excelente creadora de soliloquios, con toda la delicadeza que requiere ese recurso poético en el cine). Hoy todavía, después de tantos años, sentimos bullente aquella desasosegada inmovilidad de India Song, esa poesía de la expiración, del suspiro, ese abandono de dejarse morir como una música.
En el caso de Godard (más cuanto más tardío) su pasión por el análisis se orienta más que por la química de Duras, por las matemáticas. Decantado por el álgebra cinematográfico plantea ecuaciones manieristas donde la incógnita se va despejando con toda suerte de combinaciones lógicas. Donde se accede a la Encarnación, al misterio, por rigurosa lógica fragmentaria. La pasión es el método. Si los caminos son errados habrá que extraviarse pero rectamente. En el juego serio, sacramental, del cine, la transubtanciación se produce en un doble sentido: de la idea a la forma y de la forma a la idea; en este doble trasiego, el hacedor de la película, el realizador, es el primer personaje sometido al autoanálisis, esa objetivación del autor es la primera medida para destilar el esquema y el esquema es la substancia y la substancia el milagro: la realidad última.
Pero en ambos, tanto en la Duras, aún en la diversidad de sus métodos, hay vigilancia de la dosis (la dosis es lo que convierte el veneno en medicina) y proporción. En ambos hay igualmente la certeza de que la hechura es antes que nada des-composición. Una lo muestra deshaciendo ese yo hecho de afueras, expropiándolo, perdiéndose; el otro lo merodea ordenándolo, purificándolo en esquema, cercando la substancia, fijándola en el milagro del nacimiento, encarnando el misterio en el instante de la eternidad contra el tiempo histórico.
Ambos han intentado, y generalmente han acertado, a adentrarse con verdad en terrenos cinematográficamente ignotos y con recursos delicados, sorteando con inteligencia las retóricas vanas. No es el caso frecuente, que suele ser, desgraciadamente, el del uso gratuito y efectista de retóricas sublimes para filósofos frustrados.
Estas advertencias que aquí hemos hecho les parecerán a algunos exageradas, quizá lo sean, pero “no encuentro otro modo de decir la verdad que exagerando” como dijo el otro. También quizá sean desatentas con otros casos de cineastas que hayan acertado a usar bien la pantalla como página de libro de ensayo o como balcón para sermones sobre el sentido o sinsentido de la vida. Pero, claro, la vida misma no da explicaciones, no las da, actúa, y en esa operación suele mostrar lo que tiene de inexplicable: la evidencia de sus infinitas causas que al ser tantas convierten las causalidades en casualidades. Y si el cine tiene que ser fiel a esa innumerable indefinición, a ese fluir constante e imprevisto del río de la vida, el río del cinematográfico no debe agarrarse a ninguna rémora, no prenderse de lo sabido (y menos de discursos sobre el Saber, ni dar lecciones de nada), sino ir al hilo de lo que se va conociendo/desconociendo al andar. Ya el tener que someterse a un guión previo, implica saber demasiado de antemano. Bastaría un hilo para no perderse como en el laberinto de Ariadna. Un buen guión sería aquel que no da nada por sabido, que marca los raíles del ferrocarril –eso sí- pero que no da el viaje por contado. Se supone que una película es algo orgánico, vivo, que va –según crece- a ir pidiendo cosas a gritos, como un niño. El equilibrio entre lo que da cuenta de la Realidad (sea real o imaginaria, sea realismo o sueño) mostrando lo que de ideal y abstracto hay en ella, pero él tiene virtudes técnicas y gracias propias que participan tanto de las artes temporales y rítmicas (que le facultan la sucesividad del contar) como de las artes pictóricas y plásticas (que le privilegian para la visión y la idea), no necesita de explicaciones ni argumentaciones literarias o filosófica
El cine es, al mismo tiempo, el ojo que ve y la vida que vive. Y ahí en la mirada justa hay visión y pensamiento a la vez: desvelamiento, entendimiento del mundo y claridad para contarlo. Esa es la gracia del cine: que sabe ver, que descubre en los rostros el alma a flor de piel; que por virtudes técnicas y acierto en el mirar de algunos hombres, nos enseña a ese vivir cinematográfico –más real que la vida misma- que nos pasa desapercibido a simple vista. No le hacen falta, pues, filosofías. (1)
1. Recomendamos la lectura de un texto de Paul Feyerabend: “De cómo la filosofía echa a perder el pensamiento y el cinematógrafo lo estimula”, de su libro ¿Por qué no Platón?, Madrid: Tecnos, 1985.
Este texto se publicó originariamente en
Banda Aparte. Revista de cine – Formas de ver nº 5
Ediciones de la Mirada, Valencia: septiembre 1996
Banda Aparte. Revista de cine – Formas de ver nº 5
Ediciones de la Mirada, Valencia: septiembre 1996