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2.5.12

BANDA APARTE - "EL CONVENTO" ("O CONVENTO", DE MANOEL DE OLIVEIRA, 1995). RIESGOS INTELECTUALES Y PRECIPITACIONES ORDINARIAS.

COORDINADOR: JESÚS RODRIGO GARCÍA


Banda Aparte
 
está compuesto por una selección de artículos aparecidos en
 
Banda Aparte. Revista de cine - Formas de ver (1994 - 2001)



EL CONVENTO (O CONVENTO, MANOEL DE OLIVEIRA, 1995)
RIESGOS INTELECTUALES Y PRECIPITACIONES ORDINARIAS

POR MIGUEL A. LOMILLOS




Imagínense ustedes a un octogenario cineasta europeo, más viejo que Bergman, Antonioni o Resnais pero perteneciente a la misma estirpe que estos, e incluso de más ilustre abolengo pues empezó en los tiempos del mudo, que en los últimos 14 años ha realizado nada menos que 11 largometrajes y otros tantos cortos y documentales.


El viejecito en cuestión procede de un país muy lejano a nuestra conciencia cultural (nuestra mala conciencia: por poner un ejemplo, su primer filme estrenado en España fue ¡en 1993! Con esa obra maestra que es El Valle Abraham), pero muy próximo a nuestra conciencia histórica y geográfica: nos referimos al cineasta portugués Manoel de Oliveira, un jovenzano de 87 años.

Pero no sólo realiza obras desbordantes de creatividad a una edad en que Picasso invariablemente se repetía sí mismo, sino que se adelanta, con una impaciencia febril, a los proyectos literarios todavía en curso de sus escritores colaboradores. Es el caso de su último trabajo El Convento (O Convento, 1995), basado en personajes y situaciones de la novela Las tierras de riesgo de la escritora portuguesa Agustina Bessa-Luis. Según  cuenta el propio Oliveira, al terminar La caja (A Caixa, 1994), su amiga Agustina le contó por teléfono las líneas generales de la historia que estaba tejiendo en aquellos días y Manoel decidió escribir, por su cuenta y riesgo, un guión inspirado en esa historia (todavía inédita, Revista de Occidente publicó un capítulo de Las tierras de riesgo en diciembre de 1994, en el monográfico dedicado a Portugal).

Curiosamente, esta singular colaboración, más allá de las bifurcaciones particulares, viene a demostrar la armónica afinidad y compenetración de estos dos creadores portugueses: novela y filme mantienen un envidiable espíritu irónico y liberalizador, ambas tocan la misma tecla en el diapasón crítico y desmitificador.

El Convento es sin duda el filme más posmoderno de Oliveira, tanto en la aceptación meramente constructiva o descriptiva del término, como en su condición valorativa y crítica respecto al entramado cultural occidental.






Se trata de un relato pretendidamente deslavazado, enjuto, abierto, donde los personajes son como fichas de un juego tan básico como los propios impulsos humanos (amor, codicia, orgullo, atracción… cristalizan en su esencialidad las líneas maestras del organigrama textual), fichas que se “ecuacionan”, mezclando y comprometiendo los perfiles nítidos de cada figura, en movimientos de oposición o duplicidad. Obviamente, por si hace falta decirlo, el que mueve las fichas de este tablero “dualéctico” no es otro que el Autor que firma el texto.

El arranque del filme tiene inspiración netamente borgiana: el profesor americano Michael Padovic (John Malkovich), acompañado de su mujer Hélène (Catherine Deneuve), acude a la biblioteca del convento de la Arrábida para investigar los documentos que acrediten el origen judío español de Shakespeare.

Una vez presentados los cuatro personajes centrales, la mínima peripecia argumental se ensaya como un dispositivo de atracciones y rechazos: Baltar (Luis Miguel Cintra), el guardián de la biblioteca, se siente fuertemente atraído por Hélène, que aparentemente le repudia y el profesor Padovic, que parece prestar más atención a los estudios que a su mujer, siente una turbadora atracción hacia Piedade (Leonor Silveira), la enigmática mujer que le asesora en las tareas bibliográficas.

A los márgenes de estos juegos de afinidades, los personajes secundarios, herederos del coro griego y de la dramaturgia popular y shakespeariana, comentan, cual caja de resonancias, las peripecias, sin entremezclarse en los devaneos y escarceos de los protagonistas. Este es uno de los rasgos distintivos del cine de Oliveira: personajes corales y populares que son al mismo tiempo el “aparte” teatral, narradores y comentadores, convidados de tercera vía al banquete principal, portavoces irreverentes de los juicios del autor. En El Convento cumplen este cometido dos empleados del mismo: un tipo irónico y flemático. Baltazar y la pitonisa esotérica Berta (El otro papel secundario es el pescador, sobre el que luego hablaremos).

Evidentemente, los cuatro personajes principales cristalizan fuerzas mayores, aleaciones de metales selectos: el profesor Padovic representa el ansia de saber, su afán prometeico es descalificado como simple deseo de alcanzar la celebridad; Hélène es lo que el nombre griego expresa (casi tan elocuentemente como el rostro de la actriz francesa); Baltar es el personaje mefistofélico con ciertos problemas para mantener el elevado trono que representa y Piedade encarna las cualidades opuestas al anterior; el bien, la pureza, la entrega, la inocencia.





El tono irónico y desmitificador recorta o desfigura estas esculturas supremas: Baltar se burla con fina inteligencia del anonadado profesor, a propósito de Piedade se dice que ya no hay jóvenes inocentes, Baltar es incapaz de seducir a Hélène y sólo el pacto de ésta dice más sobre la naturaleza del mal que todas las peroratas de aquél, e incluso Piedade (siempre las mujeres, luces incandescentes en el cine de Oliveira) es la que finalmente se lleva al huerto o al hoyo a Baltar y no al revés.

Hay un momento álgido del relato –solución final a los vaivenes y cruces de la doble pareja- que parece arrastrarlo hacia el cuento o la fábula. Hélène, espoleada más por el orgullo de mujer que por verdaderos celos, propone un pacto a Baltar: se entregará por fin a sus brazos si, gracias a sus conocimientos profundos del bosque, consigue deshacerse para siempre de Piedade. Lógicamente, el espacio por excelencia del cuento, el bosque –definido por Baltar como un espacio donde las ramas son como brazos que protegen la obscuridad de los peligros de un sol prehistórico-, condiciona el sentido del filme pero no lo ahoga, El estilo austero, contenido y sin ningún tipo de manierismos de Oliveira le permite trabajar a gusto con todos los materiales y registros.

Estamos en la curva final del relato y en cuanto Piedade y Baltar desaparecen de la faz de la tierra (de la faz del Texto), ya que se los traga el bosque, a Hélène le cabe ahora la misión de recuperar a su marido, de “desencantarlo”, que es una manera de volverlo a encantar. Es en esta brecha del texto donde surgen sus mayores ambigüedades: ¿Es Piedade la que en realidad deja el espacio libre para Hélène?, ¿qué extraño hilo conecta a estas dos mujeres? ¿es Hélène, al final, una prolongación o transfiguración de Piedade? Las cábalas de Berta no aportan más luz que las notas de horóscopo: “las dos son géminis, bellas y enigmáticas.” Pero debemos remitirnos al cuerpo textual para orientar los interrogantes abiertos y ver en su construcción la forma en que se muestra este hermanamiento, esta conexión de almas gemelas, Se trata de una escena nocturna, en montaje paralelo y composición idéntica, donde las dos mujeres, recostadas en sus respectivas camas, sufren una extraña excitación, como poseídas por un deseo o sueño pecaminosamente sensual.

“Tengo saudade de Dios”, le dice Piedade al íncubo Baltar que con grandes espasmos, se tiene que agarrar a un árbol para no derrumbarse. La escena se da en el bosque, poco antes de la misteriosa desaparición in promptu, y la larga conversación que mantienen puede verse como el viejo desafío entre el Bien y el mal, donde las virtudes que encarna Piedade desarman por completo a Baltar, inutilizando sus artimañas diabólicas. Que el Bien se lleve –no sé sabe dónde- al Mal de la mano y en su propia morada demoníaca, no deja de ser una aguda ironía del cineasta portugués. Hoy día no es el Bien el que tiene miedo de la perversión, sino en Mal que tiene verdadero pavor de la bondad y la gracia (si es que todavía existen Piedades por ahí).

Parafraseando a Ángel Crespo (en la Revista de Occidente ya mencionada), la saudade, el sentimiento luso por excelencia, “es también una actitud vital, un estar en el mundo o entregado al mundo”. En cierta forma, nostalgia (la pena que nos aflige con la añoranza o evocación), “sólo que la verdadera y más auténtica saudade es también una nostalgia del futuro, de lo futuro”. En un texto fílmico plagado de platicas sobre el esoterismo y el cultismo, como reflejo de la actual degradación de lo trascendente, manifestar “la honda añoranza de Dios” (en una bella imagen poética que reúne Dios con la saudade), no deja dudas sobre el verdadero sentido que otorga Oliveira a la desacralización del mundo.





Los escarceos y piruetas de estos cuatro personajes no se recubren de grandes arrobos y pasiones (Oliveira huye de cualquier asomo de realismo), sino de prosas, conversaciones y diatribas sobre el alma humana. Existen menciones a la fe mística (los antiguos frailes del convento), a las tentaciones a Cristo (emuladas por Baltar al profesor Padovic en la cima de una montaña), citaciones directas al Fausto de Goethe, libro que le regala Piedade al profesor (esta referencia es un elemento estructurante en el relato), cierta autocrítica a la cultura portuguesa (el saudosismo, el pensamiento filosófico), y en fin, toda una colección de marcas y guiños a la tradición ilustre de la cultura occidental (Homero, Shakespeare, Nietzsche, etc.).

En relación a la construcción de las imágenes y sonidos, destaca sobre todo el empleo polivalente y distanciador del montaje y el uso potente de la música (composiciones de Mayurimi y Stravinski que potencian las ambigüedades míticas y sombrías del texto). La cámara prefiere retratar los laberintos y vericuetos del convento y sus alrededores boscosos que los bellos parajes de la sierra y la costa de la Arrábida. No faltan los planos fijos sobre objetos sacros y profanos del convento (como el plano que muestra el engranaje recurrente del Cristo crucificado, esculpido en piedra, que modula una cierta sintaxis (hay un momento en que, a partir de las cualidades plásticas, Oliveira busca una relación metafórica de esta escultura con su discurso religioso, al hacer pasar un haz de luz sobre este plano fijo y prolongado).

El final del filme, caracterizado por el empleo de recursos deux ex machina, retoma la línea argumental o narrativa, pero ahora desde otro personaje marginal y secundario: el pescador. Éste es en realidad un simple testigo ocular de la última escena del filme: el reencuentro del matrimonio en la playa. El profesor busca a Hélène (¿o tal vez a Piedade?) que de repente sale del agua, imaginamos que desnuda, y recoge en la arena la túnica griega, su cetro antes perdido.

Una voz over que se concede el derecho de transcribir lo que el pescador vio o previó (o tal vez se inventó), narra la peripecia final de la historia, imprimiendo sus palabras, a modo de excurso, al pie de la imagen. Nos cuenta el destino banal del matrimonio, llevando una vida ordinaria en París dedicados a las ciencias ocultas y que Baltasar y Berta ocuparon entonces los puestos de la biblioteca dejados por Baltar y Piedade.





El Convento es un valiente ejercicio de auto ironía: su crítica al discurso intelectualizado y al mundo del saber recae sobre todo en el propio texto fílmico, en el propio cine de Oliveira.

De todas formas, dando por sentado que la película ironiza los dos universos –la vida intelectualizada y la vida ordinaria-, esta oposición que plantea el final del filme resulta premeditadamente simplista, tanto en sí misma (puesto que solo se ha retratado una de las dos), como si se analiza, tarea inútil, según los criterios y sentidos desarrollados a lo largo del texto (¿o es que se ha de suponer que en la vida de Michael y Hélène, entregados a los intereses mundanos en París, su particular choque de fuerzas entre el bien y mal sea más armónico y equilibrado?).

Oliveira tiene el extraño don de decir cosas serias con seriedad irrisiva y corrosiva (de ahí el humor un tanto dry, falto de irrigación). Con su discurso dirigido a la inteligencia (y despreciando al espectador mediocre), nos habla de la morbidez estrecha del intelectualismo (en el convento los únicos que tienen relaciones en la cama son los sirvientes Berta y Baltazar), y de las lindezas de la vida ordinaria (que seguramente transformará los conventos en templos de esoterismo comercial).

En esa superficie ríspida y precisa, al mismo tiempo hermética y nítida, plana y profunda, que es El Convento, tal vez el viejo sabio portugués nos quiera decir que está presto a expirar el tiempo de las obras maestras y que, por lo tanto, sería fatuo pretender buscarla en dicha superficie (y además, seguramente el pescador pensaría: ¿y quién tiene necesidad de obras maestras?).


Este texto se publicó originariamente en
Banda Aparte. Revista de cine - Formas de ver nº 4
Ediciones de la Mirada, Valencia, febrero 1996.