COORDINADORES: MARIEL MANRIQUE - HERNÁN MARTURET
PASOLINI SOBRE CHAUCER
En una de las escenas intermedias de Los cuentos de Canterbury (I racconti di Canterbury, Pier Paolo Pasolini, 1971-1972) aparece el propio Pasolini, que interpreta en su película a Geoffrey Chaucer, leyendo El Decamerón (Il Decameron, 1971), otro de los títulos incluidos en la denominada “Trilogía de la vida” (“Trilogia della vita”), compuesta además por Las mil y una noches (Il fiore delle mille e una notte, 1973-1974). En más de una ocasión vemos a Pasolini-Chaucer en su estudio, después de haberlo visto al comienzo junto a otros personajes de los Cuentos. En la escena en la que lee o escribe los cuentos, Pasolini-Chaucer se encuentra en un estudio que evoca una pintura de estilo flamenco, San Jerónimo en su estudio, de Antonello da Messina. La alusión al traductor dela
Vulgata , tal como ha sido representado en este óleo
renacentista, no es casual en una película que pretende volver a contar una de
las ficciones más felices de la literatura medieval.
La pregunta sobre la verosimilitud cinematográfica de la representación de Chaucer debiera preceder a todo comentario sobre la película. Pasolini ha sido un adaptador de grandes relatos literarios a la pantalla, es decir, un traductor en imágenes para nuestro tiempo de historias ya contadas, como los cuentos que se relataban los peregrinos de Canterbury. Presentar o representar los Cuentos de Canterbury (Canterbury Tales) de Chaucer a un público de nuestra época implica, sin embargo, asumir que las diferencias entre el mundo de Chaucer y el mundo de Pasolini no son insalvables y que las semejanzas humanas nos invitan a reflexionar sobre la verdad de nuestras vidas como espectadores (CHAUCER, 1984; 1992). La comadre de Bath dice al principio de los Cuentos de Pasolini que la verdad a veces se cuenta entre bromas y burlas. Hay, entonces, una verdad oculta en el entretenimiento que nos ofrecen estos Cuentos de Pasolini y, desde que así nos ha sido anunciado, tendremos que estar atentos no sólo a la parte jocosa de las historias, sino a lo jocosos que podríamos resultar como actores de una historia como la que estamos viendo.
De esa correspondencia entre el mundo de Chaucer y el mundo de Pasolini, y de la correspondencia entre el mundo de Pasolini y el de sus espectadores, depende la vitalidad de esta segunda parte de la Trilogía. Esa vitalidad se hace patente o audible en la presencia que tiene el canto en casi todos los cuentos, con su punto culminante en la figura del joven Perkin, que sigue cantando cuando está prisionero en el cepo. Una especie de exultación se apodera de los personajes que se ponen a cantar y bailar, como si no hubiera motivos para que el engaño o la frustración, que también padecen, les embargaran por completo el ánimo.
Como características superficiales de la poesía de Chaucer, la hilaridad y la moralidad aún son reconocibles en la película de Pasolini, cuya adaptación o traducción ha respetado ese juego de la imaginación, marcado por la libertad con la que los personajes quieren entretenernos mientras realizan su viaje. (Los cuentos rendían incluso su propio homenaje al cine cómico con la citada historia de Perkin, un trasunto de Charlot por su aspecto y pantomima; recuérdense las palabras de Ninetto Davoli a propósito de la emoción que le causaba recrear el humor de Chaplin en una película en la que aparecía su hija Josephine. Josephine encarnaba a la joven Mayo en el primer cuento, junto a Hugo Griffith en el papel de Enero).
Podemos decir incluso que la virtud de la adaptación consistiría en haber mantenido precisamente cierta continuidad entre la hilaridad y la moralidad, y que esa continuidad nos devuelve, de manera más eficaz que la recreación de los lugares e indumentaria de los personajes, al mundo en el que han nacido los Cuentos de Chaucer. La continuidad está asegurada por la imagen del mundo o el “orden civilizado antiguo” dominante en la época de Chaucer. El cristianismo forjó esa imagen desaparecida en la época de Pasolini, por lo que la traducción o adaptación de la poesía al cine era no solo un recurso, sino un desafío a la hora de presentar los Cuentos de Canterbury como una renovada fuente de entretenimiento. La descomposición de un mundo y la aparición de un mundo nuevo, vinculados por el trabajo de los artistas, hacen que prestemos atención a las diferencias entre sus obras.
Los Cuentos de Chaucer son contados para entretener a los peregrinos durante su viaje a Canterbury. Al principio, el propio Chaucer describe a los personajes que se convertirán sucesivamente en narradores. El carácter de los cuentos derivará del carácter de su narrador. Esa relativa libertad en el estilo es la que ha subrayado Harold Bloom al señalar en Chaucer a un precedente de Shakespeare (BLOOM, 1995: 117-138)1. La relativa libertad del personaje al contar su historia es un reflejo de la relativa irresponsabilidad del autor, que es otro oyente de la historia, de modo que el arte del escritor sería el arte de la transmisión. El dramatismo de los cuentos de Chaucer tiene un valor inequívoco: aunque sea el interés por la historia lo que nos mantiene atentos, el modo en el que se cuenta una historia nos habla, en primera instancia, de quien la cuenta.
Esa humanidad plural de los cuentos de Chaucer constituye su principal riqueza y la puerta de entrada al estudio de su labor como poeta. Esta pluralidad de voces se manifiesta en la diversidad de las historias. No todos los narradores tienen la misma aptitud para entretener a su público ni todo el público considerará entretenidas las mismas historias. Chaucer parece haber sido consciente de la complejidad que entrañaba entretener a un grupo numeroso de personas durante un viaje como el que iba a conducir a sus peregrinos hasta Canterbury. El lector de los Cuentos de Chaucer, sin embargo, está advertido desde el principio de quiénes son los compañeros de viaje del autor y está al corriente de que, a sugerencia del hostelero, cada uno va a contar una historia. El entretenimiento obtenido de este pasatiempo deberá ser debidamente cualificado. La peregrinación hasta Canterbury tiene un sentido diverso, a simple vista, al sentido que pueden tener los cuentos de los peregrinos, pero el progreso de la narración se solapa al progreso de la peregrinación.
Los personajes de Chaucer, representativos de la sociedad de su época, son de diversa extracción, por lo que no es de extrañar que cada uno narre una historia distinta, según el tipo de historias que hasta entonces le ha sido dado escuchar. Sin embargo, no todo tipo de historia resulta apropiado (lo que puede saber hasta el menos instruido de los viajeros) como fuente de entretenimiento durante una peregrinación a Canterbury.
En este sentido, también debe prestarse atención al cuento que cada personaje quiere contar, ya que nada nos induce a pensar que ese cuento fuera el único disponible. La historia puede haber sido escogida en función del momento o la sugerencia de que cada uno cuente una historia y también es posible que las historias ya contadas influyan, a su vez, en la que puedan contar los personajes que aún no han intervenido. El arte de Chaucer se extiende, pues, tanto al terreno del orden de los cuentos como al de los personajes por los que son contados: su arte no es sólo el arte delegado de la narración de los cuentos en los personajes que peregrinan a Canterbury, sino también el arte de la composición de las historias, una composición cuyo efecto conjunto tal vez escape a la atención que podemos prestar separadamente a los relatos2. No todos los lectores hallarán el mismo placer en escuchar las mismas historias. La aparente falta de unidad de la obra de Chaucer queda así mitigada por el tributo que el poeta paga a la diversidad de sus lectores.
Con todo, sigue pendiente la pregunta acerca de lo que tienen en común los lectores de los cuentos de Chaucer, ya que, si son lectores de toda la obra, habrán mostrado al final un interés suficiente para escuchar los cuentos de todos los personajes. Chaucer no habrá dejado pasar la oportunidad de apelar a lo que los lectores de sus cuentos tienen en común. De igual modo, algo une a sus personajes, a pesar de su diverso origen y carácter. Todos son peregrinos, todos se dirigen a Canterbury. El final del viaje, así como el final del libro, es necesariamente piadoso.
En efecto, el último de los cuentos de Chaucer es el cuento del párroco, que no es un verdadero cuento, sino una larga exposición doctrinal. La doctrina del párroco es la doctrina cristiana, la de los Evangelios y los Padres de la Iglesia, y la exposición sigue un orden premeditado por la gravedad de la materia, que son los pecados de los hombres. El cuento del párroco de Chaucer no pretende entretener, como es obvio, sino aleccionar a sus oyentes, que ya son los lectores del libro. El párroco establece en principio la siguiente distinción respecto a los pecados: “A decir verdad, el pecado es de dos clases: venial y mortal. En efecto, cuando el hombre ama a alguna criatura más que a Jesucristo, nuestro Creador, entonces comete pecado mortal; y en pecado venial incurre si el hombre ama a Jesucristo menos de lo que debe. Pero, en realidad, la comisión de este pecado venial es muy peligrosa, porque disminuye de continuo el amor que se debe tener a Dios” (CHAUCER, 1984: 351; 1992: 551). A continuación, el párroco nos explica qué ha de entenderse por penitencia o contrición y examina el origen de los siete pecados capitales (la soberbia, la envidia, la ira, la pereza, la avaricia, la gula y la lujuria) y sus remedios.
El aparente desorden de los cuentos es contrarrestado firmemente por el sermón del párroco a los peregrinos de Canterbury: “Así encargamos al hostelero que dijera que todos rogábamos al párroco que narrase su cuento. El hostelero, tomando la palabra por todos nosotros, expuso: -¡Señor sacerdote, contad en buena hora lo que queráis, que nosotros os escucharemos con agrado [and we wol gladly heere!]. Y luego de tales palabras, añadió: -Empero, sed breve [in litel space], porque el sol declina. Decid cosa provechosa en pocas palabras y Dios os preste su gracia para el bien” (CHAUCER, 1984: 334; 1992: 532).
El cuento del párroco no sólo no es breve, sino que es el más largo de los incluidos por Chaucer. Dada su extensión podemos pensar que, a diferencia de lo que exclama el hostelero, tampoco será escuchado “con agrado”. Con el pretexto de contar un cuento, el párroco pronuncia un sermón. Sin embargo, Chaucer ha creído necesario que el cuento del párroco figurase en último lugar porque el párroco debía tener, camino de Canterbury, una autoridad especial entre los peregrinos, derivada de su conocimiento de las cuestiones a tratar (la penitencia, los pecados y sus remedios). El párroco podía pensar que lo que más les convenía oír a los peregrinos, después de las historias anteriores, no era otro cuento, sino un largo sermón en el que se considerasen las faltas y enmiendas de la conducta humana. El lector de Chaucer sabe que el párroco desoye la petición del hostelero de que sea breve. Sin embargo, al extenderse en un sermón que abarcará los casos contados hasta entonces mantendrá su atención hasta el final. Que no se le escuche “con agrado” no implica que lo que cuenta el párroco sea desagradable. Existe un interés diverso al que despiertan las divertidas historias que hemos escuchado hasta entonces (recordemos que no todas las historias de Chaucer eran igualmente divertidas). El propósito del párroco no ha sido distraer a sus oyentes, sino instruirlos. La instrucción que podíamos obtener de los cuentos anteriores procedía de los ejemplos, pero la disparidad de los ejemplos nos había hecho seguir sobre todo la pista del agrado con el que se escuchaban las historias. Así sucedía, por ejemplo, con el cuento del mercader3.
La representación de la realidad a la que aspira el cine no equivale a la representación de la humanidad a la que aspira la poesía. Nuestra doble condición como lectores y espectadores nos invita a determinar el alcance de esa desigualdad. La representación de la realidad vendría dada por el medio cinematográfico, y la representación del carácter humano, por el literario. El poder de la literatura, recordaba Stevenson, no alcanza directamente a las vidas, sino a las palabras de los hombres. El límite de este poder frente a la vida es el que tienen las palabras para retratar a los hombres. Debemos ser cautos, decía el novelista, al hablar del realismo de la literatura (STEVENSON, 1983: 81-87). El poder de la literatura para la imaginación sería así un poder de traducción, susceptible de descubrir una verdadera “lengua franca” de la humanidad.
La ascendencia de la voz humana en la literatura queda sustituida en el cine, en principio, por la ascendencia de las imágenes. Esa ascendencia ha sido entendida de manera diversa por los grandes directores. Pasolini, de hecho, ha reflexionado con lucidez sobre su función pedagógica (PASOLINI, 1997: 17-58). Como las palabras (sin olvidar la faceta poética de Pasolini), las imágenes permiten descubrir el mundo en el que vivimos porque configuran un lenguaje propio. Las cosas, en esa muda pedagogía, hablan antes de que lo hagamos nosotros de un modo que tal vez pueda mermar nuestra capacidad de respuesta.
La pregunta por la capacidad de respuesta del público no es ociosa cuando se trata de obras de entretenimiento como la novela o el cine (CHESTERTON, 1962: 517-532); puede decirse que es una cuestión previa, que ha quedado deliberadamente resuelta por el novelista o el director antes de empezar a contar sus historias. Ya hemos mencionado la influencia de la oralidad en las historias de los peregrinos de Chaucer, él mismo autor y oyente de las historias de sus compañeros. Ese sentido común estaba garantizado por la ficción de la peregrinación como marco de todas las ficciones. Este punto es más arduo en el caso de Pasolini.
El director es el primero en tener conciencia de lo que el público verá y escuchará (es notable que el principio y el final de los Cuentos de Pasolini sean casi inarticulados). La capacidad de respuesta del público queda apuntada desde los créditos de la película. El nuestro es un mundo de espectadores antes que de lectores, pero sabemos que Pasolini adapta, reescribe (¿traduce?) al medio audiovisual los Cuentos de Chaucer. Así, al final de la película, vemos cómo Pasolini qua Chaucer anota de su puño y letra que los cuentos han sido contados por el placer mismo de contarlos. La sugerencia de que los cuentos originales han de ser leídos es un rasgo evidente de la fidelidad de Pasolini a Chaucer, o del director al poeta, aunque ya nos advierte de un cambio de énfasis, como sabemos, respecto a la idea original de que se cuenten las historias.
Con todo, para Pasolini la capacidad de respuesta del público estaría implicada en la presentación misma de sus cuentos, no hilvanados por las voces de los personajes, sino sólo yuxtapuestos, con su esporádica aparición como el poeta en el momento de concebirlos o escribirlos. La yuxtaposición bastaría para garantizar la coherencia de toda la serie, aunque la vista no sea más rápida que el oído. En efecto, la narración de los Cuentos de Pasolini tiene una mayor afinidad con la pintura que con la poesía de Chaucer.
La acción de los cuentos resulta singularmente fragmentada en las escenas en las que se divide cada uno, de manera que algunas parecen cuadros creados por el autor en virtud del paisaje natural o urbano en el que se sitúa la acción. Cierta voluntad de ruptura o discontinuidad es un rasgo de estilo en esta y otras películas de Pasolini, un rasgo que constituye una fortaleza desde el punto de vista dramático y una debilidad desde el punto de vista narrativo. Sin embargo, una obra como los Cuentos de Chaucer habría proporcionado una oportunidad idónea para cultivar la posibilidad del cine como medio de contar historias a un público que mayoritariamente desconociera el libro en el que se inspiraba.
El cine (como es el caso original del cine americano) puede ser el heredero de la novela como arte de los grandes relatos, herencia que se hace efectiva en la forma en la que los realizadores representan la realidad y asumen la capacidad del público de responder, en términos morales, a la historia contada. En el caso de Pasolini, su lectura o traducción (o herencia) de Chaucer se materializa en una representación de la realidad que asume la relativa incapacidad -o necesidad de reeducación- del público para responder a los términos estéticos con los que presenta sus historias (PASOLINI, 1997: 37).
Esto repercute en la evidente ausencia de familiaridad con la que se nos muestran los personajes de Pasolini, cuyas palabras y gestos son lanzados al espectador como un desafío antes que como una invitación al interés que podrían despertar, hasta el punto de que nos preguntemos, en definitiva, si el placer de contar los cuentos -el punto final de la película- es equivalente al placer (o al agrado del hostelero) que debía provocar verlos y oírlos.
La imitación de la realidad de la que es susceptible el medio cinematográfico no ha tenido en Pasolini tanto peso como la trasposición pictórica o teatral, al marco de la pantalla, de la realidad del siglo XIV de Chaucer. La trasposición, sin embargo, está determinada, aún más que por la citada ausencia de familiaridad, por la falta de pudor con la que el director ha querido contar sus historias de la Trilogía de la vida, lo que acabaría por revelarnos tanto la preferencia de Pasolini en calidad de lector de Chaucer como los prejuicios o manipulación del “poder consumista” que llega a usar de manera espuria las imágenes expresivas de aquel impudor, una violación que llevaría al director a abjurar públicamente de su obra4.
Al considerar que no debían omitirse las escenas que había que mostrar sin pudor en aras de la trama, Pasolini fue el primero en ser consciente de que el énfasis en la realidad traspuesta, más allá del artificio de representación de la realidad prometido por el lenguaje cinematográfico, perjudicaba o limitaba la libertad con la que el espectador podía imaginar otros sucesos diversos a los escogidos para contar sus historias. En otras palabras, la trasposición hacía más visible al director que a la propia realidad de los Cuentos y esa desviación del “medio artístico” empleado al “mediador” era más evidente en la secuencia escatológica que en cualquiera de los relatos anteriores.
Aquí nos resulta orientador volver por un instante al comentario de Chesterton sobre el mundo de Chaucer, un mundo en el que las disputas eclesiásticas (como la ocurrida entre el alguacil y el fraile) tenían una amplitud de la que carece la pintura negra del infierno con la que Pasolini concluye su peregrinación: “Si Chaucer presentaba en el alguacil a las autoridades de la iglesia inglesa contra los frailes extranjeros, escogió un héroe de bien singular apariencia. Pero sospecho que Chaucer escribía un poema, y especialmente hacía una narración, y que para él, como artista, eran mucho más importantes el colorido y la energía de las figuras del alguacil y el fraile que los intereses que personifican en la ley eclesiástica” (CHESTERTON, 1962: 547).
La Iglesia que aparece en los cuentos de Pasolini es tanto la de los frailes fustigados en el infierno como la de las autoridades inquisitoriales que, tras castigar al sodomita que no cede a la extorsión, tampoco escapan a la condena del diablo. La falta de matices del anticatolicismo de Pasolini revela un dato de su propio mundo antes que del mundo de los Cuentos de Chaucer. Domina así, tanto en los Cuentos como en toda la Trilogía, un espíritu de protesta ostensible en la estética de la película (lo que se ha llamado el “materialismo de las imágenes”). El tiempo de la narración queda sustituido por una voluntad de provocación que apunta a denunciar los procedimientos de degradación empleados por las estructuras del “poder y su cultura” en la sociedad de esa época. Resulta curioso advertir que la radicalidad de Pasolini tiene en este sentido un punto en común con el medievalismo subyacente a la lectura de la obra y figura de Chaucer por parte de Chesterton.
La intención del creador del Padre Brown había sido devolvernos una idea de la poesía de Chaucer no contaminada por las transformaciones a las que habría sido sometida por los cambios culturales de los siglos posteriores, de los que Chaucer no podía ser responsable. La antipatía de Chesterton hacia el mundo capitalista respecto al medieval no se expresaba, sin embargo, de manera nostálgica, sino paradójica, porque el autor se esforzaba en entender tan bien a Chaucer, al menos, como Chaucer podía entenderse a sí mismo. De paso, Chesterton señalaba que la ausencia en nuestro tiempo del elemento cohesivo de la sociedad medieval (como los gremios y las órdenes de caballería) no suponía un progreso, sino un déficit al que habría que hacer frente. Es notable, desde este punto de vista, que la religiosidad de Chesterton admita un parangón con el valor de oposición que Pasolini aún adjudicaba a la religión, más allá de la crítica de la Iglesia. (La Iglesia había perdido la ocasión de mostrar su oposición al Palacio, según Pasolini, y su debilitada situación habría llevado al director a renunciar a su último proyecto, sobre San Paolo, y a realizar en su lugar, en 1975, la desesperanzada Salò). (PASOLINI, 1982)
En Chesterton, sin embargo, el vigor de la fe era un elemento fundamental de la reconsideración o restauración de Chaucer, al que presenta como prototipo del “inglés emergente”, cuyo mérito como poeta no se veía menoscabado por la falta de renombre o ausencia de herederos en la poesía inglesa. El sentido de humanidad transmitido por los Cuentos de Chaucer ha hecho de él un poeta también para nuestro tiempo, al que había que modernizar, como decía el escritor de las paradojas, con el fin de que siguiera siendo medieval. Pero es la fe de Chesteron la que justificaba esa pretensión de leer imparcialmente a Chaucer (una fe que había querido reafirmar ante su propia época) y no Chaucer quien servía para justificar la fe del ensayista. Hay en esa relación de Chesterton con Chaucer un caso de filiación que contrastaría con la afiliación ostensible en la aproximación de Pasolini a los Cuentos de Canterbury (SAID, 2008: 30 y ss.).
El arte cinematográfico de Pasolini, a diferencia del ensayo de Chesterton, está en gran medida al servicio de una causa, tal como se advierte en la interpretación de su Trilogía como una alegoría de la contaminación (RUMBLE, 1996). El libérrimo uso de los textos literarios clásicos permite romper con la tendencia a rendirles culto como obras canónicas de la cultura occidental.
En la obra de Pasolini el pasado es rescatado como una alegoría del presente y la noción de entretenimiento queda atenuada ante la postulación de imágenes que no podían ser cómodamente adaptadas o traducidas al sentido acostumbrado del relato cinematográfico. La aguda conciencia de Pasolini respecto de la función opositora del arte habría impedido que fuera un fiel traductor de Chaucer, para quien, como recordaba Chesterton, la función de la poesía en su sociedad no había sido una cuestión controvertida. La cuestión que hoy resulta controvertida para nosotros es si un arte comprometido con la sociedad, tal como puede estarlo el cine en la democracia, obrará un efecto más poderoso, con vistas a su función crítica, por el hecho de disminuir la virtud del entretenimiento y aumentar la carga de resistencia ante las deficiencias o abusos de la realidad cultural, social o política existente. La desconfianza de Pasolini ante la posibilidad de regeneración de la sociedad de su tiempo podía estar sobradamente justificada, pero esa necesidad de regeneración no habría justificado, a su vez, la desconfianza hacia la oportunidad de forjar historias en las que la narración o la imaginación coadyuvaran a distinguir las luces y las sombras entre las que los espectadores nos seguimos moviendo a diario.
Notas
Bibliografía
PASOLINI SOBRE CHAUCER
POR JAVIER ALCORIZA
En una de las escenas intermedias de Los cuentos de Canterbury (I racconti di Canterbury, Pier Paolo Pasolini, 1971-1972) aparece el propio Pasolini, que interpreta en su película a Geoffrey Chaucer, leyendo El Decamerón (Il Decameron, 1971), otro de los títulos incluidos en la denominada “Trilogía de la vida” (“Trilogia della vita”), compuesta además por Las mil y una noches (Il fiore delle mille e una notte, 1973-1974). En más de una ocasión vemos a Pasolini-Chaucer en su estudio, después de haberlo visto al comienzo junto a otros personajes de los Cuentos. En la escena en la que lee o escribe los cuentos, Pasolini-Chaucer se encuentra en un estudio que evoca una pintura de estilo flamenco, San Jerónimo en su estudio, de Antonello da Messina. La alusión al traductor de
La pregunta sobre la verosimilitud cinematográfica de la representación de Chaucer debiera preceder a todo comentario sobre la película. Pasolini ha sido un adaptador de grandes relatos literarios a la pantalla, es decir, un traductor en imágenes para nuestro tiempo de historias ya contadas, como los cuentos que se relataban los peregrinos de Canterbury. Presentar o representar los Cuentos de Canterbury (Canterbury Tales) de Chaucer a un público de nuestra época implica, sin embargo, asumir que las diferencias entre el mundo de Chaucer y el mundo de Pasolini no son insalvables y que las semejanzas humanas nos invitan a reflexionar sobre la verdad de nuestras vidas como espectadores (CHAUCER, 1984; 1992). La comadre de Bath dice al principio de los Cuentos de Pasolini que la verdad a veces se cuenta entre bromas y burlas. Hay, entonces, una verdad oculta en el entretenimiento que nos ofrecen estos Cuentos de Pasolini y, desde que así nos ha sido anunciado, tendremos que estar atentos no sólo a la parte jocosa de las historias, sino a lo jocosos que podríamos resultar como actores de una historia como la que estamos viendo.
De esa correspondencia entre el mundo de Chaucer y el mundo de Pasolini, y de la correspondencia entre el mundo de Pasolini y el de sus espectadores, depende la vitalidad de esta segunda parte de la Trilogía. Esa vitalidad se hace patente o audible en la presencia que tiene el canto en casi todos los cuentos, con su punto culminante en la figura del joven Perkin, que sigue cantando cuando está prisionero en el cepo. Una especie de exultación se apodera de los personajes que se ponen a cantar y bailar, como si no hubiera motivos para que el engaño o la frustración, que también padecen, les embargaran por completo el ánimo.
Como características superficiales de la poesía de Chaucer, la hilaridad y la moralidad aún son reconocibles en la película de Pasolini, cuya adaptación o traducción ha respetado ese juego de la imaginación, marcado por la libertad con la que los personajes quieren entretenernos mientras realizan su viaje. (Los cuentos rendían incluso su propio homenaje al cine cómico con la citada historia de Perkin, un trasunto de Charlot por su aspecto y pantomima; recuérdense las palabras de Ninetto Davoli a propósito de la emoción que le causaba recrear el humor de Chaplin en una película en la que aparecía su hija Josephine. Josephine encarnaba a la joven Mayo en el primer cuento, junto a Hugo Griffith en el papel de Enero).
Podemos decir incluso que la virtud de la adaptación consistiría en haber mantenido precisamente cierta continuidad entre la hilaridad y la moralidad, y que esa continuidad nos devuelve, de manera más eficaz que la recreación de los lugares e indumentaria de los personajes, al mundo en el que han nacido los Cuentos de Chaucer. La continuidad está asegurada por la imagen del mundo o el “orden civilizado antiguo” dominante en la época de Chaucer. El cristianismo forjó esa imagen desaparecida en la época de Pasolini, por lo que la traducción o adaptación de la poesía al cine era no solo un recurso, sino un desafío a la hora de presentar los Cuentos de Canterbury como una renovada fuente de entretenimiento. La descomposición de un mundo y la aparición de un mundo nuevo, vinculados por el trabajo de los artistas, hacen que prestemos atención a las diferencias entre sus obras.
Los Cuentos de Chaucer son contados para entretener a los peregrinos durante su viaje a Canterbury. Al principio, el propio Chaucer describe a los personajes que se convertirán sucesivamente en narradores. El carácter de los cuentos derivará del carácter de su narrador. Esa relativa libertad en el estilo es la que ha subrayado Harold Bloom al señalar en Chaucer a un precedente de Shakespeare (BLOOM, 1995: 117-138)1. La relativa libertad del personaje al contar su historia es un reflejo de la relativa irresponsabilidad del autor, que es otro oyente de la historia, de modo que el arte del escritor sería el arte de la transmisión. El dramatismo de los cuentos de Chaucer tiene un valor inequívoco: aunque sea el interés por la historia lo que nos mantiene atentos, el modo en el que se cuenta una historia nos habla, en primera instancia, de quien la cuenta.
Esa humanidad plural de los cuentos de Chaucer constituye su principal riqueza y la puerta de entrada al estudio de su labor como poeta. Esta pluralidad de voces se manifiesta en la diversidad de las historias. No todos los narradores tienen la misma aptitud para entretener a su público ni todo el público considerará entretenidas las mismas historias. Chaucer parece haber sido consciente de la complejidad que entrañaba entretener a un grupo numeroso de personas durante un viaje como el que iba a conducir a sus peregrinos hasta Canterbury. El lector de los Cuentos de Chaucer, sin embargo, está advertido desde el principio de quiénes son los compañeros de viaje del autor y está al corriente de que, a sugerencia del hostelero, cada uno va a contar una historia. El entretenimiento obtenido de este pasatiempo deberá ser debidamente cualificado. La peregrinación hasta Canterbury tiene un sentido diverso, a simple vista, al sentido que pueden tener los cuentos de los peregrinos, pero el progreso de la narración se solapa al progreso de la peregrinación.
Los personajes de Chaucer, representativos de la sociedad de su época, son de diversa extracción, por lo que no es de extrañar que cada uno narre una historia distinta, según el tipo de historias que hasta entonces le ha sido dado escuchar. Sin embargo, no todo tipo de historia resulta apropiado (lo que puede saber hasta el menos instruido de los viajeros) como fuente de entretenimiento durante una peregrinación a Canterbury.
En este sentido, también debe prestarse atención al cuento que cada personaje quiere contar, ya que nada nos induce a pensar que ese cuento fuera el único disponible. La historia puede haber sido escogida en función del momento o la sugerencia de que cada uno cuente una historia y también es posible que las historias ya contadas influyan, a su vez, en la que puedan contar los personajes que aún no han intervenido. El arte de Chaucer se extiende, pues, tanto al terreno del orden de los cuentos como al de los personajes por los que son contados: su arte no es sólo el arte delegado de la narración de los cuentos en los personajes que peregrinan a Canterbury, sino también el arte de la composición de las historias, una composición cuyo efecto conjunto tal vez escape a la atención que podemos prestar separadamente a los relatos2. No todos los lectores hallarán el mismo placer en escuchar las mismas historias. La aparente falta de unidad de la obra de Chaucer queda así mitigada por el tributo que el poeta paga a la diversidad de sus lectores.
Con todo, sigue pendiente la pregunta acerca de lo que tienen en común los lectores de los cuentos de Chaucer, ya que, si son lectores de toda la obra, habrán mostrado al final un interés suficiente para escuchar los cuentos de todos los personajes. Chaucer no habrá dejado pasar la oportunidad de apelar a lo que los lectores de sus cuentos tienen en común. De igual modo, algo une a sus personajes, a pesar de su diverso origen y carácter. Todos son peregrinos, todos se dirigen a Canterbury. El final del viaje, así como el final del libro, es necesariamente piadoso.
En efecto, el último de los cuentos de Chaucer es el cuento del párroco, que no es un verdadero cuento, sino una larga exposición doctrinal. La doctrina del párroco es la doctrina cristiana, la de los Evangelios y los Padres de la Iglesia, y la exposición sigue un orden premeditado por la gravedad de la materia, que son los pecados de los hombres. El cuento del párroco de Chaucer no pretende entretener, como es obvio, sino aleccionar a sus oyentes, que ya son los lectores del libro. El párroco establece en principio la siguiente distinción respecto a los pecados: “A decir verdad, el pecado es de dos clases: venial y mortal. En efecto, cuando el hombre ama a alguna criatura más que a Jesucristo, nuestro Creador, entonces comete pecado mortal; y en pecado venial incurre si el hombre ama a Jesucristo menos de lo que debe. Pero, en realidad, la comisión de este pecado venial es muy peligrosa, porque disminuye de continuo el amor que se debe tener a Dios” (CHAUCER, 1984: 351; 1992: 551). A continuación, el párroco nos explica qué ha de entenderse por penitencia o contrición y examina el origen de los siete pecados capitales (la soberbia, la envidia, la ira, la pereza, la avaricia, la gula y la lujuria) y sus remedios.
El aparente desorden de los cuentos es contrarrestado firmemente por el sermón del párroco a los peregrinos de Canterbury: “Así encargamos al hostelero que dijera que todos rogábamos al párroco que narrase su cuento. El hostelero, tomando la palabra por todos nosotros, expuso: -¡Señor sacerdote, contad en buena hora lo que queráis, que nosotros os escucharemos con agrado [and we wol gladly heere!]. Y luego de tales palabras, añadió: -Empero, sed breve [in litel space], porque el sol declina. Decid cosa provechosa en pocas palabras y Dios os preste su gracia para el bien” (CHAUCER, 1984: 334; 1992: 532).
El cuento del párroco no sólo no es breve, sino que es el más largo de los incluidos por Chaucer. Dada su extensión podemos pensar que, a diferencia de lo que exclama el hostelero, tampoco será escuchado “con agrado”. Con el pretexto de contar un cuento, el párroco pronuncia un sermón. Sin embargo, Chaucer ha creído necesario que el cuento del párroco figurase en último lugar porque el párroco debía tener, camino de Canterbury, una autoridad especial entre los peregrinos, derivada de su conocimiento de las cuestiones a tratar (la penitencia, los pecados y sus remedios). El párroco podía pensar que lo que más les convenía oír a los peregrinos, después de las historias anteriores, no era otro cuento, sino un largo sermón en el que se considerasen las faltas y enmiendas de la conducta humana. El lector de Chaucer sabe que el párroco desoye la petición del hostelero de que sea breve. Sin embargo, al extenderse en un sermón que abarcará los casos contados hasta entonces mantendrá su atención hasta el final. Que no se le escuche “con agrado” no implica que lo que cuenta el párroco sea desagradable. Existe un interés diverso al que despiertan las divertidas historias que hemos escuchado hasta entonces (recordemos que no todas las historias de Chaucer eran igualmente divertidas). El propósito del párroco no ha sido distraer a sus oyentes, sino instruirlos. La instrucción que podíamos obtener de los cuentos anteriores procedía de los ejemplos, pero la disparidad de los ejemplos nos había hecho seguir sobre todo la pista del agrado con el que se escuchaban las historias. Así sucedía, por ejemplo, con el cuento del mercader3.
La representación de la realidad a la que aspira el cine no equivale a la representación de la humanidad a la que aspira la poesía. Nuestra doble condición como lectores y espectadores nos invita a determinar el alcance de esa desigualdad. La representación de la realidad vendría dada por el medio cinematográfico, y la representación del carácter humano, por el literario. El poder de la literatura, recordaba Stevenson, no alcanza directamente a las vidas, sino a las palabras de los hombres. El límite de este poder frente a la vida es el que tienen las palabras para retratar a los hombres. Debemos ser cautos, decía el novelista, al hablar del realismo de la literatura (STEVENSON, 1983: 81-87). El poder de la literatura para la imaginación sería así un poder de traducción, susceptible de descubrir una verdadera “lengua franca” de la humanidad.
La ascendencia de la voz humana en la literatura queda sustituida en el cine, en principio, por la ascendencia de las imágenes. Esa ascendencia ha sido entendida de manera diversa por los grandes directores. Pasolini, de hecho, ha reflexionado con lucidez sobre su función pedagógica (PASOLINI, 1997: 17-58). Como las palabras (sin olvidar la faceta poética de Pasolini), las imágenes permiten descubrir el mundo en el que vivimos porque configuran un lenguaje propio. Las cosas, en esa muda pedagogía, hablan antes de que lo hagamos nosotros de un modo que tal vez pueda mermar nuestra capacidad de respuesta.
La pregunta por la capacidad de respuesta del público no es ociosa cuando se trata de obras de entretenimiento como la novela o el cine (CHESTERTON, 1962: 517-532); puede decirse que es una cuestión previa, que ha quedado deliberadamente resuelta por el novelista o el director antes de empezar a contar sus historias. Ya hemos mencionado la influencia de la oralidad en las historias de los peregrinos de Chaucer, él mismo autor y oyente de las historias de sus compañeros. Ese sentido común estaba garantizado por la ficción de la peregrinación como marco de todas las ficciones. Este punto es más arduo en el caso de Pasolini.
El director es el primero en tener conciencia de lo que el público verá y escuchará (es notable que el principio y el final de los Cuentos de Pasolini sean casi inarticulados). La capacidad de respuesta del público queda apuntada desde los créditos de la película. El nuestro es un mundo de espectadores antes que de lectores, pero sabemos que Pasolini adapta, reescribe (¿traduce?) al medio audiovisual los Cuentos de Chaucer. Así, al final de la película, vemos cómo Pasolini qua Chaucer anota de su puño y letra que los cuentos han sido contados por el placer mismo de contarlos. La sugerencia de que los cuentos originales han de ser leídos es un rasgo evidente de la fidelidad de Pasolini a Chaucer, o del director al poeta, aunque ya nos advierte de un cambio de énfasis, como sabemos, respecto a la idea original de que se cuenten las historias.
Con todo, para Pasolini la capacidad de respuesta del público estaría implicada en la presentación misma de sus cuentos, no hilvanados por las voces de los personajes, sino sólo yuxtapuestos, con su esporádica aparición como el poeta en el momento de concebirlos o escribirlos. La yuxtaposición bastaría para garantizar la coherencia de toda la serie, aunque la vista no sea más rápida que el oído. En efecto, la narración de los Cuentos de Pasolini tiene una mayor afinidad con la pintura que con la poesía de Chaucer.
La acción de los cuentos resulta singularmente fragmentada en las escenas en las que se divide cada uno, de manera que algunas parecen cuadros creados por el autor en virtud del paisaje natural o urbano en el que se sitúa la acción. Cierta voluntad de ruptura o discontinuidad es un rasgo de estilo en esta y otras películas de Pasolini, un rasgo que constituye una fortaleza desde el punto de vista dramático y una debilidad desde el punto de vista narrativo. Sin embargo, una obra como los Cuentos de Chaucer habría proporcionado una oportunidad idónea para cultivar la posibilidad del cine como medio de contar historias a un público que mayoritariamente desconociera el libro en el que se inspiraba.
El cine (como es el caso original del cine americano) puede ser el heredero de la novela como arte de los grandes relatos, herencia que se hace efectiva en la forma en la que los realizadores representan la realidad y asumen la capacidad del público de responder, en términos morales, a la historia contada. En el caso de Pasolini, su lectura o traducción (o herencia) de Chaucer se materializa en una representación de la realidad que asume la relativa incapacidad -o necesidad de reeducación- del público para responder a los términos estéticos con los que presenta sus historias (PASOLINI, 1997: 37).
Esto repercute en la evidente ausencia de familiaridad con la que se nos muestran los personajes de Pasolini, cuyas palabras y gestos son lanzados al espectador como un desafío antes que como una invitación al interés que podrían despertar, hasta el punto de que nos preguntemos, en definitiva, si el placer de contar los cuentos -el punto final de la película- es equivalente al placer (o al agrado del hostelero) que debía provocar verlos y oírlos.
La imitación de la realidad de la que es susceptible el medio cinematográfico no ha tenido en Pasolini tanto peso como la trasposición pictórica o teatral, al marco de la pantalla, de la realidad del siglo XIV de Chaucer. La trasposición, sin embargo, está determinada, aún más que por la citada ausencia de familiaridad, por la falta de pudor con la que el director ha querido contar sus historias de la Trilogía de la vida, lo que acabaría por revelarnos tanto la preferencia de Pasolini en calidad de lector de Chaucer como los prejuicios o manipulación del “poder consumista” que llega a usar de manera espuria las imágenes expresivas de aquel impudor, una violación que llevaría al director a abjurar públicamente de su obra4.
Al considerar que no debían omitirse las escenas que había que mostrar sin pudor en aras de la trama, Pasolini fue el primero en ser consciente de que el énfasis en la realidad traspuesta, más allá del artificio de representación de la realidad prometido por el lenguaje cinematográfico, perjudicaba o limitaba la libertad con la que el espectador podía imaginar otros sucesos diversos a los escogidos para contar sus historias. En otras palabras, la trasposición hacía más visible al director que a la propia realidad de los Cuentos y esa desviación del “medio artístico” empleado al “mediador” era más evidente en la secuencia escatológica que en cualquiera de los relatos anteriores.
Aquí nos resulta orientador volver por un instante al comentario de Chesterton sobre el mundo de Chaucer, un mundo en el que las disputas eclesiásticas (como la ocurrida entre el alguacil y el fraile) tenían una amplitud de la que carece la pintura negra del infierno con la que Pasolini concluye su peregrinación: “Si Chaucer presentaba en el alguacil a las autoridades de la iglesia inglesa contra los frailes extranjeros, escogió un héroe de bien singular apariencia. Pero sospecho que Chaucer escribía un poema, y especialmente hacía una narración, y que para él, como artista, eran mucho más importantes el colorido y la energía de las figuras del alguacil y el fraile que los intereses que personifican en la ley eclesiástica” (CHESTERTON, 1962: 547).
La Iglesia que aparece en los cuentos de Pasolini es tanto la de los frailes fustigados en el infierno como la de las autoridades inquisitoriales que, tras castigar al sodomita que no cede a la extorsión, tampoco escapan a la condena del diablo. La falta de matices del anticatolicismo de Pasolini revela un dato de su propio mundo antes que del mundo de los Cuentos de Chaucer. Domina así, tanto en los Cuentos como en toda la Trilogía, un espíritu de protesta ostensible en la estética de la película (lo que se ha llamado el “materialismo de las imágenes”). El tiempo de la narración queda sustituido por una voluntad de provocación que apunta a denunciar los procedimientos de degradación empleados por las estructuras del “poder y su cultura” en la sociedad de esa época. Resulta curioso advertir que la radicalidad de Pasolini tiene en este sentido un punto en común con el medievalismo subyacente a la lectura de la obra y figura de Chaucer por parte de Chesterton.
La intención del creador del Padre Brown había sido devolvernos una idea de la poesía de Chaucer no contaminada por las transformaciones a las que habría sido sometida por los cambios culturales de los siglos posteriores, de los que Chaucer no podía ser responsable. La antipatía de Chesterton hacia el mundo capitalista respecto al medieval no se expresaba, sin embargo, de manera nostálgica, sino paradójica, porque el autor se esforzaba en entender tan bien a Chaucer, al menos, como Chaucer podía entenderse a sí mismo. De paso, Chesterton señalaba que la ausencia en nuestro tiempo del elemento cohesivo de la sociedad medieval (como los gremios y las órdenes de caballería) no suponía un progreso, sino un déficit al que habría que hacer frente. Es notable, desde este punto de vista, que la religiosidad de Chesterton admita un parangón con el valor de oposición que Pasolini aún adjudicaba a la religión, más allá de la crítica de la Iglesia. (La Iglesia había perdido la ocasión de mostrar su oposición al Palacio, según Pasolini, y su debilitada situación habría llevado al director a renunciar a su último proyecto, sobre San Paolo, y a realizar en su lugar, en 1975, la desesperanzada Salò). (PASOLINI, 1982)
En Chesterton, sin embargo, el vigor de la fe era un elemento fundamental de la reconsideración o restauración de Chaucer, al que presenta como prototipo del “inglés emergente”, cuyo mérito como poeta no se veía menoscabado por la falta de renombre o ausencia de herederos en la poesía inglesa. El sentido de humanidad transmitido por los Cuentos de Chaucer ha hecho de él un poeta también para nuestro tiempo, al que había que modernizar, como decía el escritor de las paradojas, con el fin de que siguiera siendo medieval. Pero es la fe de Chesteron la que justificaba esa pretensión de leer imparcialmente a Chaucer (una fe que había querido reafirmar ante su propia época) y no Chaucer quien servía para justificar la fe del ensayista. Hay en esa relación de Chesterton con Chaucer un caso de filiación que contrastaría con la afiliación ostensible en la aproximación de Pasolini a los Cuentos de Canterbury (SAID, 2008: 30 y ss.).
El arte cinematográfico de Pasolini, a diferencia del ensayo de Chesterton, está en gran medida al servicio de una causa, tal como se advierte en la interpretación de su Trilogía como una alegoría de la contaminación (RUMBLE, 1996). El libérrimo uso de los textos literarios clásicos permite romper con la tendencia a rendirles culto como obras canónicas de la cultura occidental.
En la obra de Pasolini el pasado es rescatado como una alegoría del presente y la noción de entretenimiento queda atenuada ante la postulación de imágenes que no podían ser cómodamente adaptadas o traducidas al sentido acostumbrado del relato cinematográfico. La aguda conciencia de Pasolini respecto de la función opositora del arte habría impedido que fuera un fiel traductor de Chaucer, para quien, como recordaba Chesterton, la función de la poesía en su sociedad no había sido una cuestión controvertida. La cuestión que hoy resulta controvertida para nosotros es si un arte comprometido con la sociedad, tal como puede estarlo el cine en la democracia, obrará un efecto más poderoso, con vistas a su función crítica, por el hecho de disminuir la virtud del entretenimiento y aumentar la carga de resistencia ante las deficiencias o abusos de la realidad cultural, social o política existente. La desconfianza de Pasolini ante la posibilidad de regeneración de la sociedad de su tiempo podía estar sobradamente justificada, pero esa necesidad de regeneración no habría justificado, a su vez, la desconfianza hacia la oportunidad de forjar historias en las que la narración o la imaginación coadyuvaran a distinguir las luces y las sombras entre las que los espectadores nos seguimos moviendo a diario.
Notas
1. Téngase en cuenta el siguiente comentario de Bloom: “La
razón por la que muchos críticos eruditos de Chaucer y Shakespeare son
encarnizadamente más moralistas que sus poetas me parece un triste enigma y uno
sospecha que tiene que ver con cierto engreimiento moral que está destruyendo
los estudios literarios en nombre de la justicia socioeconómica. Los herederos del
platonismo, tanto los estudiosos tradicionales como los funcionarios del
resentimiento, aun cuando nada sepan de Platón, pretenden desterrar lo poético
de la poesía. Las más grandes creaciones de Chaucer son la Comadre de Bath y el
Bulero, que Shakespeare evidentemente conoció y de quienes sacó buen provecho,
más que de ningún otro estímulo literario. Comprender qué interesó a
Shakespeare es regresar al verdadero sendero de la canonización, donde los
grandes escritores escogen a sus ineludibles precursores”. (CHAUCER, 1995: 125)
2. Chesterton opina que “lo mismo que en este caso los arcos se
levantan más firmes que las estatuas y los muros se hacen antes y más
firmemente que los ornamentos, así en la labor de Chaucer la armadura es más
hermosa que las narraciones que corresponden a las estatuas”. (CHESTERTON,
1962: 612)
3. El cuento del mercader responde al del estudiante, que es la
historia de Gualtero y la paciente Griselida; en el ‘Prólogo’, el mercader dice
tener “una mujer que juzgo la peor que puede haber y me atrevo a jurar que,
aunque el diablo estuviese casado con ella, ella le dominaría”. El cuento del
mercader es el primero de los Cuentos de Pasolini, el matrimonio de
Enero y Mayo. Antes de contar su historia, el mercader de Chaucer cita la advertencia
de Teofrasto sobre la inconveniencia de casarse, pues “un fiel sirviente pone
más diligencia en conservar tus bienes que tu propia mujer”, pero también
considera “desgraciado al que no tiene mujer”, y evoca los ejemplos bíblicos de
Rebeca, Judit, Abigail y Esther. Más adelante, tras el discurso de Justino,
Enero, espoleado por Placebo, decide casarse con Mayo.
Durante el encuentro clandestino
de Mayo con Damián en el jardín, aparecen Proserpina y Plutón, y el dios sigue
disertando sobre historias memorables “acerca de vuestra infidelidad y
fragilidad”. La última palabra, no obstante, es la de “la reina de las hadas”,
disgustada por la alusión al “lujurioso e idólatra” Salomón: “Yo no estimo en
una mariposa todas las villanías que vosotros escribís de las mujeres”.
4. “Abjuración de la Trilogía de la vida” (PASOLINI, 1997: 61-64). Sobre el
verdadero motivo de la abjuración, véase el comentario de Silvestra Mariniello
(MARINIELLO, 1999: 365-366).
Bibliografía
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y el personaje shakespeariano. En El canon occidental. La escuela y los
libros de todas las épocas (pp. 117-138), trad. de D. Alou. Barcelona:
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CHAUCER, Geoffrey (1984). Cuentos de Canterbury, introducción de J. Lamarca, trad. de J. G
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University of Toronto Press.
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STEVENSON, Robert Louis (1983). Ensayos
literarios, trad. de B. Canals y J. I. de Laiglesia. Madrid: Hiperión.