Mayo 2013
POR DÓNDE COGERLO
Pasan
los meses y el tiempo va cambiando, pero el clima moral no mejora; si acaso, cada
día que pasa, y conforme va subiendo la temperatura, el ambiente sigue
caldeándose. A la vista de cómo se desarrollan los acontecimientos, superada la
capacidad de sorpresa y el límite personal de indignación soportable, uno se
pregunta si esto hay por dónde cogerlo. La respuesta no está en absoluto clara,
y menos aún que sea afirmativa; pero lo cierto es que tenemos, como poco, que
intentarlo. Y, aunque haya nuevo Papa (¡argentino! –ya se verá si no todo se
queda en las formas, porque el obispo de Alcalá, valga como ejemplo, sigue erre
que erre sin inmutarse diciendo estupideces una tras otra sin que nadie le pare
los pies), como no es cuestión de encomendarse a Dios, estamos condenados a
tratar de buscar soluciones constructivas y adultas a un problema que nos involucra
globalmente, a instituciones, empresas, organizaciones sociales e individuos.
Echemos
un vistazo a algunos de los asuntos más controvertidos de la actualidad,
empezando por la crisis europea. La salida que se ha visto forzado a tomar
Chipre, y una eventual imitación en otros países, resulta de todo punto
inadmisible: decretar un corralito con findesemanidad y alevosía y
practicar onerosas quitas al ahorro privado supone una forma de incautación tan
impresentable y anacrónica que la respuesta de la ciudadanía, entre la alarma y
el escándalo, se nos ha antojado, por una vez, incluso moderada (suponemos que
todavía estarán estupefactos: ¡ahora ser cliente de un banco se convierte en
pagar sus desafueros y perder parte de los ahorros!). Otro tanto sucede a
propósito del dilema en que se encuentra Portugal, cuyo gobierno, después de
que el Tribunal Constitucional le tumbara sus medidas de austeridad, se dispone
a sajar en sanidad y educación. Y pongamos las barbas a remojar porque ya se
dice que somos los siguientes y que nuestras medidas son “insuficientes”, aunque
es de sobra sabido que, si el dinero que está en los paraísos fiscales
tributara debidamente, tendríamos superávit.
Frente
al atropello, el primer impulso es, lógicamente, echarse al monte. El inconveniente
es que, cuando se ve adónde conduce esa ruta, se comprueba que dista de ser
deseable. Véase, por ejemplo, Italia, donde la gracieta de tantos
irresponsables de hacerle el juego a la antipolítica de Berlusconi o de Grillo
ha llevado a una parálisis total. Tras la humillación en las urnas que ha
sufrido Mario Monti (ganada, todo sea dicho, a pulso, por buscar una fórmula
perifrástica para perpetuarse en la jefatura del gobierno, en lugar de
presentarse bajo las siglas de un partido, como corresponde a un sistema
democrático), otro gabinete técnico resulta inviable. Y, como los grillos
de este mundo no pueden apoyar a un Bersani, la república continúa rodando por
la pendiente.
Habrá
quien piense que todo esto se debe solo a la peculiar idiosincrasia italiana.
Volvamos, entonces, la mirada hacia Francia, donde François Hollande no gana
para disgustos. El afloramiento de escándalos de cuentas en Suiza y en otros
paraísos fiscales por parte de ministros socialistas recién nombrados puede
servir de espejo del enorme descrédito en que el establishment político
español se hunde cada día más: no se trata tanto de un mal asociado a unas
siglas, ni a una casta; afecta más bien a un sistema en el que la corrupción no
es universal, sino que está extendida, y acerca de cuyos males la mayoría de la
población se ha concienciado de la noche a la mañana. Hasta ayer no dolía, se
toleraba o se festejaba (¿no se intuye por ahí un atisbo de culpa compartida?);
hoy se impugna todo, y se concentra toda la animadversión en un único punto, el
que refuerza los prejuicios de cada cual: el adversario. Judicializados o no,
el caso es buscar culpables, en el PP (Feijoo, los escraches); CiU (los Pujol);
el PSOE (más los sindicatos UGT y CCOO, por los ERE)…
Frente
al revanchismo, no cabe sino insistir en el cumplimiento estricto del estado de
derecho. Y, para contribuir a la regeneración democrática, un poquito de mesura
y de sutileza en la crítica, cualidades que no están reñidas, sino todo lo
contrario, con ser incisivos. Motivos no faltan, ni contradicciones flagrantes,
obscenas: tras la imputación de la Infanta Cristina y el anuncio de la marcha
de Urdangarin a Qatar, salta la noticia de que el Rey habló varias veces con el
emir en los días previos. La excusa que se da consiste en que contactó con él
para interceder a favor de una sociedad pública española que se presenta a un
concurso. Lo alucinante es que nadie ponga el grito en el cielo frente a la
presuposición de que la monarquía cumple con su función cuando lleva a cabo
contactos tan equívocos con un Estado tan sospechoso (verbigracia, se ha
denunciado recientemente que Qatar compró el Mundial de Fútbol de 2022, y no
digamos nada de su “sistema” claramente dictatorial).
Da
la impresión de que, al igual que se dice que dentro de cada paisano hay un
seleccionador nacional, en tiempos de crisis todos nos transformamos en
inquisidores, de los demás y de nosotros mismos. Los resultados son paranoia y
esquizofrenia, agresividad y miedo, ansiedad y depresión.
Por
lo que atañe al cine, las lecturas en clave de parábola de estas dialécticas
son tanto más rentables; sobre todo, en la medida en que, hasta los films más
adocenados, o con menos pretensiones autorales, están siendo diseñados para
propiciar esta clase de interpretaciones. El reciente remake del clásico
del terror contemporáneo Posesión infernal (The Evil Dead, 1981),
con el que acaba de debutar en Hollywood el uruguayo Fede Álvarez (2013), toma
como pretexto la desintoxicación de una muchacha adicta a las drogas para
plantear una cruenta purificación (¡y vaya si es cruenta!). Lo mismo ocurre con
la adaptación de la última chorrada de la autora de la saga Crepúsculo,
Stephanie Meyer, La huésped (The Host, Andrew Niccol, 2013); una
película ultracomercial, para consumo de adolescentas con las hormonas
aceleradas, que el guionista de El show de Truman (Una vida en directo)
(The Truman Show, Peter Weir, 1998), y director de algunos films muy
interesantes, como Gattaca (1997), S1m0ne (2002) o El señor de
la guerra (Lord of War, 2005), lleva a un terreno lúdico e
inteligente, y convierte la irresolución de una pazguata entre dos amores a
cuál más pánfilo en una reflexión acerca de la identidad y el respeto al otro.
Por eso, casi son preferibles estos dos títulos, salvando distancias, a la
ampulosidad de la Anna Karenina de Joe Wright (2012), que reviste este
mismo tema de una apariencia tan soberbia que ahoga a Tolstoi, aunque resulte
reivindicable la secuencia del baile y una cierta connivencia de fisicidad en
las relaciones que por momentos llega a transmitir sensaciones contrapuestas, y
a Un amor entre dos mundos (Upside Down, Juan Solanas, 2012),
cuya pretenciosidad también la hace muy antipática, y eso que la idea de
partida es brillante y hubiera dado juego en otras manos más expertas y/o
imaginativas. Tampoco alcanzan un nivel suficiente de interés When the Lights
Went Out (Pat Holden, 2012), que no encaja
como una más de terror (lo cierto es que hay desvíos que por momentos apuntan a
líneas interesantes de la trama que luego no se confirman) y donde lo tópico
acaba imponiéndose, o Extracted (Nir
Pariny, 2012), que, al rebufo de Origen (Inception, Christppher Nolan, 2010), nos
brinda otra historia de incorporación en la memoria de las personas que
solamente cumple las expectativas de espectacularidad pero poco más.
Posesión infernal, Fede Álvarez, 1981
Anna Karenina, Joe Wright, 2012
En
una línea ligera menor, no carece de atractivo Le guetteur (Michele
Placido, 2012), un dislocado thriller francés del director de Romanzo
criminale (2005), en el que un psicópata se cruza en el cara a cara entre
un francotirador y un policía, y pone patas arriba lo que se esperaba de un polar
tradicional, pero que es una muestra más –enésimo intento– de recuperar la
grandeza del negro francés de otros tiempos que no llega ni siquiera a
inmutarnos, pese a los guiños.
Le guetteur, Michele Placido, 2012
El
cine americano, como nos tiene acostumbrados, nos ha otorgado de nuevo la
consabida ración de mamporros, espectáculo y propaganda pura y dura. En el
primer caso podemos situar la nula Jack Reacher
(Christopher McQuarrie, 2012), donde la pequeña denuncia de corrupción en las
altas esferas suena casi a chiste por lo inane. En el segundo, más flagrante,
postales a mayor gloria de los surfistas en Persiguiendo
Mavericks (Chasing Mavericks,
Michael Apted y Curtin Hanson, 2012); bondades policiales en Sin tregua (End of Watch, David Ayer, 2012); y virguerías ciclistas en Sin
frenos (Premium Rush, David
Koepp, 2012), a cual de ellas más insípida.
Jack Reacher, Christopher McQuarrie, 2012
En
España hemos asistido a algún estreno bastante esperado, como Los últimos
días (David y Álex Pastor, 2013). La vuelta de estos dos hermanos
catalanes, tras su frustrante experiencia en la meca del cine, ha dado como
resultado una película tan pulcra, e incluso virtuosa como espectáculo, como
cargada de clichés, y, sobre todo, ilustrativa de la empanada mental que el
nacionalismo ha impuesto. El desenlace, con una Barcelona de ensueño en el que
lo que queda de los charnegos venturosamente difuntos, como Enrique (José
Coronado), es el nombre –traducido: Enric– del hijo del catalán puro Marc (Quim
Gutiérrez), en agradecimiento por haberlo salvado, es un reflejo nítido de la
Barcelona arcádica que se presume para después del hachazo. Ay, el
inconsciente.
Los últimos días, David y Álex Pastor, 2013
Por
desgracia, el estruendo con que se lanzan cintas mediocres como esta,
convenientemente respaldada por Antena 3, ensordece y perjudica a otras mucho
más discretas y profundas, como A puerta fría (Xavi Puebla, 2012), una
de las películas que más valientemente han atacado los estragos que están
causando en el mercado laboral, y en las mentes de los acobardados
trabajadores, las reformas de las últimas décadas.
A puerta fría, Xavi Puebla, 2012
Este mes, hemos
decidido centrar nuestras respectivas reflexiones en ese asunto que sobrevuela
el presente: el sentimiento de culpa, justificado o no, que está recayendo
sobre todos los sujetos, sometidos a escrutinio externo y abocados a hacer
examen de conciencia. No son pocas las películas que encajan en tal parámetro y
ello, nos tememos, al igual que acontece con los filmes apocalípticos, es el
signo de los tiempos y de la mala conciencia inevitable que nos salpica a todos.
La culpa social se puede rastrear, pues, en títulos
vistos recientemente, tales como Bedevilled (Kim Bok-nam
salinsageonui jeonmal, Chul-soo Jang, 2010), violento hasta lo indecible,
pero con una apuesta por la reivindicación del mundo personal y la lucha de
género que tiene interés, al tiempo que deja claro que "mirar hacia otro
lado" acaba corroyendo a la persona y a la sociedad; en un nivel más
elevado destacan Dark Horse (Todd
Solonz, 2011), que no alcanza la virulencia de anteriores films de su director,
pero que sorprende y encamina de forma extraña la lectura espectatorial (la
música aparentemente no diegética, que sí lo es, es un ejemplo) y en sus
intersticios refleja el mal de vivir y la esencia de una sociedad que no es
capaz de dar alternativas; también Wymyk (Courage, Greg Zglinski, 2011), una buena
historia y mejor realización, muy sobria, que plantea un pecado irredimible
cometido por un hermano al no ayudar a otro ante una afrenta de unos gamberros
y que consigue elevar el tono del mediocre conjunto habitual. Como vemos, la
culpa se abre paso por doquier.
Bedevilled, Chul-soo Jang, 2010
Dark Horse, Todd Solonz, 2011
Wymyk, Greg Zglinski, 2011
Para
analizar esta cuestión, uno de nosotros va a examinar Érase una vez en
Anatolia (Bir zamanlar Anadolu’da, Nuri
Bilge Ceylan, 2011) y Tesis sobre un homicidio (Hernán Goldfrid, 2013); el
otro, Barbara (Christian Petzold, 2012) y La caza (Jagten,
Thomas Vinterberg, 2012).
LA PRIMAVERA, LA SANGRE: ÉRASE UNA VEZ EN ANATOLIA Y TESIS SOBRE UN HOMICIDIO
Agustín Rubio Alcover
Érase una vez en Anatolia se desarrolla en las
horas posteriores a la comisión de un asesinato, el intento de ocultación del
delito y la captura del asesino, que reconoce el crimen. En un silencio cargado
(aparentemente) de remordimiento, el acusado conduce a los agentes de la ley al
lugar perdido en medio del campo donde ha enterrado el cadáver. Lo escoltan
varios policías, un médico que ha de certificar el fallecimiento y un fiscal
que tiene la misión de ordenar el levantamiento del cadáver. La trama se
desarrolla desde que cae la noche, el cortejo se pierde y es acogido con
hospitalidad interesada por un alcalde pedáneo; a la mañana siguiente, en que
se produce el hallazgo, se traslada al difunto al punto de origen, y hay un
intento de linchamiento contra el presunto culpable; hasta la tarde, en que el
doctor Cemal (Muhammet Uzuner) practica la autopsia.
El
film pertenece a esa categoría festivalera que los críticos suelen (o solemos)
encarecer, con epítetos acerca de su esencialidad, su solemnidad sin afectación
o su despojamiento. Ocurre –y esto sí resulta excepcional– que, por una vez,
esos tópicos no se quedan cortos, ni el analista (al menos yo) tiene la
sensación de manejar fórmulas gastadas, sino las únicas adecuadas. Nuri Bilge
Ceylan, que atesora una carrera relativamente corta y muy prestigiosa, que
incluye el premio al mejor director en Cannes por Tres monos (Üç
Maymun, 2008), ha logrado equilibrar de manera impecable el formalismo
extremo de trabajos anteriores con la apariencia de naturalismo, la emotividad
y la complejidad intelectual. Sin ningún énfasis, y a base de sobreentendidos
que no irritan, pues en ningún momento cae en el retorcimiento ni en el
cripticismo, el realizador, que trabaja siempre con un equipo de guionistas y
técnicos estable y con el que le unen lazos de afecto, lleva de la mano al espectador,
quien va reconstruyendo el crimen; o, mejor dicho, creando una hipótesis, con
un móvil, pasional, y un chivo expiatorio, que se habría querido inculpar para
salvar al verdadero asesino, un hermano suyo disminuído psíquico. Cuando, en el
último momento, el examen del cuerpo del difunto pone en evidencia que el
fallecimiento pudo sobrevenir por asfixia, después de ser inhumado
prematuramente, tiene lugar un giro decisivo: el médico ordena que se suprima
esa sospecha del informe, para que al hombre que ha cargado con el muerto por
voluntad propia le quede al menos el consuelo de creerse inocente.
Ese
gesto, de índole moral pero que contraviene su ética profesional, cierra un
discurso que invita a compaginar rigor, distancia y compasión. De hecho, la elección
del personaje del galeno, que se acaba por erigir en protagonista y portador de
los valores que la película defiende, es consecuencia del aprendizaje que ha
hecho en las horas previas: su conversación con el fiscal Nusret (Taner
Birsel), en quien en todo momento se intuye una quiebra (que se desvela cuando
confiesa indirectamente que su mujer se suicidó para vengarse por engañarla),
le ha recordado hasta qué punto víctimas y victimarios están unidos, sin que
ello implique una negación perversa de las categorías del bien y el mal. Así,
su decisión postrera, desconcertante en apariencia, constituye un apartamiento
de la norma (otra afrenta, de la que Cemal se hace cargo a sabiendas), en aras
de un bien mayor: evitar que el dolor siga extendiéndose, y pase a la siguiente
generación.
La
producción hispanoargentina Tesis sobre un homicidio adopta un estilo
mucho más convencional, genérico. Cuenta el duelo psicológico que se establece
entre Roberto Bermúdez (Ricado Darín), un abogado y profesor de derecho que
acaba de publicar un ensayo, titulado La estructura de la justicia; y un
alumno suyo, Gonzalo Ruiz Cordera (Alberto Amman), a quien conoce desde niño (y
que en un momento dado le deja caer que siempre ha sentido que era hijo
biológico suyo). La investigación de un misterioso asesinato, ocurrido en las
inmediaciones de la universidad en la que el uno imparte y el otro recibe las
clases, lleva a Bermúdez a obsesionarse con la posibilidad de que el joven lo
cometiera con el propósito de lanzarle un desafío, intelectual y axiológico.
A
diferencia de Érase una vez en Anatolia, Tesis sobre un homicidio
no trasciende el esquematismo más elemental, sino que se limita a magnificar
artificiosamente el choque entre el profesional de mediana edad, instalado en
un cinismo respetable y autocomplaciente (“A los treinta, laborás por un
puesto; a los cuarenta, por la guita; y a los cincuenta, por el prestigio”); y
el estudiante, carcomido por el descreimiento tras una máscara de bella
inocencia, cuyo único horizonte vital parece consistir en provocar que el mundo
perezca por su propio pecado de relativismo (“Vivimos en la anarquía total, y
nadie parece darse cuenta”; “Mi tesis es que todas las tesis están equivocadas.
No: mi tesis es que no hay forma de saber cuál de todas las tesis posibles es
la buena”).
Tanto
el curso que toma la narración, como la forma, a base de flashbacks
subjetivos y desenfoques, refrendan que, a lo máximo que alcanza el
criminalista, que acaba destruido, es a hilvanar un relato sobre lo que pudo
ocurrir, verosímil pero peliculero, con su guiño al Rosebud de Ciudadano
Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941) y todo. Así que, por más que
la película sea sabedora de su propia banalidad, no deja de ser significativa
la conclusión: el mal gana, porque queda impune; y la verdad es incognoscible.
Arriesgaré
un paralelismo entre Érase una vez en Anatolia y Tesis sobre un
homicidio, y dos novelas españolas actuales: la distancia entre la culpa
según Binge Ceylan y Goldfrid es similar a la que media entre los conceptos de
Rafael Chirbes en su demoledora En la orilla, que habla desde la ficción
y no se reafirma a costa de los demás; y de Manuel Vicent en El azar de la
mujer rubia, donde condena a todo bicho viviente: desde la atalaya, con
nombres y apellidos, con imputaciones reales o fantásticas, tras la doble
coartada de la literatura y de la mente trastornada de Adolfo Suárez; es decir,
con las peores artes.
Parece
lo mismo, pero no es igual.
TODOS
SOMOS CULPABLES: BARBARA y LA CAZA
La casualidad ha
hecho que de nuevo uno de los protagonistas de las películas que comentamos sea
Mads Mikkelsen, ya presente el mes anterior con Un asunto real (En Kongelig
Affaere, Nikolaj Arcel, 2012), y de nuevo soportando el peso de la culpa
ajena. Un actor que, sin duda, nos representa metafóricamente en tanto
ciudadanos de un mundo a la deriva. Sin embargo, ¿cuál es el pecado que deben
redimir los protagonistas de Bárbara
y La caza, toda vez que son víctimas
y no verdugos?: un pecado original, el de nuestras sociedades, en plena
descomposición, que iguala en la culpa al conjunto de ciudadanos. Por ello,
resulta de sumo interés poner en relación la situación pretérita de Alemania
del Este (R.D.A.) en la era del Telón de Acero (Bárbara), años ochenta, con la inmediatez del linchamiento moral
que sin duda se da en nuestra cotidianidad más rabiosamente actual y que juzga,
condena y no perdona incluso al inocente (La
caza).
La sensación de culpa
es algo innato, arrastrado como una rémora de la imposición cultural colectiva
de un pecado original que, en esencia, nos es desconocido. Quizás nuestro
pecado es existir y que nuestros cuerpos no puedan transformarse en beneficio
inmediato para las élites financieras (vía conversión de la sangre en oro, de
lo que poco a poco vamos en camino, aunque nos tememos que el desgaste hará que
ese oro se transmute en latón y arrastre consigo a los propios gerifaltes) y
sus lacayos institucionales (tres poderes –ejecutivo, legislativo, judicial–
más un superpoder –económico). Pero, como decíamos unos meses atrás, todos
somos culpables de las pequeñas o grandes transgresiones éticas e incluso de
esa actitud tan nuestra que es “mirar hacia otro lado”. Una culpa determinada
por un acto (incluso un asesinato) puede ser redimida, por muy traumática que
devenga; pero aquella que se agazapa de forma soterrada, que no llega a emerger, no admite redención pese a
ser sentida (entronca en el terreno de lo
siniestro, Umheimliche). Cuando
sentimos esa culpa, aplicamos la redención de forma indiscriminada y
socializamos el pecado.
Los protagonistas de Bárbara y de La caza viven en unas sociedades que impregnan en sus ciudadanos un
sentimiento colectivo de culpa, haciéndolos así dependientes y vigilantes unos
de otros, de tal forma que la inocencia se contemple como algo imposible: la
apariencia de culpabilidad determina la exclusión social. Si Bárbara siente la
amenaza tenebrosa de esa opresión e intenta huir, construye una espiral de
culpabilidad cuya única redención posible es la toma de conciencia y la
asunción hipotética de que una nueva generación pueda liberarse del yugo.
Actuando en consecuencia, redime una culpa colectiva.
Por su parte, el
profesor protagonista de La caza
sufre las consecuencias de un linchamiento moral que no es fruto sino de la
mala conciencia de una sociedad que desea ver el mal en todos los rincones
(quizás porque es parte de su propia esencia: un mal consuetudinario,
intrínseco e inherente) y ante una falsa denuncia cree ciegamente en la
culpabilidad, pues siempre es más sencillo creer en la maldad que en la bondad.
No basta con que institucionalmente el reo quede liberado de su culpa, al
demostrarse su inocencia, puesto que el juicio colectivo permanece implacable y
gesta su odio en la propia raíz, se retroalimenta y crece en la sombra.
Sociedad, pues, enferma y sin posibilidad alguna de redención de cuyos
cimientos emergerá más pronto que tarde la violencia y la destrucción
(recordemos La cinta blanca (Das weisse Band, Michael Haneke, 2009)
como ejemplo paradigmático).
Para tales edificios
discursivos, efectivos precisamente por su gran sobriedad, Bárbara se aplica en suministrar la información a partir de
elementos mostrativos (showing) que
actúan como catálisis y dejan huecos solamente rellenables por el espectador,
de acuerdo con su bagaje cultural, una vez puesto este en relación con las
partes de la historia representadas. De ahí que la planificación suprima todo
barroquismo y la elipsis se convierta en la fórmula narrativa por excelencia, a
la par que la iteración.
La caza, por su parte, se
reviste de un armazón clásico, que respeta las normas de la fragmentación y la
transparencia enunciativa, para hacer más poderosa la mirada espectatorial,
claramente sentenciada como co-partícipe en ese plano cercano al final en el
que el amigo desvía su mirada y la fija en la cámara (en el espectador)
interpelando, sin decir palabra alguna, para aflorar el mal de fondo que ya
irremediablemente se ha hecho y que corroe a su comunidad. La secuencia final,
en este sentido, no es sino la constatación de que todo ha cambiado para que
nada lo haga. En el fondo, aunque la superficie se haya pulimentado, todos
somos culpables y la sociedad nos lo demanda.
Por otro lado, y
merece la pena decirlo brevemente, por una vez nos encontramos con un filme
capaz de colocar sobre la mesa un problema esencial: la falsa denuncia de un
niño. Esto, que en principio pudiera parece poco rentable socialmente, ya que
es necesario propugnar la tolerancia cero con los acosadores, hace emerger una
realidad que en más de una ocasión se ha producido, aunque sea minoritaria. No
obstante, el filme es delicado en este sentido y transmite a los adultos la
responsabilidad porque la niña que miente niega su cargo, y son los padres
quienes lo mantienen y lo multiplican en su entorno. Como decíamos, una
sensación de culpa colectiva que abre brecha por donde puede (la mala
conciencia), y esto es un síntoma del mundo en que vivimos. Lo demencial es que
nos hemos hecho a él y asumimos sin cuestionarla nuestra culpabilidad como un
pecado original (¡cuánto daño hizo la iglesia y cuánto han reproducido hasta la
saciedad los poderes públicos!).
Francisco Javier Gómez Tarín
Agustín Rubio Alcover
Universitat Jaume I de Castellón
Esta entrega de La mirada esquinada se publicó
en la revista El Viejo Topo nº 304, mayo 2013.
Agracedemos a El Viejo Topo la autorización
para reproducir e incluir la sección con el mismo título en
Textos en red (Shangrila Textos Aparte).
Siempre hablaremos del cine
para reproducir e incluir la sección con el mismo título en
Textos en red (Shangrila Textos Aparte).
Siempre hablaremos del cine