CLAUDIA SCHIFFER
(LLORANDO)
EN VALDELUNA
POR LUIS MIGUEL RABANAL
Es bien sabido que los sueños se
disfrazan las más de las veces de motorista fantasmagórico, cuando de lo que se
trata es de interiorizar los aspectos desvergonzados de una vida entregada al
sano ejercicio del arte amatorio y de la declamación sin trascendencia alguna
de los días impasibles. Claudia era un sueño retorcido que sobrevenía invariablemente al final de las
noches de todas y cada una de las fiestas de guardar y su presencia vanidosa en
la calidez de las sábanas de cuadros producía desazón y lo justo que pensar al
que suscribe. Claudia era tremenda en sus correrías por las calles céreas del
poniente y por las otras, las de la exacta negrura, desde las que los hombres
cargaban en sus espaldas las cenizas del invierno para entregárselas a ella en
cajones que proporcionaban muchos pánicos. Los hombres y la inclinación colosal
de Claudia por el pito de los hombres, qué tormento más bobalicón. No obstante
tendríamos que reseñar, previamente a que el hatillo de credenciales con
notitas desvirtúe la realidad tan poco fantasiosa de los hechos, que el
invierno era una estación difícil y los caminos de aquella, embarrados y no por
ello menos dulces, se transitaban en la peor situación de un amor desatendido o
inconveniente, mais pour quoi.
Nosotros no buscamos el placer en el recuerdo, antes bien lo sumergimos en el
balde del pesar para adecentar su mugre y su inconstancia. Claudia aparecía por allí con sus largos
muslos automáticos a despotricar contra nosotros, muchachos
incandescentes que mirábamos su aparición como una metáfora del deterioro
adelantado de los cuerpos o de la connivencia de esos cuerpos con otros cuerpos
que estuvieron al corriente de la voluptuosidad pero que ni les suenan las
gotas de sudor ni los brazos acribillados sin querer por los extraños asesinos
del cuarto de atrás, el de las ridículas injurias. Es innegable que no queríamos amarla más de la cuenta y una vez enterados de que no hay victorias sin ternura con que domesticar las idas y venidas de la nocturnidad, nos aprestamos a llorar lo mismo que borregos en la fuente de los demonios rubios, aquí cerca, ay madre.
— El sexo de Claudia abierto de par en par cual molusco sistemático.
Un servidor puede sostener sin ningún género
de dudas que mediante las fricciones necesarias se consigue un
resquemor medianamente delicioso, y si no que se lo pregunten a Gerardo, el muy
voraz, que siempre sacaba a colación las incontinencias de Claudina oídas desde
lejos, jeje, pero contiguas en su apariencia de mujer que apedreará sin plusvalía
al primero que le meta la mano en el bolsillo roto del pantalón aquel, el de
las rayitas rojas. Y retomando el sueño
de anoche, acaso declarar que me dejó a dos velas. Te cuento. Claudia llegó el día del padre en el
coche de línea de las tantas con el frasco de árnica dispuesto en su cestito y
sin más preámbulos le sustrajo la bicicleta sin sillín a la
pequeña de Flor. A todo lo que daba, poseída casi, se dirigió a Valdeluna donde
veintiséis fornidos lomanieses, es un decir, con frío y con paraguas,
esperábamos en fila ser vilipendiados por sus sugestivos ataques de ansiedad.
Uno por uno fue cubierto con besos y caricias, uno por uno se llenó de Claudia
hasta las cejas, los veinticinco fueron gestionados como solo ella dominaba la
técnica nobilísima de culminar las diabluras pertinentes: a ti te la chupo, a
ti te la meneo, mansamente me encaramo a ti como un suspiro, guapo. Es cierto
que el ADN de las tierras altas de Lomania es famoso por haber generado desde
tiempo inmemorial hombres apuestos y robustos, los folladores más
intransigentes y los más precisos y audaces sopladores de coñac. Aunque también
no es menos cierto que alguno tendría que haber que desentone, que dé el cante,
el patito feo, el fenómeno menos señalado de la especie. Sobrevino que los veinticinco
quedaron satisfechos y cuando me tocaba el turno de berrea no se le ocurre otra
cosa que exponerme, con varias lagrimitas, con hipo infantiloide, que estaba
reventada, que la mirase bien entre los muslos, que no podía más, que el
viernes santo sin faltar regresaría y que entonces sería yo el primero en
comerle profusamente el conejito, ay madre.
— El sexo de Claudia tendido a secar en
la era de Losorrios.
Qué delicia, escraches en la tráquea. Además, no es ilícito tampoco condensar su desmesura en varias gotas del jarabe de naranja y de jalea, los cuerpos que encienden la mañana con su azogue no ignoran que la carne repudia la primera desazón al fusionar la alfombra con su pie quebrado, el que se emplea a fondo en las batallas imprudentes. Tal es el caso de Ejaquelina y Aberito, que se han ganado a pulso transformarse en espectadores de excepción desde sus retratos viejos en la pared en ruinas amarillas. Ellos se dejaron amasar las voluntades, ella se presentía ilimitada en su enajenación porque los cabellos en llamas de las señoronas no son impedimento para embellecer las habitaciones de costura en las que el desamor se empapaba a base de bien con una tormenta pequeñaja. No más causas abiertas donde Claudia se borraba al amanecer, un día y otro día y otro día, por favor. Su pérdida accidental nos constriñe a gimotear por los rincones, tardará en llegar la noche cuyo sueño se echa a perder dormido bajo la almohada como un niño que solloza pero que no escuchamos con dolores de cintura. Y es que cada cual debería recoger su pecado en las carteras adecuadas y mostrarlo a los demás lo mismo que un trofeo recién localizado en las tablas de lavar la sangre con Dixán. Claudia, no sé si fue anoche o no fue nunca, se retorcía frente a aquel cuerpo que conocemos como si pretendiese ser el nuestro pero que no acaba de ser el cuerpo que esperábamos. Sus ojos enfrentados al deseo, tus manos tibias en su boca, la nuca de los demás completamente triste. Suenan tambores y cinco o seis bandurrias y un alforn, anuncian con su estruendo a la mujer que viste únicamente un trapito negro en la cabeza: lleva luto por ti, por no haberla amado suficiente. Y con qué postura motivarse ahora con tal de abreviar tanta insolencia, sus pechos lucen el color inusual de la conquista y se sonroja por menos de nada, que si aquel malestar en su ingle izquierda, que si aquel cabello desordenado y lúcido, que si aquella plétora de abulia en sus entrañas. Qué bueno el pastel de guindas, ja. Y es que a las personas tristes se las diferencia por un clavel marchito que llevan clavado en las ojeras, o por ahí, decídete si no. Claudia en patinete, Claudia en bicicleta, Claudia en avestruz, Claudia en Peugeot. Lo suyo es correr, correrse y que te corras, ay madre.
Al amanecer se habrá tenido que marchar
con sus maletas vacías a la ciudad de los derroches, ya que es en el frío donde
mejor se da uno cuenta de que no se vive sino para rejuvenecer objetos hallados
por azar en la orilla de un arroyo, o era en una playa desolada: el peine de
carey, las cajitas de cartón con pétalos resecos de amapola, bocas cortadas por
un truhán desconocido, libretas de colores, pendrives perniciosos, chanclos.
Después del último sueño habrá
resaca, una condición para terminar con el vodka de los bares. Allí nos
prometemos sonreír pero sonreír por habernos equivocado en reconocer las
facciones de los compañeros incondicionales que no nos han vuelto a recordar
desde noviembre. Claudia admite su culpa ante absurdos buhoneros, se quita la
falda con estudiada parsimonia y frota sus manos en mis manos para espantar la
fiebre. El amor, bella máscara de arena, escribía no sé quién. Ella se aparta
al caminar de nuestras voces y sin embargo aún no ha abrazado a ninguno de los
energúmenos posibles, se sienta en el bordillo de la noche y a lo lejos, muy a
lo lejos, gavilanes. Como decía, después del último sueño llegan los camaradas a sopesar la felicidad y a envolverla en
papel de seda por si alguien pregunta el nombre olvidado del deseo. Claudia se agacha a chupar
ceremoniosamente el glande que no es mío, Claudia se ocupa en colocar mi jersey
sobre el lecho umbroso, lo demás no importa y yo ni me estremezco con sus
muñecas apoyadas en la sombra del invisible ficus sicomoro, el ficus de la
virgen, qué delirio. Es ahora cuando desciende por la escalera el verdadero Ángel
de la guardia, nadie es perfecto y la nocturnidad, terrible. En cuclillas la
colegiala de azul marino como una diosa niña borrando del rostro del inverso el
rictus del ardor, esa otra chapuza de la noche, y Claudia incandescente
maniobrando el tejido testicular de un voluntarioso Enrique.
Pasará como en ocasiones anteriores, la vida se extenúa y los que aguardan ser
idolatrados ante ella recogen su dinero y dejan su sitio a las muchachas
nuevas. Lugares socorridos de la memoria, el cuerpo abierto a la contemplación
de lo que harta y a la vez es bienvenida la sinrazón ante su enojo, su carne
abreviada y extrañísima y sola se conmueve. Allí donde hizo frío y la lluvia jamás se cansaba de golpear con saña, allí crece ahora la planta del olvido y su color no existe. Claudia se vuelve a poner sobre los hombros la blusa roja, sus pechos arden aún en mis manos si lo pienso, cree saber que el fuego no es el oficio más perseverante. Claro que recuerdo su lengua con mi lengua hablando tan deprisa de la transpiración que aclara la hermosura. Ellos se callaron al terminar la función de los reproches, jugaron con su sexo un ratito más mientras llegaba el hombre de las preguntas, quién es el siguiente, cuál es el día más triste de los tristes, cómo se sale de aquí a toda hostia. Desatino en la conducta y caricias arruinadas, el cuerpo que pide más y le ofrecen linternas afligidas, nosotros no estaríamos capacitados para ocultar esas manos de esas manos, ay madre.
Todos los caminos llevan a Roma y uno que
yo sé conducía directamente a Malporquera, adonde nos dirigimos raudos y
feroces a encontrarnos con la sorpresa del crepúsculo: Claudita en bañador, y a
su lado montones de frascos con vitolas de colorines para rellenar de forma
paulatina con nuestro blanquecino desenfreno. Donantes de esperma generosos,
habíamos apalabrado los últimos nueve meses con la idea de dárselos a ella y a
los laboratorios Garnier a cambio de mimos y alguna que otra tontería. Las
cremas de noche, las leches detergentes y purificadoras que señoritas y no tan
señoritas exageradamente demandan a escondidas a El Corte Inglés y a revistas
del azar, las pomadas para renegar de las arrugas y de la soledad según las
ordenanzas juran y perjuran, tantos tejemanejes, jo. En fin, que es un placer
derramarse a diario entre los ensortijados dedos de Claudia como si fuera de
urgente necesidad dejarse hurtar la cosa con unísono y total consentimiento. A
cada uno le corresponderá ser maniatado para que ella cumpla el rito de la
defenestración, no sé si me explico, nos obliga a gatear para sucumbir con ella
a la debacle apetecida: me muero sin ti, no estás conmigo, me muero sin ti,
bebo en tus labios el néctar de la seriedad, me muero sin ti, y dale, no me
conoces, uy, ya he terminado. O lo que es lo mismo, no hay que desconfiar
cuando el camino que empujaba a los abrazos del sueño alguien lo ha transfigurado con una sola tachadura invisible
en la mentira que no proferimos por si su hedor nos trae a la memoria los
monigotes que transportaban los vagones oscuros a cuevas donde se ocultaba el
monstruo de las ineptitudes y la ninfa temerosa de nombre Mari Pili, bastante
puta empero. Daba igual, la vida era presenciar a
Claudia perpetrando trastadas y más trastadas, mohínes y venga más mohínes, con
sus manos húmedas e inmensas. Asumía que alguna vez me tocaría a mí adentrarme
en su desasosiego como un ladrón amigo, separar sus muslos con recelo y
olisquear allí unos minutos y llorar atroz, profusamente. Y encima derramar
sobre ella la melancolía de la jornada que flaquea, qué vicio más ridículo
saberse transitorio. No es por nada pero se te ve cansado, por qué no duermes
un ratín. Daba igual, insisto. Ya sostenía Corín Tellado, o era Bertolt Brecht,
que los sueños sueños son, ay madre.
Imágenes: Peter Lindbergh
Claudia Schiffer, Harper's Bazaar, June, 1995.
Kirsten Owen, Linda Evangelista, Michaela Berko, Comme des Garcons, Pont a Mousson Factory, Nancy, France, 1988.
Cindy Crawford, Linda Evangelista, Lynne Koester, Ulli Stein Meier, Vogue Italy, Deauville, France, 1989.
Claudia Schiffer, Harper's Bazaar, June, 1995.
Spiral Staircase, Rolling Stone Magazine, Tour Eiffel, París, 1999.
Tatler, Power Station, Dorset Coast, England, 1985.