TU VIENTO EN MOROCCO
HUNDIRÍA MIS TACOS EN LA ARENA
POR MARIEL MANRIQUE
Dicen
que las chicas malas somos así. Hacemos girar el mapa-mundi y nos trepamos a un
barco, habiéndonos trepado primero a un buen par de tacos. El capitán nos
bautiza pasajeras suicidas, porque no compramos boleto de regreso. Frente a
nosotras se dibuja la línea sinuosa de una costa exótica: el calor nocturno del
desierto, las palmeras inmóviles, los asnos obstinados, las calles laberínticas
donde extrañas criaturas vestidas de blanco se consagran a Alá. No creo que
Alá, si existe, me abra las puertas moriscas de su cielo: en mi maleta
desvencijada llevo dos muñecas (una negra, otra japonesa) y he llegado hasta
aquí a montar mis números de cabaret.
No
necesito un hombre, les aclaro. Y mucho menos para más de una noche. Arrojé al
mar, en pedacitos, la tarjeta personal del aristócrata que seduje en cubierta.
Y a todos los que quisieran desnudarme, olerme y mordisquearme como la gata en
celo que no soy, no hace falta darles muchas explicaciones. Fumo cigarros y en
mi sangre va mezclado el humo, me calzo un frac y elijo, con soberana
autarquía, zapatos de varón. ¿Qué puede haber más sexy en este mundo que unos
pies de alabastro enfundados en el cuero brillante de un calzado ambiguo? ¿Te
quedan dudas? Con mi sexo travestido voy a comerle la boca esta noche, en la
mesita del fondo, a una inocente (pero no tanto) señorita.
En el
camarín (todas las chicas malas, por cierto, tenemos uno) dejé por un rato,
junto a las muñecas, los tacones del barco. Soy esa que se trepa a ellos, se
los dije; pero también esta que oculta sus delicados tobillos femeninos en
sólidas e inexpugnables suelas de temple militar. De pie, hundo una de mis
manos en el bolsillo izquierdo de mi pantalón; con la otra, empujo hasta el
fondo de mi garganta el champagne de la copa. Quema. Las claves del misterio
cabrían en las palmas de esas manos: hacer girar el mapa, dejarse ir hasta el
fondo y cambiar, en el momento exacto, de zapatos.
Ya me
has visto vestida de varón. Ahora me toca rescatar del camarín los tacones del
barco y dejar que te bebas con los ojos, mientras ofrezco manzanas al mejor
postor, la superficie adictiva de mis piernas. Por supuesto, soy el pecado. No
por casualidad una vez me llamé, tan al principio, María Magdalena. Por
supuesto, no te alcanza el dinero para entrar en mi cielo. Y, por supuesto,
eres demasiado orgulloso para entrar gratis. Ese es mi chico, mi pobre
legionario sin pasado, sin gloria y sin un franco. Pero a mí no me importa. Yo
también pertenezco a una legión extranjera, sin más medalla ni bandera que los
espléndidos tacones de aguja que elegí esta noche. Desde la altura embriagadora
que me otorgan, desde el coraje ciego y certero que me infunden, aceptaré el
modesto billete por el que te endeudaste y deslizaré en tus manos las llaves del
reino, es decir, de mi cuarto.
Dicen
que las chicas malas somos así, malas hasta que tocan las campanas de la
rendición, que no pueden sino tener la forma de tu rostro. Vendrás a visitarme,
temeroso. Te provocaré. No hay soldado, criatura, que avance como yo. Hasta que
llegue tu turno de rendirte, te despacharé del cuarto vestida de negro de pies
a cabeza, con el cigarro anclado entre los labios. Desde el temblor que arranca
en el origen inefable de mis tacos de aguja pero que la exquisita alquimia de
esos tacos transforma en calma imperturbable de vestal, sé que estoy empezando
a quererte.
Ahora
sí, tacones de mi alma, estoy perdida. Salgo a buscarte al peligro de la noche,
perseguida por el repiqueteo de mis sandalias. Cúpulas, torres y el presagio
del desierto del otro de lado de la línea. Siempre hay otro lado de la línea a
partir del cual comienza el desierto. Vagabundeo en zonas peligrosas, te
encuentro en la penumbra, me devuelves a casa. Pero en casa (es decir, en ese
camarín del que te hablaba), el aristócrata rival ha dejado una pulsera de
brillantes. No sé si quiero casarme con él. Tampoco sé si quiero irme contigo.
Ay, también la histeria fluye de la sutil arquitectura de un tacón de aguja.
También tu convicción de que me otorga la estatura de una divinidad prohibida,
de la que un pobre legionario debe despedirse con un mensaje escrito en rouge
sobre el espejo, porque el legionario será pobre e indigno, pero algo sabe de
glamour.
Envuelta
en gasas blancas, con primorosa sombrilla y bouquet perfumado en la cintura,
guantes hasta el codo y sombrerito de ala levantada, te veo partir con tu
legión. Siento que mis tacos se deshacen, se derriten, se derrumban. Tu partida,
querido, me deja hecha una ruina. Bebo como una condenada, fumo como una
chimenea, olvido mis números de cabaret. Solo me calma (un poco) abrazar la
infancia detenida en mis muñecas. Eso sí, todo esto empinada en mis tacones.
Que una mujer podrá caerse, pero nunca del todo mientras esas minúsculas y estoicas
catedrales la sostengan.
¿Vas a
volver? ¿Te herirán en combate? ¿Dónde estás? El tiempo pasa y, ciertamente, a
la pulsera de diamantes el magnate ha sumado un collar de perlas. Fuegos de
artificio a los que somos tan proclives las chicas malas, que es como decir las
chicas débiles. Frágiles muñecas que la vamos de esfinges, acorazadas y
blindadas tras nuestros gráciles tacones.
Estás
tardando mucho, querido, y la mesa está servida y lista para mi compromiso
matrimonial. De repente una música (¿angelical?, ¿envenenada?) se deja oír cada
vez más cerca. Es tu legión que vuelve. Salgo a buscarte y estalla, en la fuga,
el collar de perlas. El prometido-aristócrata (que algo sabe de masoquismo,
como tú de glamour) ordena a la servidumbre recoger las perlas y llevarlas al
cuarto.
Pero a
ese cuarto, a este lado de la línea, yo ya no volveré. Te busco entre los que
regresan; los heridos, los inconscientes y los exiliados de sí mismos. Otra vez
el ruido de mis pasos en la calle, la angustia del tacón sobre las piedras. Con
impermeable blanco y pañuelo de seda en la cabeza, llego hasta las camas de los
hospitales de campaña. Lo sé, mi atuendo no es muy consistente con la geografía
circundante. Pero así somos las chicas malas, cuando nos convertimos en chicas
únicas.
No
eres un héroe, obviamente. No estás mutilado, sino tomándote unos tragos en el
café de la esquina, con una soberbia marroquí sobre tus piernas. Contengo la
furia, la humillación, el rictus (las chicas únicas podemos contenerlo, y
liberarlo, todo). Pero qué difícil sería hacerlo sin estos espléndidos zapatos,
que me ponen a kilómetros de distancia de tu marroquí. “Voy a casarme”, te
digo. Te levantas y te vas (y es curioso, pero en todo este tiempo ni yo ni
nadie hemos reparado en tus zapatos; el plano que te va es el plano medio, sin
duda, no por nada solías hacer de cowboy en Montana).
Esto
es todo, parece. Acaricio la mesa que por última vez rozaron tus dedos. Descubro,
conmovida, que no fue solo un roce. Fue una talla, una incisión, una deliberada
profanación de la madera. Grabaste mi nombre en ella, como quien graba un
sello. Otra vez, a correr. ¡A volar, zapatos míos!. El aristócrata entrenado en
Masoch (o en las artes de los gentilhombres, quizá no exista diferencia) me
conduce hasta la puerta que da al desierto. Esa es la forma, lo sé, del futuro.
Un inconmensurable país de arena, del otro lado de la puerta, del otro lado de
la línea.
Dicen
que la retaguardia de la legión está compuesta de vulgares mujeres campesinas
que siguen infatigables, con sus hatos de pobres posesiones y sus estoicos
cabritos, a los hombres que aman. Tengo que seguirte, tengo que pisar el
desierto. Los mismos tacos con los que crucé el mar y pisé el escenario, los
mismos con los que tracé en la calles de una ciudad extranjera el inexorable itinerario
hasta tu cuerpo, comienzan a hundirse en la arena. Los tacos-instrumentos de
conquista, los tacos-estandarte del deseo, los tacos que me han hecho más alta
y mejor de lo que soy.
No me
permiten avanzar. Ha llegado el momento de liberarme de ellos. Me quito primero
uno de mis encantadores zapatos de raso blanco, luego el otro. Uno queda
tendido boca arriba, bajo el cielo impiadoso del desierto; el otro, enterrado y
asomado a quién sabe qué abismos.
Antes
de aferrarme a un cabrito y unirme a la retaguardia de las desclasadas,
quisiera asegurarles que un zapato no solo transforma a una mujer cuando abriga
sus pies, sino también cuando los abandona. A las patrias irreversibles de
nuestras vidas, y de nuestras muertes, solemos entrar y salir descalzos.
Así me
pasó a mí, que nací María Magdalena en Berlín, me volví en el desierto Amy
Jolly y me morí en París como Marlene, tal cual suponen. Como de cada uno de
nosotros, de esta chica mala, frágil e insondable nunca sabrán casi nada. Me
perdí en Marruecos tras Tom Ford, al que muchos creyeron Gary Cooper. Les dejo,
a modo de talismán y despedida, ese par de zapatos hundidos en la arena. Llevan
escrito lo que fui, pero la arena lame y deshace, como el agua y el viento, las
palabras.