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29.12.13

EL FANTASCOPIO: "EL GRAN GATSBY" ("THE GREAT GATSBY", BAZ LUHRMANN, 2013) - SÉ FIEL HASTA LA MUERTE




EL GRAN GATSBY 
(THE GREAT GATSBY, BAZ LUHRMANN, 2012)

SÉ FIEL HASTA LA MUERTE




POR MARIEL MANRIQUE


Sé fiel hasta la muerte
Apocalipsis 2:10


Un templo piramidal y escalonado, rematado por una capilla. Como las torres de las antiguas culturas sumerias, los altares aztecas en honor a los dioses emplumados. Tu zigurat, ofrendado al objeto de tus devociones. Mi zigurat. En lo alto del zigurat indestructible de Jay Gatsby parpadeaba una luz verde. Y la religión de Jay Gatsby fue profana y tuvo nombre de mujer.

Cuando uno pone todo en un lugar y lo pierde, se quiebra para siempre y no hay remedio. No se llama fracaso, es un crack-up, una fisura, un antes y un después. Uno se raja como un plato viejo, escribió Francis Scott Fitzgerald en The Crack-Up (1936), y se convierte en el plato rajado de la vajilla. “Nunca se podrá volver a calentarlo en el horno ni mezclarlo con otros platos en la pileta; no se lo sacará para las visitas, pero servirá para sostener galletas a medianoche o ir al refrigerador bajo las sobras”, dice Fitzgerald en marzo de 1936 en Pegamento, el segundo texto de The Crack-Up. Yo tuve mi crack-up. No me cuentes el tuyo. Lo único que puede contarse de un crack-up es a qué se parece y sus efectos.

Jay Gatsby no tuvo su crack-up, no alcanzó a tenerlo. No hubiera podido tenerlo jamás. Porque tenía un don extraordinario para la esperanza, esa capacidad de extender un brazo, abrir la mano, cerrarla despacito y creer, con el máximo grado de confianza que a un hombre puede serle concedido, que finalmente atraparemos la luz verde que brilla en lo alto de nuestro zigurat. El que espera no está fisurado, porque cree en el futuro. La línea cronológica del tiempo no está rota para el esperanzado, es en el fondo reparadora y suave, tiene la potencia de compensar la pena. Uno espera alcanzar lo que no tiene (porque ha trabajado duro para tenerlo o porque el azar o el destino -quién lo sabe- podrían tener la generosidad de regalárselo) o recuperar lo que tuvo y perdió. Por eso la espera, ese tiempo confiado y paciente del esperanzado, es el preludio de un acto de justicia o de un regalo, o el umbral de una recuperación.
  

I.
  
Nadie, en una novela, trabajó tan duro como Jay Gatsby para ganarse lo que estaba esperando. La esperanza es un gerundio. Esperando, Gatsby se inventó una identidad para ofrendarla (hecha nervio envuelto en fuegos de artificio) a una chica llamada Daisy Buchanan, y tuvieron que balearlo por la espalda para que se cayera y, mientras se caía, Gatsby creía todavía que era Daisy la que llamaba por teléfono. Esto último no está en el Gatsby escrito por Fitzgerald, pero sí en el filmado por Baz Luhrmann. A Gatsby, como en la novela, hay que matarlo para que deje de esperar a Daisy y Lurhmann nos muestra cómo ni siquiera en el trance de morirse Gatsby deja de confiar en sí mismo. Si “toda vida es un proceso de demolición” (así inicia Fitzgerald su relato en The Crack-Up), la de Gatsby es una vida desmarcada de esta ley del derrumbe. Luhrmann ha cambiado, en su película, muchas cosas de la novela (le quitó la aparición del padre de Gatsby, puso al narrador a narrar desde un psiquiátrico) pero respetó la batería que alimenta la luz verde colocada en el muelle de los Buchanan, frente al palacio que Gatsby construyó solo para mirar esa luz: la vocación de Gatsby para imaginar y construir y entregarlo todo en nombre y en honor de lo que se espera, en lugar de sentarse a esperar.

Por eso Luhrmann no se basó en el Gatsby finalmente publicado sino en el que Fitzgerald entregó a Maxwell Perkins, el editor que “ordenaba” con sus toques estratégicos lo que Fitzgerald escribía con su instinto animal, porque Fitzgerald no era un hombre sino una bestia de la literatura; las bestias no se detienen a planificar y saben orientarse en el bosque, sin mapa, sin bitácoras, sin brújula. Yo creo que, en un punto, Fitzgerald no pensaba lo que escribía. Creo que en sus páginas, aunque parezcan de una matemática modernidad, hay más intuición y más epifanía que en toda la literatura “posmoderna”, con su libre discurrir de la conciencia y su ruptura de la lógica del relato, su fragmentariedad y sus citas, sus simulacros y su epidérmica intertextualidad. Fitzgerald, como Gatsby, se hacía conmovedoras listas de actividades para “sujetarse”, pero nunca pudo ponerse una correa – por eso, obviamente, patinó en París, gastó mucho más de lo que tenía y terminó escribiendo guiones para Hollywood. Tuvo su crack-up y terminó sentándose a la mesa de los freaks convocados por Todd Browning. Un cónclave de desamparadas atracciones de feria. Fitzgerald elegía esa mesa en los descansos de rodaje, fisurado como un plato y colocado fuera del tiempo lineal de la esperanza.

Lo decisivo del Gatsby de Luhrmann, lo que lo diferencia de cualquier “adaptación” previa, es que no es el Gatsby editado por Maxwell Perkins sino el Gatsby, en bruto, de Trimalchio, la piedra sin pulir entregada por Fitzgerald a su editor. Trimalción es, en el Satyricon de Petronio, un esclavo liberto enriquecido que organiza un banquete descomunal y vulgar al que invita a los amigos, totalmente desmadrados, de su antiguo amo. En las fiestas de Trimalción se come y se toma hasta reventar (cuando Fellini filmó Satyricon le dio el papel de Trimalción al dueño de un restaurante romano y lo puso a recitar el menú de ese restaurante). El banquete de Trimalción es la gran comilona de la antigüedad clásica; si dinamitamos la periodización histórica, La Gran Comilona, de Ferreri, es la fiesta de Satyricon en el siglo XX. 







Y Trimalción es, como Gatsby, un “nuevo rico”. Ese es el drama de Gatsby, nacido de la necesidad de tener y multiplicar billetes (ni panes, ni peces: dólares), esa necesidad, enmascarada o impúdica pero nunca ausente, que nos define, nos atraviesa y nos acosa como especie humana. Dios no es amor, es plata. Los niños que toman la primera comunión nos obsequian una estampita y un rosario y piden plata a cambio del calculado souvenir. No es una comunión, es un regreso al trueque. Los bancos tienen la honestidad de preservar la arquitectura de los templos griegos y las iglesias deberían llevar estampado, en su frontis, un dólar: “In God We Trust”. Ninguna cultura lo sabe y lo cuenta mejor que la norteamericana. Somos humanos porque necesitamos hacer plata y de algún lugar hay que sacarla y, cuando se tiene, hay que exhibirla. Gatsby, como Trilmación, es sinónimo de fiesta, de fiesta mayúscula en la que, literalmente, se tira la casa por la ventana. El 3D de Luhrmann es estrictamente funcional a esta idea: las fiestas de Gatsby se nos vienen encima.

Son fiestas sin lirismo, no hay melancolía en la bacanal de Trimalción ni ensoñación cuando el billete manda, no hay rastros en el filme de Luhrmann de los filtros “poéticos” del Gatsby que, en 1974, filmó Michael Clayton. Las fiestas de Gatsby según Lurhmann son estridentes y descontroladas, son ángulo recto y en zizgag, puro Art Déco que honra la máquina - ese “cubismo para el consumo de masas”, según el crítico de arte Hilton Kramer, opuesto a la curva, vegetal y romántica, del Art Nouveau, con sus líneas entrelazadas y ondulantes, sus columnas sinuosas y blandas como tallos y los motivos florales que languidecen con el siglo XIX. Toda la película es Déco al milímetro, desde los títulos de apertura hasta los títulos de crédito. Tiene su exuberancia, su dependencia de la ornamentación, su maximalismo geométrico y su exceso. Su estómago omnívoro, que se alimentaba del arte tribal o egipcio, el futurismo o la cultura popular. Si la técnica determina la forma, en la forma habla el contenido.

El exceso Déco de la película es “el exceso de energía nerviosa” del que habla Fitzgerald en Ecos de la Era del Jazz (1931): “había que hacer algo con el exceso de energía almacenada que no se había gastado en la guerra”. Había que dilapidarla en la orgía más cara de la historia, que terminó en la Gran Depresión del ‘29, con el crack bursátil, y la Segunda Guerra Mundial.

Pero hasta que la fiesta se acabó, las chicas fueron salvajes. Flappers de boquilla y cigarro en mano, licor fuerte en la boca y nuca al descubierto. Sombrerito cloche, falda cortísima y bob cut, ojos ultra-delineados en negro y labios como fresas radicales (el maquillaje alevoso de la actriz y de la prostituta), perlas, plumas, abanicos y manos al descubierto (sin manguitos ni guantes), negros furiosos y rubios platinados, corsés que no buscaban resaltar las curvas sino aplanarlas hasta la androginia.

Chicas indómitas entregadas a la velocidad del automóvil y la excitación histérica del petting, ese franeleo desesperado con veda de coito, que enloquecía al partenaire. Son las chicas de los cuentos de Flappers and Philosopers (1920). Tenían el charleston y el fox-trot y, sobre todo, el jazz (“que significó primero sexo, después baile, después música”). Tenían a Hollywood como la Gran Fábrica de Sueños: las estrellitas de cine se pasean por las fiestas de Gatsby y todo el Gatsby de Fitzgerald tiene el montaje rápido, el ritmo sostenido y la capacidad de síntesis de una película de los Roaring Twenties, es decir, del Gatsby de Luhrmann, con su espectacular y helado despliegue de Déco.



Fotografías de Edward Steichen para Vogue (1924 - 1925)


Toda la fiesta al ritmo combinado de Cole Porter y el hip-hop de Jay Z, el rap de Kanye West y el piano de Fats Waller; o el ragtime de Jelly Morton en anacrónica cohabitación con el soul en contralto de Amy Winehouse o el pop barroco de Florence Welch (idéntico procedimiento-Luhrmann para la Inglaterra isabelina de Romeo y Julieta -1996- y la Belle Époque parisina de Moulin Rouge - 2001). No es simple aggiornamento musical sino la prueba evidente de la resistencia atemporal de un relato clásico, narrado conforme ese patrón y consagrado como tal. Resiste y derrama variaciones. Las claves narrativas y visuales de Gatsby funcionan todavía aunque el número vivo de la fiesta sea Beyoncé o, precisamente, por eso mismo: la banda de sonido tan ecléctica, tan sedienta como para mezclar y batir tamaños tragos mixtos, no es un pastiche en el que todo cabe, vaciado de sentido. O tal vez sí. Pero, en todo caso, es tan desmesurado como Luhrmann. Y Gatsby es el ascenso y la caída, luminosa y fugaz, de un creyente en lo desmesurado. Fitzgerald escribió un cuento sobre un diamante, “El diamante tan grande como el Ritz” (1922). En ese cuento, un palacio aislado como una fortaleza se alza sobre un diamante hipnótico y monstruoso del tamaño de una montaña maciza. La existencia de ese diamante es un secreto. Ningún invitado al palacio sale vivo de allí.

En esa retroalimentación constante en el que una gran novela es sismógrafo, partera y archivo de su propia época, Gatsby es la novela del artificio. No olvidemos que, tal como Fitzgerald rememora, en esa década de tiempo prestado donde la décima parte de un país (es decir, los más ricos) vivió con la “indiferencia de los grandes duques” y la “desfachatez de las coristas”, esos bailarines sobre la cubierta del Titanic se excedieron a sí mismos “menos por falta de moral que por falta de gusto”. Al Déco lo liquidó la guerra, la dificultad de producirlo en serie (excepto con baquelita y termoplástico) y también el kitsch, en cuyo pantano se desbarrancó. En su adaptación de Gatsby, Clayton le puso a Robert Redford un traje rosa, para el espanto verbalizado de Tom Buchanan, encarnado por Bruce Dern. Todo el Gatsby de Lurhmann es un traje rosa y es la iconografía completa de la fiesta, ese Déco desmelenado, estrepitoso y en préstamo, tan distinto del Déco estilizado y límpido de las portadas de Vanity Fair, lo que horroriza al elegantísimo Buchanan de Joel Edgerton (“¡qué circo!”).   


 




II.

Sintamos Gatsby como una elegía de la luz, tanto de la luz impersonal y eléctrica de las nuevas metrópolis como de la luz resplandeciente de un verano que promete gloria. Esa luz es una suma continua de destellos. De la iluminación a gas a la hipnosis del fenómeno eléctrico, la tumba de la bruma evocativa. Gatsby como novela-flicker y como flicker-movie. El verbo de Gatsby es “flicker” (“titilar”) y todas sus variantes y declinaciones (“centellear”, “destellar” y afines). Gatsby es un drama en exteriores y es una alquimia cinematográfica que continúe siéndolo, redoblado, en el rodaje casi íntegro en estudios al que lo traduce Luhrmann, en una operación de segundo grado. Drama de acción en estado puro, sin los números puestos de lo dramático, sin niños, lluvia, niebla, silencio o lentitud. El desafío es tan alto como escribir o filmar un drama, sin rehenes ni lágrimas, en un shopping-center.

La luz de Gatsby, en definitiva, viene de Gatsby mismo, de su perseverancia solar, aunque Gatsby se la atribuya a Daisy, convirtiéndola en la luz del mundo: “ella hace que todo se vea espléndido”, le susurra a Nick Carraway mientras Daisy recorre su mansión. Y todo es todavía más espléndido, si cabe, que en ese dulcísimo “you’re the sunshine of my life” que canta Stevie Wonder, porque Daisy ilumina, para Gatsby, todo lo que toca.

La electricidad implica tecnología y, por ende, novedad. Gatsby está sembrada de fascinación por lo nuevo, ya sea el exprimidor de “¡doscientas naranjas cada media hora!” que Gatsby tiene en la cocina como un tanque Sherman o el Duesy amarillo a su medida, esa sofisticada limusina de los años ‘20 con la que cruza como un rayo el puente que lo lleva desde Long Island a Manhattan y con el que emprenderá al final un viaje inadvertido hacia la muerte, con Daisy al volante. A Fitzgerald no le interesaban los manuales teóricos pero sí la observación empírica. Acierta y escoge los objetos “totémicos” que fascinarán a la “clase ociosa”, término acuñado en 1890 por el cientista social Thomas Verben. Antes de que la describieran Bauman o Lipovetsky, a la “sociedad de consumo” la escribió Fitzgerald.

El automóvil es el caballo del cowboy moderno y la modernidad, una nueva geografía urbana, sobre la que se posan automóviles de lujo e infatigables exprimidores de naranjas. Fuera de la ciudad, en un limbo de ruinas, una interzona arrasada, sobrevive el “valle de cenizas” -reminiscente de la tierra baldía de T. S. Eliot- con el cartel gigante del “Dios que lo ve todo” (el Dr. T. J. Eckleburg, un oculista de Queens), que imaginó Fitzgerald y Luhrmann recreó digitalmente. Allí, el garaje de los Wilson se alza como un desolador enclave pre-moderno, del que Myrtle Wilson anhela huir de la mano de Buchanan -su amante polista y millonario-, que mientras tanto la lleva a Nueva York y le compra un cachorrito de Airedale, un frasco de perfume y el último número de Town Tattle y una “revista de cine”.






Si Kafka narró la burocracia como eje del moderno ejercicio de poder, la sociología del detalle de Fitzgerald hace de la especulación financiera el telón de fondo y la corriente subterránea del relato. Ya en Ecos de la Era del Jazz nombra a la banca con nombre y apellido (“tal vez a fin de cuentas hubiésemos ido a la guerra por los créditos de J.P. Morgan”).

Ninguna otra palabra se repite tanto en Gatsby como “bonos” (“bonds”). Nick Carraway, el narrador introvertido, la voice-over, el puntual confidente de Gatsby, es un egresado de Yale que se compra libros para entender el funcionamiento del mercado de préstamos y la bolsa de valores y ser un buen alumno de Wall Street. Gatsby, sin embargo, maneja sus negocios por teléfono y nunca queda claro quién está del otro lado de la línea, en Chicago o Detroit. El teléfono, un aparato clave de Gatsby, interrumpe las escenas idílicas (el Grand Tour de la mansión dedicado a Daisy, el encuentro romántico en el parque, con Gatsby y Daisy escabullidos de la fiesta) y envía a Gatsby al escurridizo mundo en sombras del negocio sucio.





Gatsby, el hijo de granjeros de Dakota del Norte que se hizo a sí mismo por obra y gracia de la autoconfianza, el self-made man que renegó de su origen de miseria para convertirse en magnate, el epítome del emprendedor americano, es un gran signo de interrogación. Una inestable identidad (falsa): héroe de guerra con medalla al mérito, espía alemán, cazador de animales salvajes, pintor bohemio en las capitales europeas. ¿Quién es Gatsby? Todos esos hombres que inventó para Daisy en base al único hombre que debe ocultarle (el Gatsby contrabandista de alcohol en tiempos de Ley Seca, el traficante de bonos, el gánster). El capitalismo financiero comienza a degradar el sueño americano de los viejos colonos y los padres fundadores de América. Pero el sueño de Gatsby es incorruptible.

Porque su objetivo final no es la acumulación de capital, material o simbólico. Es hacerse de ese capital para reconquistar a Daisy. Ni siquiera le importan sus fiestas ni su lista de cosas encantadas. “Todas estas cosas son para ella”, dice Gatsby a Carraway. “Tu imaginación”, le dirá ella, “es irresistible” - y Luhrmann toma nota y pone en acto. La bendición de la novela, y del filme, es que Gatsby es un hombre entregado a un proyecto. Íntimo. No político, y por eso libre de la pedagogía de los dogmas. Sintamos Gatsby como la historia de un hombre que quiso anular los cinco años que habían transcurrido desde un último beso, para volver a besar a la chica dorada de Louisville, la que vivía en la casa más hermosa que el soldado James Gatz había conocido. Como si pudiera repetirse el pasado y abolir el tiempo que lo separa del presente, como si en la vida hubiera una sala de montaje donde elegir y medir, para después cortar.    





El amor no es en Gatsby dar lo que no se tiene a quien no es (Lacan dixit, citado hasta el hartazgo). Es dar todo lo que se tiene a quien no lo pide y a alguien para quien, además, somos la marca de la camisa que llevamos puesta. “Estás tan cool”, es todo lo que puede decirle Daisy a Gatsby en esa tarde tórrida y tensa en el Plaza Hotel, cuando supuestamente debe blanquear su relación y abandonar a su marido para fugarse juntos. “Te parecés al hombre del aviso en Time Square”.

Cuando Gatsby la envuelve en su coreografía de camisas arrojadas desde su vestidor (la invención del vestidor es mérito de Luhrmann y las camisas son las que un hombre “le compra en Inglaterra”, el no-va-más de la elegancia para el americano con aspiraciones), Daisy llora. Y mientras llora, confiesa - y esta es  la confesión contundente de una flapper: “lloro porque nunca he visto camisas tan hermosas”. Daisy no está enamorada de Gatsby sino de sus camisas. Él lo sabe. “Tiene una voz…”, arranca Carraway, sin saber cómo seguir. Gatsby remata: “Tiene una voz llena de dinero”. Daisy es una chica material - una “material girl”, diría Madonna. Gatsby lo sabe pero la quiere igual o la quiere por eso, porque el dinero es glamour y Daisy no lo compró, como él ha comprado sus camisas; le viene de nacimiento. 





Y este, como ya se ha dicho, es el drama de Gatsby, el que Tom Buchanan le arroja en la cara, como una culebra o una lápida, en el Plaza Hotel: “Nacimos diferentes, está en nuestra sangre. Nada de lo que hagas, digas, robes o sueñes podrá cambiarlo”. Es un drama de clase social, de sociedad aristocrática de élite contra “arribistas”, de ganadores por linaje contra perdedores que compran y pagan por lo que no tienen y aparentan ser lo que no son. La biblioteca de Gatsby, en la que brilla su fotomontaje con el alumnado de Oxford y el conmovedor álbum que armó con cartas manuscritas y recortes de periódicos y fotos de Daisy, es una biblioteca “prestada”, tan prestada como el tiempo de la década del '20. Gatsby compró la apariencia de una cultura que no tiene. Será, por los siglos de los siglos, el chico pobre, el hijo de granjeros del Midwest. La tremenda confianza en sus aptitudes, su imperio del West Egg, no alcanzan para desvanecer su inhibición infantil ante el billete congénito de Daisy.

La escena del té organizado en la modesta cabaña de Nick Carraway, para reencontrar a Daisy luego de cinco años de forjarse a sí mismo y esperar, es de una ternura desarmante. Gatsby no sabe qué hacer, dónde ponerse, tira un reloj de mesa antiguo, se asusta y se escapa, vuelve empapado por la lluvia. Es la única lluvia del libro y la película y cae para pegar un mechón de cabello en la frente de Gatsby y para que Nick le indique, como si fuera un niño (y Leonardo di Caprio es invariablemente un niño, aun cuando se convierte en el esclavista atroz de Django Unchained es el pequeño hijo heredero de un terrible padre) que se acomode el mechón y sea valiente. Gatbsy compró cientos de orquídeas y torres de masas para sorprender a Daisy. Y es un niño que tiembla como si lo que llevara pegadas, a la carne, fueran las ropas de granjero.


 
 
 
 
 
 
 
 
 


Nadie lo explica más lúcidamente que Angelo en la serie televisiva The Wire, en la mesa de lectura de Gatsby armada en la cárcel. “No importa lo que Gatsby haga y la historia que se invente, lo que fue al principio será lo que es… todo lo que haga y lo que intente no le servirá de nada… se había comprado todos los libros y los había puesto en su biblioteca pero no había leído ninguno… lo que sucedió antes es lo que realmente sucedió” - he aquí la síntesis absoluta de Gatsby, un tipo que compra la apariencia de lo que no es para seducir a una chica enamorada de las apariencias. La comprensión absoluta de Angelo, y su lamento, son el eco invertido y perfecto del desprecio que Buchanan le escupe a Gatsby en el Plaza Hotel.

Porque Angelo es negro y fue un chico negro y pobre del gheto y vender droga lo llevó a la cárcel - ese depósito de seres humanos que recluta su clientela especialmente entre los negros, especialmente entre los pobres. Y todos los dólares del tráfico de drogas, apilados uno sobre otro, no le alcanzarán a Angelo jamás para arrancar de sí el estigma de la raza y el origen real de su fortuna. Lleva la marca del desafortunado, socialmente construida, impresa en la piel. No hace falta que al negro o al pobre le impidan la entrada a un restaurante, no es necesario el uso de la violencia. La inhibición, inoculada durante siglos, se pone en marcha sola. Hay lugares que son para los “ricos y todo eso”, “los rubios y todo eso”, los que cayeron del otro lado de la línea. Por eso basta, para comprobar la actualidad de Gatsby, alzar la vista del libro o la película -yo creo que los ojos, como órganos, se posan sobre los páginas y las pantallas, como los automóviles y los exprimidores de naranjas sobre las ciudades- y mirar a nuestro alrededor.

Hay de Gatsby una película muda y perdida, de 1926; una película sonora, de Alan Ladd, de 1949; una película analógica y en color, la de Clayton; y esta traducción de Lurhmann, en tecnología digital y formato 3D. El cine puede volver a una novela una y otra vez. ¿Cuántas veces y bajo qué formas retornará Gatsby al cine? El cine tiene la capacidad del regreso y la recreación. El cine sale a recuperar y a jugar, es el intervalo lúdico entre las horas de clase que hay que desaprender, es el recreo donde no suena el timbre de la vuelta al orden. 


III.

Paradójicamente, es la fe lo que salva y aniquila a Gatsby. No solo su fe, tan protestante y tan norteamericana, en la recompensa de los sacrificios: también la fe como ese género al que pertenece la fidelidad. “Fiel hasta el fin”, se lee en el escudo heráldico y apócrifo a la entrada de su castillo de naipes de Long Island, al pie de sus iniciales con tipografía Déco. Ad finem fidelis. “Besé a Daisy y después no la vi durante cinco años y en estos cinco años sentí, todo el tiempo, que estaba casado con ella”. La fe como fidelidad a una visión. La fe ciega.




La fe es ciega, como el amor (dado que Luhrmann también lo pone todo, salta y se atreve hasta a ponerle sexo a Gatsby, mientras suena Love is blindness, ralentizada al máximo por Jack White). El amor es ciego, como la esperanza, ese don que diferencia a Gatsby de todos los demás y que, como le dice Carraway en la última noche que le queda vivo, lo hace mejor que todos ellos juntos, mejor que los Buchanan que lo entregan sin necesidad, porque él ya asumió la culpa de un accidente mortal que no le corresponde, y huyen mientras él espera la llamada telefónica de Daisy.

“Mantenga el teléfono desocupado”, ordena Gatsby al mayordomo, “porque espero una llamada personal”. Otra vez, el teléfono. Marilyn, cuenta la leyenda americana, estaba muerta en la cama y a su lado colgaba el tubo y el cable de un teléfono.  

Fiel hasta el fin, hasta el fin esperanzado y, por ende, a salvo del crack-up. “Mi autoinmolación era una cosa negra de humedad”, dice Fitzgerald en abril de 1936, fisurado, en Manípulese con cuidado, el tercer y último texto de The Crack-Up. Gatsby cae, baleado y espléndido, al agua transparente de su piscina, donde no hay restos de humedad. Ninguna cosa negra. Para el creyente, para el fiel, agua bendita.




IV.


Quien leyó Gatsby ya ha visto esta escena, la escritura de Gatsby es un álbum de fotografías. La fotografía como arte de la modernidad, que secuestra y colecciona momentos efímeros. Recordamos el accidente en el valle de cenizas, el cuerpo de Gatsby en la piscina, la mano de Gatsby que intenta atrapar esa luz verde que destella y lo asedia desde un amarradero. Lo que recordamos rara vez se mueve, está fijo como una foto. Luhrmann construye recuerdos de recuerdos, por eso filma el accidente en cámara lenta (es como si dijera “ves, está pasando otra vez” – recordar viene del latín, re-cordis, “volver a pasar por el corazón”) y da a la muerte de Gatsby algo que se parece a una cámara lenta, pero es en realidad la lentitud del desplazamiento de un cuerpo en el agua, y un travelling hacia atrás en el que Gatsby sabe, por primera y última vez, que ha perdido esa luz verde que ahora no cesa de retroceder hasta eclipsarse, y un plano cenital que es como la memoria asomada al lugar inasible de los hechos.

Nick Carraway, en el Gatsby de Luhrmann, sale del hospicio para errar por una Nueva York que antes lo fascinó y ahora le causa asco. Ese asco ya estaba en el final de la novela. Nadie asistió al funeral de Gatsby, ninguno de los cientos de invitados a sus fiestas; no hubo una sola flor de Daisy sobre su tumba. El mundo se mueve bajo los pies de Nick. Hemingway se parece a Harry y Fitzgerald se parece a Julian en Las nieves del Kilimanjaro, donde Hem se burla un poco de Scotty: “creía que [los ricos] eran una raza especialmente glamorosa y el descubrimiento de que no era así lo destrozó”. Así de destrozado está Nick, así de fisurado, como Fitzgerald.

Porque es el narrador a quien se le reserva la fisura, el impiadoso crack-up. “Nada de lo que dijeron los diarios, después del funeral de Gatsby, era cierto”, dice Nick, recordando a Gatsby en flash-backs encadenados. En los diarios nunca se lee la verdad. Los restos de verdad que pueden existir en este mundo arden en la literatura, o en el cine. Nick recuerda y concluye: “Yo era todo lo que Gatsby tenía”. Quien narra sin especular y sin medir es, con su narración, fiel hasta el fin, es fiel hasta la muerte.


V.

La cámara es una máquina de escribir. Juan ha tenido, en el Apocalipsis, una visión del Hijo del Hombre. Se le aparece y le ordena que escriba al ángel de la iglesia de Esmirna: “Sé fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida”. El teclado pone en tus dedos sal, mirra en tus ojos. 

Hijo del Hombre, te escribo desde Esmirna, en mi condición de plato rajado. Te pido muchos menos que lo que prometiste. La fidelidad, que es algo que salimos a buscar, termina viniendo hacia nosotros, eligiéndonos con su sobredosis de hermosura y sin chance de decirle “no”. Te cambio la corona por un par de vendas. Te la devuelvo intacta, no arranqué la etiqueta, está enterita, no leí las instrucciones de lavado. ¿Tuviste tu crack-up, Hijo del Hombre? Este es mi trueque, entonces: una frazada tibia, un par de vendas y latas de galletas para la esperanza. 






Nota: Las citas de Ecos de la Era del Jazz (1931) y The Crack-Up (1936) pertenecen a The Crack-Up, Editorial Crack-Up, Buenos Aires, 2011 (traducción de Marcelo Cohen, Martín Schifino y Matías Serra Bradford).