Botonera

--------------------------------------------------------------

22.8.14

RETRATOS DE FAMILIA - TRÁNSITOS DEL CINE




 Infiel, Liv Ullmann



Madrid, 25 de abril de 2011


Estimado Faustino:

Todavía recuerdo el brutal impacto que me provocó aquella escena de Los Comulgantes. Quizá la recuerdes: Märta (una hermosísima Ingrid Thulin, como han sido siempre hermosísimas las mujeres bergmanianas) le recita una larga y atormentada misiva a Tomas, el sacerdote que ha perdido el rumbo en un territorio en el que Dios, los suicidas y la nieve se confunden. Como ocurre casi siempre en Bergman, estalla el milagro de la puesta en forma y el director mantiene la cámara en un poderoso plano fijo que se desliza por los silencios, los gestos imperceptibles, la construcción del discurso. Todas esas cartas, recitadas, salmodiadas, impostadas, que flotan por el río de la modernidad europea hasta los personajes de nuestro querido Desplechin, cartas que queman o que traen la voz de los muertos.

Y, en un segundo movimiento, cartas que construyen una moda -y que cada uno vista el término como quiera- en el panorama de la reflexión cinematográfica. Cartas y mails entre Rosenbaum y sus mutantes, cartas entre los cahieristas españoles que hablan de Truffaut, cartas y diálogos que intentan esquivar lo que hemos sabido siempre: que el placer cinematográfico es algo íntimo y, sin embargo, algo que nos toca emocionalmente de manera tan brutal que necesitamos compartirlo con otros. Como dijo González Requena -y me permitirás que la primera cita que introduzca en este, nuestro libro común, sea suya: “El cine convoca a una relación narrativa en la que la emoción se pone al mando, te invita, te convoca a una experiencia de identificación emocional muy intensa, y por lo tanto, el espectador sale con una experiencia emocional de la que necesita hablar”. 
Por supuesto, necesitamos hablar de lo que ocurre en el interior de la sala de cine y, si me apuras, de lo que se moviliza y de lo que quema en el interior de la sala de cine. La “nueva cinefilia” de Rosenbaum -y hay que tener cuidado con las nuevas etiquetas que se colocan sobre las viejas ideas, sobre todo si se celebran de manera masiva y sin cierto filtro crítico- quizá no quiera decir más que eso. Que necesitamos hablar de aquello que, definitivamente, nos duele. Rosenbaum claro, pero mucho antes el primer Lacan y, mucho antes, Freud. El pequeño Yang-Yang leyendo la carta a su abuela difunta en los últimos minutos de Yi Yi. El pequeño niño de Sacrificio preguntándose por el verbo junto al árbol.

Y, pasando de puntillas, hasta llegar a la familia. Una familia que -y llegó el momento de conjurar a Bauman, aunque su presencia nos acompañará a lo largo de las siguientes páginas- sólo puede ser pensada en relación con ese universo líquido y confuso sobre el que se despliega, con sus contradicciones y sus triunfos:

“Aquellos que quieran resucitar un concepto tan herido como el de ‘valores familiares” -y asumir seriamente lo que semejante reto implica- deberían comenzar por pensar en profundidad las raíces del consumismo, y simultáneamente, en la erosión de la solidaridad en los lugares de trabajo”.

Creo que nuestra intención ha sido mucho más modesta y, sin embargo, nuestra hoja de ruta será sin duda similar a la propuesta por el sociólogo polaco. Quizá vale la pena anotar una primera sugerencia: quizá la desintegración -algunos dirán la reformulación, y otros, la destrucción- de las estructuras familiares ha ido caminando en paralelo con la propia desintegración del clasicismo cinematográfico. Nosotros -hay que confesarlo: nacimos al hilo de La condición postmoderna de Lyotard, año arriba, año abajo- hemos aparecido al calor de los últimos estrenos de Bergman en las salas y, quizá por eso, crecimos en un universo en el que los modelos líquidos ya estaban funcionando a todo trapo. En España, en los bancos de esas últimas generaciones no emponzoñadas por el rictus macabro de la Logse y los delirios de cierta pedago-bobo-gía, comprendimos que la familia, en nuestro mundo, iba a ser radicalmente distinta de la que soñábamos al ver las cintas de Ford o de Capra. Quizá lo comprendí en aquel otro libro de Easton Ellis -y éste, me permitirás, lo citaré de memorieta- en el que un personaje afirmaba: “¡Eres un inadaptado! ¿En serio me intentas decir que tus padres no se han divorciado?”.

Y es que, después de todo, cómo cuesta hablar de la familia sin dejar que los calificativos y las intromisiones del autor empañen el texto de esa subjetividad tan venenosa para los buenos análisis cinematográficos. Haber trabajado dos textos tan ricos y complejos, dos propuestas que podrían ser textos-límite o textos-mausoleo, nos ha posibilitado este pequeño juego de máscaras entre el analista y el creador. Sin duda, tanto Infiel como Yi Yi se hacen cargo de una experiencia vivida en la que late el amor, el horror y el malestar de los tiempos en los que nos ha tocado naufragar.

¡Un abrazo!

Aa. R.



Yi Yi, Edward Yang


Madrid, 26 de abril de 2011

Estimado Aarón:

Me gusta que empieces hablándome de cartas y de cine y que te deslices suavemente de Bergman a Desplechin dibujando un puente en el tiempo igual que las cartas trazan puentes sobre los espacios. Me gusta por intuición y por nostalgia, por ese punto romántico que tenía también Truffaut, pero me gusta porque entre Los comulgantes y Reyes y reina transcurren cuarenta años de historia europea, cuarenta años en los que seguimos hablando de cartas cuando ya nadie escribe cartas, como si mantuviéramos artificialmente un fantasma que ya no necesitáramos porque ya no fuera necesario salvar los espacios físicos que nos separan. ¿Será que en estos años hemos acabado con los espacios, con la distancia? Pienso en el cine y me sorprendo de no poder rescatar de mi memoria ninguna escena de películas actuales, o relativamente actuales (borro rápidamente ese fogonazo de indignación a la memoria de Lubitsch que supuso Tienes un email, aquella comedieta de Meg Ryan), en las que el correo electrónico, los emails, se hayan convertido en el puente mágico que deberían simbolizar y que, por el contrario, sí siguen simbolizando las cartas. Puede ser un anacronismo, pero en algunas de las más bellas escenas del cine contemporáneo se siguen utilizando cartas de papel, manuscritas con la tinta de los sueños y las pasiones. Porque aún no hay emails tan bellos como esa carta que Ventura recita una y otra vez en Juventude em marcha, o como las desgarradas epístolas que siguen surcando los deseos más íntimos de las películas de Garrel.

Quizás las cartas nos parezcan más bellas que nunca ahora que desaparecen, que han terminado, y valoremos el esfuerzo de la tinta al deslizarse, del sello en el estanco, del sobre en el buzón de correos, de la (im)paciente espera que ilusiona o agoniza… La hora del crepúsculo, de lo que va terminando porque deja de encajar, qué bien lo reflejaría John Ford... Y del mismo modo que puede parecer un anacronismo hablar de cartas, seguir mostrando cartas en el cine, también puede parecer fuera del tiempo, o antiguo, o reaccionario, empezar a hablar, discutir, filosofar, o lo que sea que hacemos sobre la familia.

Me hablas de los tiempos en los que nos ha tocado naufragar. ¿No crees que si algo distingue estos tiempos es que todo se hace más difuso, más borroso, nada acaba de encajar en su contorno, los fantasmas dejan de aparecerse para que seamos los vivos los que nos volvemos un poco fantasmas? Por eso me parece más difícil que nunca definir lo que es una familia, no me atrevería a hacerlo, pero el hecho de que se puedan borrar los límites, precisamente, me parece una ventaja que tenemos que aprovechar, porque tras la forma quedará la esencia y lo importante, lo realmente bello que escondía la idea clásica de familia es lo que tenemos que intentar preservar, y surgirá de las cenizas como resurgen las cartas en esas películas que tanto nos gustan y parecen fuera del tiempo.

Y sin embargo, aquí estamos los dos, mandándonos emails que llegan en el acto a su destino sin que nos dé tiempo a pensar qué intrincada y oscura ruta seguirán para ello. La misma prisa, la misma vorágine que impide a muchas familias pensarse a sí mismas, probablemente porque hemos conseguido que esa autoreflexión no sea inmediatamente necesaria, se aleje de nuestro campo visual cuando levantamos los párpados y, por ese motivo, sea tan difícil de aprehender. Quizás estoy pareciendo un nostálgico de las cartas y, por extensión, un nostálgico del mundo, pero en realidad creo, o quiero creer, que es todo lo contrario. Me encanta escribir emails y dedico a ello muchas horas de mi vida, en ocasiones por puro placer, por el mero gusto de explayarme tranquilamente solo con quien quiero, de experimentar  el calor de los susurros, esa maravillosa sensación de protección que da saber a quién te diriges y dejar fluir la conciencia. Es una auténtica liberación, que seguramente nunca habría descubierto con las antiguas cartas por el único y banal hecho de no haberlas probado lo suficiente (otros medios como el teléfono se encargaron del resto). Y el email, con su subversión del correo tradicional, al final ha acabado sirviendo para reforzar y revitalizar en mucha gente esa idea de misiva cálida que empezaba a extinguirse ante el eclipse del correo postal. Lo que para unos era defunción y, para otros, mutación, ha acabado convirtiéndose en la salvación de la más pura esencia del correo. Por la misma razón, quizás tampoco tenga mucho sentido mantener unas estructuras familiares estrictamente rígidas, como han sido durante tantos siglos, sino que haya que dejar que muten y hallen su auténtica expresión, esa que permita sacar lo mejor de algo que, con el paso del tiempo, se ha transformado hacia una pura manifestación de belleza: si en el pasado las familias eran totalmente necesarias por mero pragmatismo cotidiano, hoy día muchas de esas necesidades se pueden cubrir con otros recursos y, a partir de ahora, la familia podrá finalmente expresarse en toda su pureza, sin coartadas sociales ni políticas, y sobrevivir por sí misma, libre de respiración artificial. Ya es hora de ser mayores de edad, de que la transgresión de las normas no suponga caos y desorden, sino una alambicada y quizá utópica búsqueda de perfección. ¿Ves, Aarón? Antes parecía un carcamal nostálgico y ahora solo soy un pobre iluso utópico. La verdad es que no sé con qué quedarme. Será este nuevo mundo, este mundo intangible, que me vuelve difuso, borroso, etéreo. 

Con un fantasmal pero sincero abrazo.

Faustino.