Madrid, 26 de Abril de 2011
Estimado Faustino:
En efecto, hablamos de fantasmas en tanto que el origen de ese dolor -y de esa pasión- del cine ya parpadeaba en las fantasmagorías. También hablamos de nostalgia, porque el cine -algo de eso decimos en el prólogo- es una inmensa tabla ouija y ahí está Ford para demostrarlo. También hablamos, y con esto hay que tener más cuidado, de un mundo “más difuso, más borroso”. Sin duda, las imágenes de la modernidad -con Bergman casi a la cabeza- tienen mucho que ver con esa sensación de pérdida y, si me permites utilizar la palabra, de orfandad.
Mientras escribo estas líneas, por ejemplo, escucho el último fragmento de la Winterreise de Schubert, esos fragmentos que escuchaba compulsivamente el protagonista de En presencia del payaso y que, años después, recupera Klotz para hacerlos atronar en La cuestión humana. La presencia fantasmal de Schubert en ambos textos sutura ese desgarro tan propio de nuestras sociedades, desgarro que resuena en cada una de las discusiones sobre la familia que llenan de ruido y furia los canales mediáticos. Y es que con la familia no se admiten medias tintas, porque la familia siempre es una deuda. Deuda de gratitud o deuda de odio, deuda del yo o de la psicosis. Pero todo empieza -y quizá todo acabe- en lo que ocurre en los márgenes de esa palabra ante la que Occidente parece sentirse cada día más incómodo.
¿Por qué nos da tanto miedo hablar de la familia sin una máscara bufa o sin una maldición apretada entre los dientes? ¿Por qué ese discurso del odio -un discurso principalmente europeo, todo habría que decirlo- y, por extensión, ese goce que a veces se intuye en los mecanismos políticos e ideológicos que claman contra ella? No es de extrañar que ciertos teóricos postmodernos -tan a la moda como esa “nueva cinefilia” de la que hablaba en el anterior correo- no hayan dudado en tildar a la familia como una “categoría zombie” junto a otras como comunidad, la clase o el vecindario. Y, es importante matizar: categoría zombie, no categoría fantasma como tú mismo proponías en el correo anterior. Para ese cierto pensamiento postmoderno, la familia no está ni muerta ni viva, es una especie de invitado incómodo en la gran fiesta lúdica de la libertad y del progreso que se resiste a ser enterrado y que parece molestar a la concurrencia terriblemente al arrastrarse mecánicamente en busca de cuerpos frescos que llevarse a la boca. El cine, por supuesto, siempre integra y resiste las modas, se mueve en esa danza erótica y contradictoria en la que caben, por poner dos ejemplos bien poderosos, Canino y El primer día del resto de tu vida.
Sin embargo, en ese mundo deshilvanado que proponías, pocos como Bergman supieron plantear los problemas de la estructura familiar, comenzando por la propia pareja y terminando con ese demoledor relato vampírico que es Saraband. No sé si en Yang podrás encontrar un movimiento paralelo, pero desde luego, Bergman realiza un equilibrismo contradictorio entre el retrato conmovedor y nostálgico -pienso en la maravillosa Fresas salvajes- y esa escena límite que podría ser el asesinato del hijo fantaseado en La hora del lobo. Siempre me ha asombrado su capacidad para construir una puesta en forma fílmica que fuera capaz de hacerse cargo de la herida de su tiempo y, a su vez, de conectar tan íntimamente con el espectador. Todo su cine es un tratado de los fantasmas: de los exteriores y de los interiores, de los que guardamos en los armarios del siglo XX y de los que se pasean por los márgenes oscuros de lo vivido.
Creo que esa es una de las funciones fundamentales del análisis fílmico o, por lo menos, del análisis fílmico que más me emociona: utilizar un rigor metodológico para dar voz a los fantasmas.
Un abrazo.
Aa. R.
Estimado Aarón:
Me interesa a la vez que me inquieta mucho lo que dices del sentimiento de deuda que en Occidente se asocia siempre a la familia, ya sea de gratitud o de odio, y en el fondo me parece normal, porque estamos ante un concepto que convive con nuestra cultura desde hace ya miles de años y que todos hemos experimentado de una u otra manera, hacia un lado o hacia el otro. Todos podemos ser partícipes de esa opinión colectiva, dar nuestra versión, convencer y ser convencidos. Además, como uno de los pilares básicos de nuestra formación, de nuestra nostalgia íntima, supongo que es normal cargar a la familia de una responsabilidad que puede ser excesiva, porque lo más fácil siempre es recurrir a lo más cercano para lo bueno y lo malo. Es un buen señuelo al que achacar que las cosas vayan mal, del mismo modo que se puede convertir en un buen símbolo de orgullo cuando hay motivos para la alegría. Me parece normal que pueda suscitar odios, aunque a veces no sean justificados, del mismo modo que puede provocar adherencias ciegas e inquebrantables. Eso sucede así y, sin embargo, ¿debería ser posible que el concepto de familia pudiera desencadenar pasiones tan extremas, o incluso pasiones sencillas de cualquier tipo? Lo pienso y me doy cuenta de que, sorprendentemente, la familia suele suscitar el ruido y la furia y resulta más fácil encontrar hoy día miradas extremistas sobre el estamento familiar que visiones sosegadas y lúcidas. Y sin embargo, la familia en sí no debería ser nunca algo que nos hiciera rebelarnos como sí podría serlo, por ejemplo, que se impusiera como fija una determinada estructura familiar.
Pero en la realidad familia nunca equivale a asepsia, seguramente debido a todos los inevitables prejuicios (inevitable como en todo estamento ancestral) que ha ido acumulando a lo largo de su historia. En paralelo, también ha hecho mucho daño la apropiación del concepto de familia que se ha hecho desde algunos sectores, como si un concepto así pudiera ser propiedad de alguien, como si la familia solo pudiera ser formada por aquellos que se adscriben a una determinada opinión, a un lamento, a un hueco quejido solipsista. El miedo por la trinchera que debiera ser derribada. La familia, como el mar, como el dinero (y aquí parafraseo a Godard), como las matemáticas o el amor, es y no puede sino ser un bien público, patrimonio de nuestra cultura y nuestra historia, construcción inefable de nuestra civilización. Por eso debe estar abierta, y nosotros con ella, a cualquier variación, cualquier interpretación o mutación. Aquí no caben los derechos de autor ni las patentes.
Me hablas también de ese movimiento íntimo que traza Bergman sobre la familia a lo largo de su carrera y, pensando en Yang, me atrevería a decir que ha sabido retratar como nadie las afecciones y pasiones encontradas que pueden surgir de las relaciones o de la influencia familiar. Su filmografía está plagada de historias familiares de pasión y desafección en las que la pérdida y la memoria empañan la alegría de vivir a la vez que refuerzan su necesidad. No hay más que pensar en los largometrajes de apertura y cierre de su obra, que muestran dos fugas, dos desapariciones: la del marido desvanecido por arte de magia que siembra de contradicciones Aquel día en la playa, y la de la abuela que en Yi Yi rompe una cierta idea de unidad familiar con su muerte abriendo también la puerta a una nueva época, una nueva etapa, que necesariamente tiene que ser distinta pero que los demás personajes deberían exigirse que fuera mejor. Yo diría que la idea de familia de Yang se mueve entre la necesidad y el dolor, una contradictoria realidad que parece provenir del dualismo asiático del ying y el yang, pero que en Europa siempre hemos tenido mucho más interiorizado de lo que parece, como bien nos han mostrado siempre las películas de Bergman. ¿No te parece que una de las cosas más bellas de la vida, de nuestra cultura y del cine es la posibilidad de sobrevivir a pesar de las propias contradicciones? ¿O será gracias a ellas?
Un abrazo.
Faustino