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28.1.15

EL FANTASCOPIO: "CUANDO TODO ESTÁ PERDIDO" ("ALL IS LOST", J. C. CHANDOR, 2013) - SOBREVIVIR ES MINIMALISMO




CUANDO TODO ESTÁ PERDIDO 
(ALL IS LOST, J. C. CHANDOR, 2013) 

 SOBREVIVIR ES MINIMALISMO



POR MARIEL MANRIQUE


For us, there is only the trying. The rest is not our business.
T.S. Eliot

La supervivencia es un encadenamiento de gestos elementales. Mínimos. Administrar el recurso del oxígeno como un bien escaso, inhalar y exhalar con prudencia y delectación. Que el brazo recorra la tremenda distancia entre la cama y la mesita de noche, hasta alcanzar a tientas la jarra de agua. Concentrarse en la cercanía del pie de suero, la estabilidad de la sonda y la precisión de la jeringa, la extensión de la gasa, el buen estado de la vena. El perfil de la jarra contra la pared. El alpinista perdido raciona sus recursos, el arrollado por el tren no se mueve en la vía para apretar los órganos, el secuestrado trata de no alterar el ánimo del secuestrador. La supervivencia es una negociación cara a cara donde las cosas son tan cosas que ni siquiera tienen nombre.

No hay representación (símbolos, alegorías o metáforas): hay que estar intensamente vivo para sobrevivir, con una intensidad que borra el pasado y el futuro y nos suelta en la ola del presente, en la que hay que orientarse para ver. En su prefacio a The Nigger of the Narcissus (1897), que es “una historia de mar”, Joseph Conrad escribió que lo único a lo que aspiraba mediante el poder de la palabra escrita era a hacer escuchar, hacer sentir, hacer ver. Desentumecer para animar, que significa estrictamente insuflar vida.

Si para vivir se usan inadvertidamente los cinco sentidos, la necesidad de sobrevivir los desviste y los pela. Todo está expuesto, todo está a la vista y es de una sencillez formal demoledora. La verdad no tiene un lugar donde esconderse. El enfermo está avisado, el torturado cruzó una frontera, el que sabe que va a morir se convierte (si todavía no lo era) en un pobre. Pobre es un sustantivo. Se cierra el abanico, se angosta el territorio, la posibilidad tiene el tamaño de una cuerda o un pie.

A los acróbatas del minimal les cabría a la perfección, aunque después la borraran por horror al subtexto, aquella afirmación de Yeats acerca de que solo lo que no pretende enseñar, explicar, persuadir ni condescender, solo lo que no grita ni llora, es irresistible. All is lost (“Cuando todo está perdido”, J. C. Chandor, 2013) es irresistible porque es minimal. Está hecha, literal y progresivamente, con lo que va quedando después de que un container escoró un velero. Tiene el velero y el mar y un solo tripulante, sin un tigre de bengala ni una pelota de vóley marca Wilson como compañía (a la que hay que humanizar poniéndole un nombre para timonear la ausencia de congéneres). No hay tiburón ni ballena que arponear ni otro enemigo que la meteorología en el horizonte. All is lost podría proyectarse en una sala en la que conviviera con las tres vigas en L de Robert Morris (1965), la caja de cobre abierta y pulida con el interior de su base pintado de rojo cadmio (1972) o los 12 módulos idénticos adosados a la pared de Donald Judd (1967), los 144 cuadrados de magnesio de Carl André (1969), los modestos tubos fluorescentes comerciales de Dan Flavin (1963) o los murales geométricos de Sol LeWitt (2004).





La forma es el contenido y viceversa, menos es más, por pura prepotencia de su exigüidad y aptitud funcional en la estrategia, y el espacio (su inmensidad, su transformación, su progresiva reducción) es rey. Habrá que hacerse cargo de la escala y la proporción, examinar las relaciones ahora patentizadas entre los elementos, advertir que el espacio vacío entre dos elementos es un elemento adicional (hay 12 módulos invisibles en cada espacio entre los 12 módulos idénticos de Donald Judd), desterrar las jerarquías y convivir con la horizontal democracia de las cosas (Carl André sabía cómo se arman y cómo van los trenes, había sido conductor y guardafrenos en New Jersey para la Pennsylvania Railroad), abolir todo mito romántico y religioso de la luz (así como, según la tradición clásica, el carácter se revela en la acción, la luz se materializa en sus efectos según el credo del ABC ART - los tubos de Flavin son las inspiración de las espadas de Star Wars). Especialmente, habrá que renunciar a la épica que subraya, sobrecarga y estraga las películas de supervivencia, para experimentar el minimalismo de All is lost.

El minimalismo, que no es instalación ni performance, implica la erradicación del golpe de efecto, es anti-climático por excelencia. Con sus arrasadoras tormentas y sus vueltas de campana, su sol abrasador y sus bengalas ignoradas olímpicamente, All is lost es la antítesis, por su continua reserva y discreción, de mamotretos literalmente siderales como Gravity (Gravedad, Alfonso Cuarón, 2013). Chandor definió su película como un “experiential action film”, algo así como una película de acción “experiencial” que convenía ver en una sala de cine. Como la sala de museo, la de cine es un espacio “otro”, la sede de un ritual en común, hecho de anonimato y a oscuras, en el que, paradójicamente, por desvanecimiento del contexto cotidiano, se aprehenden con mayor intensidad sus reglas y sus puntos de fuga. Por falta de opresión, distracción y justificaciones (o sea, por lo que distingue, en definitiva, el acto de ir al cine de ir al trabajo o a misa). All is lost invita a pensar con su protagonista, para quien pensar es el único pasaporte a la salvación. El concepto sería: “Para salvarse hay que pensar”, y la película íntegra está al servicio de esta idea, de esta concepción del sobreviviente como un Mac Gyver, alguien que debe solucionar en forma permanente pequeños problemas ordinarios para sortear el “Gran Problema” de seguir con vida, con los plenos poderes de sus materiales. Son los materiales de todos y cada uno de los objetos que integran ahora un kit de supervivencia: la caja de plástico en la que potabilizar el agua salada, la lata que atesora la sopa orgánica, la bolsa plástica en la que disminuyen las bengalas, el papel de los mapas donde trazar las cruces de una ruta posible, el grafito del lápiz y el metal del sextante y el reloj, la tela y el epoxi con los que emparchar la escoración del barco. Nada interfiere (como quería Donald Judd) con la naturaleza y la cualidad estrictamente física de esos materiales. Nada aleja al espectador de la experiencia visual pura.

Del aluminio, el vidrio y el hierro del constructivismo ruso de V. Tatlin, los minimalistas pasaron al acero, el plomo, el cobre, el zinc, la fórmica, el plexiglás y las pinturas sintéticas, para diseñar objetos escultóricos de bajo costo, concretos y estáticos, sin ambiciones representativas. Lo que sobra es eliminado. Del velero partido se sueltan amarras para verlo desaparecer y de su inventario se rescata lo que ha devenido indispensable. Para ver, para sobrevivir, hay que sacarse peso y arrojarlo al agua. El minimalismo es la elección de estructuras primarias.   



En adición a los materiales de la película, la película misma nos hace conscientes (al ponernos a distancia emocional de su foco de conflicto) del despliegue de sus medios cinematográficos. Podríamos destriparla como un juguete mecánico mientras estamos viéndola y analizar el uso de los planos y el encuadre, las tomas subacuáticas, las decisiones de montaje, la atinadísima edición del sonido (generado durante el rodaje con máquinas y mangueras gigantescas de olas y viento y lluvia) en la etapa de post-producción, o la elección de una intermitente y bajísima música incidental que es una especie de susurro o umbral (infranqueable) hacia la sensación subterránea de desastre que impregna, sin imponerse jamás, todo el relato - porque hay un relato, todo un género del relato clásico (desde el Ulises de Homero a Moby Dick) en movimiento, pero construido en base a la sintaxis del arte abstracto.

La cuerda del juguete es la cámara invisible que acompaña al náufrago como una sombra. Sentimos que, mientras sea filmado, vivirá; sentimos, inclusive, que es el artificio mecánico del cine lo que lo mantiene a flote. Este distanciamiento nos permite no solo que pensemos con el protagonista, sino sobre All is lost como artefacto. Nuestro cuerpo en peligro es un artefacto en el que calibramos el grado del daño y medimos como agrimensores amateurs hasta dónde estirar, apretar, aferrar o ceder, finalmente ceder, cuando todo está perdido o el cansancio se impuso a la paciencia o la esperanza.   



All is lost se filmó durante dos meses en los mismos e inmensos tres tanques de agua que James Cameron ordenó construir en México para Titanic, más algunos días de rodaje en el mar de Los Angeles, pero en ella no se derramará una sola lágrima, no se cantará una sola canción de amor ni se dirán (con el corazón en la mano y el cuerpo sobre un pedazo de madera rodeado de hielo) parlamentos tiernísimos de despedida; no se dirá una sola palabra. All is lost funciona como una película muda. El laconismo del minimal es un imperativo: la mayoría de las obras ni siquiera llevan título y sus autores delegan la ejecución en equipos cambiantes de colaboradores o, directamente, en el circuito neutro de un proceso industrial, para eliminar cualquier rastro subjetivo que influya en la apreciación de sus objetos. Solo una voz en off entre los restos de un naufragio, en los primeros minutos y antes del flash-back, como un adiós o un pedido de disculpas. Y un “Fuck!”, en el momento exacto, y un mensaje en una botella cuyo texto no se nos revela, en All is lost. Las palabras falsearían lo real, trastornarían la continuidad de un orden de raíz pragmática, en el que “orden” implica la mera continuidad de ciertas cosas, una después de otra, una adelante y otra, atrás (reemplácese “cosa” por “acción”, será correcto). Cepillarse los dientes, tratar de mantenerse en pie y sostener el cepillo, cargarlo de dentífrico sin temblar y dilapidar dentífrico, cepillarse como quien sube al Himalaya sin que el cepillo caiga, enjuagarse la boca y aferrarse al lavabo para no marearse, inclinarse a guardar el cepillo y el dentífrico sin mirar al costado, como quien guarda en un arca el Santo Grial o deposita en su cuna a un recién nacido, levantarse y darse el lujo, por si fuera poco, de alisarse el camisolín del hospital, de no haberlo meado y levantarse, erguirse como Gulliver en su faz gigante, como si fuera la primera vez.

El concepto (“pensar para sobrevivir”, en este caso) es todo lo que importa. Por eso Sol LeWitt ni siquiera supervisaba in situ la ejecución de sus obras. Lo único que le importaba era el pedazo de papel, guardado en un cajón, en el que había anotado la idea que otros materializarían. No le importaba, incluso, que sus obras fueran destruidas, mientras él conservara el papelito con su apunte. Este gesto ilustra la potencia del minimal como pivote del arte “objetual” al “conceptual”, en el que ya no importan los saberes específicos adquiridos en las academias sino la capacidad de pensar, bajo cualquier forma, haciendo uso de todos los formatos disponibles y borrando, esta vez, los límites entre las disciplinas, en un campo (en palabras de Morris) “complejo y expandido”.



Si, como dijo Hemingway, el coraje es la Gracia bajo presión, Robert Redford está, en All is lost, en estado de gracia. Su histórica opacidad, su reticencia, esa manera de callar y anclarse en lo no dicho, es el misterio y la inescrutabilidad que Tony Smith, cuando “pensó” en 1962 en un tubo de acero pintado de negro, amaba en los objetos, esa manera de ejercer resistencia del mundo físico. Robert Redford, como una obra minimal, no tiene nombre en All is lost. Es en los créditos, simplemente, “our man” (“nuestro hombre”), un sujeto anónimo que ni siquiera lleva una inicial (una K, por ejemplo), un hombre aparentemente común pero singularísimo, tan singular como su anillo de turquesa y plata, un signo de identidad de Robert Redford, que para ser “nuestro hombre” solo se tuvo a sí mismo y para sobrevivir tuvo que intentarlo (“para nosotros, solo existe el intento, el resto no es asunto nuestro”, dicen los versos de T. S. Eliot en East Coker, que Redford confiesa haber adoptado como lema en su vida personal y bien podría acuñarse como lema en All is Lost - “lo he intentado todo”, se escucha en el inicio del monólogo en off). 

La cara de Redford, esa all-American-face cuya belleza lo puso durante décadas en una jaula, es, al filo de sus 80 años, una topografía, como esas esculturas que Carl André colocaba en el suelo para que la gente las pisara, para que las convirtiera en un registro de todo lo que les había sucedido. Que Redford haga todo lo que hace en All is lost, sin un solo doble, sacudido y empapado, es irrelevante (podría protagonizar, así, una publicidad de vitaminas para ancianos). Lo que impresiona es cómo lo hace y todo lo que dice sin decir. No es máscara ni modelo, es ese mismo Robert Redford del que nunca se supo bien adónde estaba cuando estaba en pantalla, el que tenía un secreto o silenciaba pistas, el que podía ser hermoso y guardar un misterio, más denso y más curtido ahora y todavía inexpugnable y, por eso, irresistible, como escribía Yeats, en su vejez. Pauline Kael, que lo fustigó sin sosiego, ya está muerta y se lo pierde en esta gloria, en la que hasta tiene tiempo de afeitarse. (¿Autodisciplina? ¿Vanidad? Con él nunca se sabe).  

Como digno sobreviviente, Redford es constreñido a moverse en espacios cada vez más reducidos y más expuestos al riesgo. Del velero partido que se va a pique a un bote-iglú, y del bote-iglú hecho pedazos a una balsa, que es un aro de plástico en la eternidad del Índico. Ha buscado, entre Indonesia y Madagascar, seguir la ruta hacia Sumatra de los buques cargueros que podrían rescatarlo. All is lost es coherente con la primera película de Chandor, Margin Call (“El precio de la codicia”, 2011), saturada de diálogos en interiores, en la que lo que se iba a pique era un banco de inversión en plena crisis financiera en Wall Street y dueños y empleados diseñaban, en 24 hs. y transgredidos ya todos los márgenes de volatilidad y escrúpulos, un plan para salvarse hundiendo a sus clientes con la venta de activos “tóxicos”. También en Margin Call había un mar, inestable. Era el capitalismo global que aquí agita el Índico con sus mareas de consumo. “Nuestro hombre” está allí en un velero de lujo, escorado por un container del que brotan toneladas de sneakers infantiles que quedan flotando a la deriva. Su destino, esa combinación de azar y pensamiento, depende del avistaje de las bengalas que lanza por los cargueros que cubran su ruta, repletos de containers como el que lo escoró.

La última chance de ser visto, una vez agotadas las bengalas y en plena noche, es prender fuego los papeles que todavía quedan en la balsa circular. El aro de plástico se transforma entonces en un aro de fuego. “Nuestro hombre” ya ha recorrido todo el espinel, ya ha quemado la casa. Burning down the house (como aquella canción de Talking Heads) es el penúltimo acto. El acto final es saltar de la balsa y dejarse ir, del espacio menor al espacio mayúsculo. Hundirse con los ojos abiertos. No dejar de mirar, hasta ver el aro de luz de una linterna que se aproxima a la última casa en llamas y empujar hacia arriba, propulsarse y tantear y encontrar una mano para asir. Es un plano brevísimo que cierra el filme, con temperatura de limbo. En el limbo estuvimos, durante un poco más de una hora y media que duró ocho días, pensando en silencio con una escultura, en cierto modo conocida como Robert Redford.