(El Gran Salto adelante, 2014 y País de todo a 100, 2014)
Por Aarón Rodríguez Serrano
01.
A propósito del
peligro tácito de que cada ciudadano tenga una cámara en el bolsillo.
A propósito del
peligro de que un ciudadano decida, por su propia voluntad, recoger un
fragmento del mundo que le incomoda y dejar constancia de aquello que esconde.
[Los que vivimos en
la Comunidad Valenciana sabemos que los edificios “emblemáticos” de los últimos
veinte años están manchados de sangre, de cocaína y del postureo a la hora del gin tonic de los garitos bien del puerto
construídos más allá del barrio de
Nazaret en el que los chavales están jugando a fumarse la base de speed
y navajearse entre ellos].
A propósito de que
Pablo Llorca siga metiendo su cámara en las manifestaciones y siga empeñado en
ejercer de aguafiestas y de cenizo en la Gran Fiesta del Cine Español,
limpiándose el culo con la alfombra roja y consiguiendo, en un extrañísimo
milagro, aumentar su producción. A Llorca no le alimentan los canapés rancios
de la comedia romántica rural, el musical costumbrista o el inquietante
sucedáneo autoral. Llorca tiene todo el hambre del mundo y por eso va de puerta
en puerta, insomne, coleccionando imágenes o generándolas, pasando mil de la
dirección de arte, el maquillaje, los manuales de guion y las posturitas de los
Mesías 3D.
No siempre comparto
el cine de Llorca –algo esbozaré más abajo al respecto. No siempre soy capaz de
soportar su radiografía implacable de la situación y, en ocasiones, la desazón
con la que responde a las mismas. Pero su cine es, contra todo pronóstico, el
más radicalmente popular, social y democrático
que tenemos ahora mismo en España. Por eso, lógicamente, nos incomoda. Y
por eso muchos deciden, simple y llanamente, que su cine no existe.
02.
Trabajo al alimón
sus dos últimas propuestas, El gran salto
adelante y País de todo a cien. Ahí
se encuentra, desde el primer minuto, esa escritura árida, seca, una escritura
de lo real que sin duda hace entrar en pánico y descoloca a muchos de sus
espectadores. ¿Por qué dos películas, y por qué precisamente estas dos películas? El cine del
director cambió de forma y trazo mucho antes del estallido de la crisis, como
si hubiera atravesado una especie de epifanía social. Sin embargo, desde que
España ha entrado a saco en el laberinto de espejos de la miseria su
filmografía parece haberse disparado. Los temas, los gestos, los edificios…
todo está ahí fuera, súbitamente conjurado, esperando a que alguien pueda decir
algo sobre ellos. Las dos películas funcionan, en cierto sentido, como una
cinta de moebius: se narra hacia la colectividad, se topa uno con los límites
narrativos del tema propuesto, se escora la mirada hacia la significación de
los espacios y su reapropiación en tiempos de crisis… y vuelta a empezar.
Ciudades,
colectivos, individuos, masas. Revoluciones, ruinas, traiciones, emociones. Y
así, se despliega el loop entre una
cierta nostalgia –no hay una nostalgia revolucionaria en Llorca, sino una
nostálgia cultural y una cierta revolución –no hay una revolución nostálgica en
Llorca, porque la revolución está siempre empezando en estas dos películas.
El gran salto adelante, Pablo Llorca, 2014
El gran salto adelante es un Bertolt Brecht en la periferia madrileña. Un Sechuán de colectivos latinos que recolonizan los parques para pegarle a los jugos, reescribir líneas de acción en el barrio, escenificar sus rivalidades y sus gestos. La tesis de Llorca coincide con la de un cierto urbanismo contemporáneo: el ciudadano español, incapaz de comprender los usos sociales del espacio comunitario, le ha dejado el testigo de la habitabilidad a los colectivos de inmigrantes que, a su vez, colonizan y visibilizan lo que queda de su pasado. Retratos de barrio pobre, barrio irreconocible e indescifrable para los maestros que imparten clases a las segundas generaciones de los recién llegados.
La referencia a
Brecht no pasa tanto por técnicas de distanciamiento fílmicas sino por el
afilado e implacable retrato de los habitantes neo-lumpen de las ciudades. La
supervivencia y la convivencia se muestran como déficits, complejas líneas
rojas de inescrutable planteamiento moral. Se bloquea la empatía y se genera
una suerte de tristeza lejana: todos los personajes de la cinta, en un momento
u otro, son mostrados en falta.
Y tras ellos, el
espacio. Ciertamente, desde Jardines
colgantes (1993), Llorca ya había demostrado una capacidad envidiable por
trabajar simbólicamente el espacio urbano. Lo que allí era una suerte de zona
mágica indescifrable aquí se ha convertido en todo un pequeño tratado de
habitabilidad emocional. Los pisos escriben la vivencia económica de un país
que acumulaba metros cuadrados para alquilar a los menos afortunados y sacarse
unos euros –la vieja idea del ladrillo que manaba leche y miel- y que, en un
traspiés, se convierten en ratoneras en las que la presencia del Otro es
entendida casi como agresión.
[03b.
No sabemos convivir
con el Otro.
Me pregunto si esa
es una de las ideas centrales de El gran
salto adelante, y por ende, la que menos he podido digerir. A mi entender,
Llorca está plenamente alineado con las teorías de Renduelles y otros
sociólogos que, en ocasiones vinculados con la línea de ciertos partidos
políticos, señalan la necesidad de resucitar una colectividad perdida, desactivando el individualismo inherente a ciertos gestos y posturas vinculadas al
neoliberalismo salvaje. No es este el lugar para entablar la discusión, pero
–por mucho que yo no comparta esta idea, o al menos quiera exigirle algunos
matices que no veo bien desarrollados en los tratados sociológicos “a la
moda”-, no estaría mal señalar que Llorca es de los pocos directores de cine
españoles que ha trabajado con todo rigor este planteamiento.
No sabemos convivir
con el Otro… ¿Por qué no sabemos ser un
nosotros? ¿Es posible ser un nosotros? Las cintas de Llorca,
es bueno dejarlo por escrito, se mojan y responden: O somos un nosotros o estamos perdidos]
País de todo a 100, Pablo Llorca, 2014
De ahí el problema del autor.
Y también la
respuesta que se deja escrita en País de
todo a cien, a mi entender, una propuesta mucho más interesante y un punto
de giro absolutamente prometedor en la filmografía de Llorca. El gran salto adelante puede ser
entendido como una sublimación de la escritura del director, una suma de todo
lo que ya habíamos visto en sus anteriores cintas pero encapsulado con
sobriedad y abierto a la inclusión del tema del inmigrante.
País de todo a cien supone, a la
contra, un riesgo mucho más interesante y la posibilidad de jugar en una nueva
liga. Llorca, pese a su innegable deuda con mecanismos narrativos fácilmente
reconocibles –un viaje, una serie de personajes más o menos definidos que
interactúan linealmente con el entorno-, se posiciona mucho más cerca de los
parámetros del cine-ensayo. Y lo hace, por cierto, con toda brutalidad:
realizando la topografía del gran engaño, la gran estafa española, los
kilómetros y kilómetros de propuestas urbanísticas y políticas faraónicas que
se hunden en el tiempo: nuestro inefable aeropuerto de Castellón con su
monstruosa estatua de Fabra, los delirios de la Muela y la Expo de Zaragoza
–que han encontrado, todo hay que decirlo, una reflexión literaria insuperable
en las obras reunidas en torno al proyecto Plot
28-, las urbanizaciones fantasma y sin servicios.
Llorca intenta
generar una alternativa popular a semejante despropósito: visibilización de la
acción conjunta, crónica de las manifestaciones y la lucha por la sanidad y la
educación. Dispara de frente y ofrece nombres propios, partidos políticos
culpables, testimonios audiovisuales de cómo las plazas han sido arrasadas y
los erarios públicos malgastados en planes de idiocia pura. Todo ese delirio de
programación social con los campos de golf para los nuevos ricos del pelotazo y
“la gente que quiere tener el avión aparcado en la puerta de casa” se muestra
ahora como la prueba gráfica de la inoperancia de un pensamiento.
Y es bueno
repetirlo: Llorca no se escuda tras un hipotético lenguaje documental aséptico,
sino que recoge imágenes tomadas por otros, las reordena y las enhebra en lo
que parece una confesión o una carta a los espectadores. Mundo dialéctico, film
de expresión dialéctica desquiciada entre unos sujetos que luchan y unos
sujetos que no necesitan luchar porque saben que ya tienen todo lo que querían.
Crónica de manifestaciones, pero también de arrojadas posiciones políticas –el
fragmento dedicado al nacionalismo catalán es uno de los disparos más
arriesgados y certeros de toda la obra de director-, en las que Llorca muestra
su rechazo ante la idea de “autor” para volver a la idea de obra general, voz coral
de sujetos que son mostrados en actitud de espera ante la Revolución que viene,
o a lo peor, de sueño ante la posibilidad de un cambio.
Hablan imágenes del
presente. Las imágenes de archivo –las plazas en las que los vecinos charlaban,
bailaban o hacían vida cotidiana- tienen la belleza de un trazo anónimo,
individual, casi como si hubieran sido tomadas con un teléfono móvil o con una
cámara de bajo formato. No hay fragmento de medios de comunicación ni de
archivos “oficiales”. Habla esa suerte de enunciador fantaseado,
enunciador-Frankestein en el que, después de todo, no sabemos quién ni cuándo
ha accionado la cámara de video. Los créditos señalan a catorce colaboradores
anónimos, simplemente localizados por su nombre y una inicial. Se quiere borrar
la huella del autor, pero la huella del enunciador prevalece.
05.
Un ramo de cactus, como dijimos
en su momento, era una cinta que hablaba de una biografía individual y
atravesaba el territorio de la familia y la pequeña historia para intentar
encontrar un planteamiento revolucionario. Las dos películas de Llorca en 2014
parecen haber abandonado parcialmente esta idea para intentar ampliar su rango
de acción narrativa: bucear en la idea de comunidad, abandonar las parciales
narrativas personales para mostrar voces comunes y la manera en la que los
sujetos se piensan desde lo colectivo. ¿Toma de posición? Sin duda, aunque con
matices: Llorca ya está posicionado desde hace quince años. De hecho, está
posicionado desde mucho antes de que los nuevos profetas de la colectividad
decidieran meter mano en los parámetros de estética/cultura nacional para
“re-politizar la cultura”. La suya, después de todo, sigue siendo una carrera
de fondo y los que seguimos su filmografía lo sabemos. Lamentablemente, el
mundo que es –y el que fue- seguirá dándole temas de reflexión y de furia.
Después de todo, hay muy pocos cronistas (reales) de la miseria, y para ellos
nunca se cierra realmente el capítulo de las víctimas.
[Coda: Mientras
veía ambas películas, recordaba una y otra vez la recientemente aprobada Ley Mordaza. Llorca lleva rodando
manifestaciones y acciones ciudadanas más de un lustro, convirtiéndolas en el
eje sobre el que respira toda su reflexión. La puñetera Ley de marras, además
de un despropósito contra las libertades, es también el mejor motivo para que
respetemos y tomemos muy en serio una escritura como la de Llorca. En lo real
siempre ocurren cosas que molestan a los jerifaltes: el amor, la amistad, la
melancolía, la desesperación, la toma de conciencia y de contacto. La cámara no
sólo atrapa el testimonio de los límites. Construye la posibilidad misma de
transgredirlos].
País de todo a 100, Pablo Llorca, 2014