VER EL SONIDO
El cine es una invención post-mortem
El cine es una invención post-mortem
El mono de la luz, 16 mm, É́rik Bullot, 2002
Me gustan mucho las lenguas extranjeras. Me gusta escuchar lenguajes que me son desconocidos, reales, antiguos, inventados o imaginarios. No es por un don personal, sino debido al gusto por la excentricidad lingüística. En un país extranjero en el que no conoces el idioma, te encuentras literalmente envuelto en un medio sonoro continuo que debes (si quieres, por poco que sea, ubicarte en el seno de esa masa vocal) acometer desde un ángulo, como quien descifra un criptograma, operando cortes y sustituciones, estableciendo tablas de frecuencia. Debes anudar los vínculos entre las sensaciones, montar la imagen y el sonido para descubrir el sentido oculto tras las palabras hirsutas o falsamente familiares. Recuerdo mi estupefacción al descubrir mi nombre escrito en los estantes de los fruteros de Estambul. No fue sino después de la deducción y el montaje que ese “falso amigo” perdió su valor inquietante para revelar su significado: se trataba, simplemente, de la palabra “ciruela” en turco. O bien, definitivamente aturdido, te beneficias de esa nueva ebriedad para escuchar la musiquita que hace ruido bajo la lengua, sin preocuparte por comprender. Me gusta pensar que mis modestas proezas lingüísticas (siempre admiré a los políglotas) me autorizan una mejor escucha musical de las lenguas extranjeras. Es falso, sin duda. El cine fue no obstante el lugar de privilegio de esta experiencia cosmopolita. Me dio la oportunidad de escuchar el bengalí, el japonés, el persa, el ruso, el sueco, el mandarín, el armenio, el yiddish, el ladino y tantas otras lenguas que me resultan tan poco conocidas. La potencia del cine para dar a escuchar la pluralidad de las lenguas me maravilla todavía. Esta experiencia constituye por otra parte uno de los motivos de El Silencio (1963), el muy bello filme de Bergman, en el que dos hermanas, recordemos, pasan una temporada en una ciudad extranjera, librándose cada una de ellas a abordajes lingüísticos muy distintos. Una de ellas, Anna, no duda en salir a la ciudad, hojear un periódico del que sin embargo no comprende una sola palabra, encontrarse con hombres con los que continúa hablando en su propio idioma, satisfecha de esta situación en equilibrio inestable, mientras su hermana, traductora, se queda enclaustrada en su habitación, enferma y sufriente, y consigue aprender algunas palabras gracias a la complicidad de un viejo sirviente salido directamente de una novela de Robert Walser, palabras que confía a su sobrino como un secreto precioso. A través de este doble espectro (inmersión o desciframiento) se dibuja la situación misma del espectador de cine. (...)
Fragmento de "Ver el sonido"
en El cine es una invención post-mortem, Érik Bullot