La llave de Sarah (Elle s´appelait Sarah, Gilles Paquet-Brenner, 2010
(...) si ampliamos nuestra mirada sobre el Holocausto y emergemos más allá de los perímetros de los campos, uno de los principales focos de la angustia es, precisamente, la ausencia de espacio. Contradictoriamente, la lógica de su formulación geográfica es expansiva: ya sea mediante las líneas trazadas por los Einsatzgruppen en su recorrido de fusilamientos masivos, ya sea mediante su injerto en el espacio urbano con guetos controlados, ya sea, en el límite, en las áreas rurales del este de Europa en las que se sucedieron los linchamientos masivos y sobre las que ha descendido un velo de silencio y calma. El Holocausto tiene una naturaleza móvil, indefinida, como si se tratara de una bestia omnipresente capaz de borrar cuerpos en cualquier lugar, en cualquier momento. De ahí, por un lado, la importancia de los mausoleos y los museos que recogen sus legajos, las estanterías, los archivos, las exposiciones permanentes y temporarias que atesoran las pruebas y las reproducciones de la barbarie. De ahí también la imposibilidad de generar un “centro arquitectónico total” para el recuerdo, entre los que podrían convivir desde el famoso Monumento a los Judíos Asesinados de Europa de Peter Eisenman en Berlín hasta la edificación del nuevo museo de Yad Vashem firmada por Moshe Safdie o su recorrido diseñado por Dorit Harel.
Ni siquiera cuando miramos Auschwitz como símbolo, cuando se le denomina “el cementerio más grande del mundo”, podemos olvidar que se trata de un significante parcial, una sección espacial escindida de la que nada pueden saber los millones masacrados en la “Shoah por balas” o en los guetos.
En cualquier caso, y por el momento, esa ausencia de espacio hace todavía mucho más inmisericorde el concepto mismo de duelo. Como en las viejas películas de terror, la ausencia de un entierro bajo la forma de un funeral muestra nuestra incapacidad para cerrar el relato de los campos y mantiene nuestra relación con las víctimas en un estado de culpa, de herida abierta, suspendiéndonos en un extraño proceso de no-tiempo y no-símbolo.
La situación de los cadáveres del Holocausto es tan desoladora que tiene una doble naturaleza: una ausencia simbólica espacial y una ausencia simbólica nominal. En muy pocos casos históricos la recuperación de los nombres fue tan insistente y, a su vez, tan desesperada. Lanzmann es consciente de ello cuando cierra Porquoi Israel con la lista de los cadáveres en Yad Vashem que llevan su mismo apellido, o cuando cierra su Sobibor con la lista de nombres que se encuentran en el museo del campo. El problema no es simplemente la falta sino la impotencia que nos atraviesa a la hora de nombrarla o, en un sentido estricto, de escenificarla.
Ahora bien, la fórmula que venimos bordeando puede ser todavía más radical: si todas las coordenadas conjuradas para acotar el espacio del Holocausto están llamadas a fracasar, es porque solo una puede ser parcialmente satisfactoria: Europa (y no Auschwitz) es el cementerio más grande del mundo. Y solo en esa naturaleza en la que constantemente emergen brotes holocáusticos como huellas de lo reprimido –y el borrado de esas huellas está en el centro de una gran parte del cine holocáustico, desde Lanzmann a La llave de Sarah (Elle s´appelait Sarah, Gilles Paquet-Brenner, 2010), como veremos luego–, puede entenderse hasta qué punto es urgente ese diálogo, ese intercambio constante que oficia de salmodia (inútil para los muertos, necesaria para los vivos) y que satura la filosofía y el cine de nuestros días (...)
Espejos en Auschwitz
Aarón Rodríguez Serrano