Memory of the camps, Sidney Bernstein, 1985
Las verdaderas imágenes del Holocausto nos obligan a hablar con nuestro espejo. Por eso una vez que comenzamos a transitarlas, si somos capaces de permanecer en ese punto de ignición en el que comprendemos que son nuestras y no de las víctimas a las que parecen rendir homenaje, sufrimos un proceso de pánico e infatuación –“había sido necesario asistir al espectáculo y su dolor, había sido necesario llenarse los ojos por completo”– que no en vano ha sido comparado con el efecto de una droga. Escribe Berenice Eisenstein, en una de las páginas más crudas de su comic-book:
El Holocausto es una droga y yo he entrado en el fumadero de opio inocentemente, y todos los presentes me han dado a probar gratis por primera vez. Apenas he atisbado su poder, escudriñando las huellas de marcas de agujas en el antebrazo izquierdo de todas las personas de la habitación. Es el momento en que mi adicción toma el control (…) Descubriré que no hay fin para los traficantes que puedo encontrar para un solo chute más, una entrada más en un mundo alucinatorio de fantasmas (…) Los rollos de película, junto con las páginas impresas de los libros, podrían picarse hasta reducirse a un polvo fino, colocarse en líneas paralelas y esnifarse (…) Cuando mis padres iban a ver una película del Holocausto, su objetivo principal era examinar la pantalla para controlar la autenticidad, asegurándose de que la escenificación de los hechos fuera correcta. Así lograban de algún modo salir del cine emocionalmente intactos.
Fui hija de supervivientes del Holocausto, Berenice Eisenstein
Ya he escrito varias veces la frase “Es fácil reconocer a los más crueles”. No se trata de un efecto retórico sino, ante todo, de un intento desesperado para no formular la verdadera pregunta, la única que nos aterra de verdad a todos los profesores que nos enfrentamos al problema de la violencia y la exclusión en las aulas: “¿Ha servido de algo, sirve de algo la proyección y el análisis de las imágenes holocáusticas frente a los más crueles? ¿Sirve de algo, realmente –más allá de las subvenciones, los proyectos de investigación, las charlas sobre valores, los ciclos en las filmotecas– para que uno de esos tipos no la emprenda a golpes la semana que viene con aquel que detecte como inferior, subhumano, odiable, excluible? Y de no ser así, suponiendo que no sea así, ¿para qué demonios sirve nuestra labor arqueológica por los pozos fecales de la imagen?
Espejos en Auschwitz
Aarón Rodríguez Serrano