Botonera

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30.3.16

XIII. LÁGRIMAS 1 - PASEO POR EL AMOR, EL DOLOR Y LA MUERTE, Revista Shangrila nº 26, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2016





Llanto del apóstol San Juan
El descendimiento de la cruz, Roger Van der Weyden, 1436 (detalle)



Muy pocas veces Rogelet de la Pasture recuerda haber llorado, pero podría describir en orden minucioso aquellas otras ocasiones en las que, pretendiendo alcanzarla, fue incapaz de hundirse en tan profunda altura. Serían raras, muy pocas, pero bastante dolorosas. En especial cuando silencio y lágrima supieron apoyarse mutuamente doblando su valor hasta volverse llama o frío insoportables. Son esas lágrimas las que todavía pesan más en su ánimo durante esta última y larga noche de noviembre. Las que todavía se inflaman en su pecho hasta ahogarle la voz que no pronuncia. Uno es también su negación. Siempre sus pérdidas. Aunque hacer justo balance es difícil tarea cuando el presente se anuncia fértil agua de torrente y a la vez tierra propia preñada de inminentes cosechas, porque hoy todo su esfuerzo tardío y silencioso, su habilidad labrada y su trabajo, su vocación definitiva, los rezos compartidos y los propios, los sacrificios de la carne también y sus ayunos, le han otorgado en este día tranquilo, por medio de las manos del maestro Campin, un título que resume preciso su futuro en dos golpes de voz: Stadt scildere. Algo que ella no entiende. Pintor de la ciudad, le explica. Pero Bruselas ha cambiado mucho desde entonces y ahora Rogelet está inmóvil rodeado de los suyos, el tiempo es una rara maravilla que escapa llevándoselo todo, pero a la vez se queda en imágenes sueltas, gestos, palabras, sueños a veces compartidos en otros que también acabarán disueltos en un instante roto con su muerte. Y también es verdad que sus ojos no sirven o que sus manos hace ya mucho temblaban demasiado, que el frío ha hecho su nido en el centro del pecho y florece en escarcha por sus labios tan finos, que ha llegado el momento que tan bien conocía.  Pero ya nada teme porque en su caso él ha vencido y por eso se aleja una vez más hasta el comienzo donde los ojos de Elisabeth, que cortaba cebolla fue su inocente excusa, lentamente rebosan al recibir ese papel donde lo certifica todo, aunque leer no sepa, al recogerlo de sus manos tan firmes por entonces, con un respeto temeroso por el poder que otorga ese escudo tan simple donde un ángel de oro ha derrotado al oscuro demonio. Pero a los ojos de él pesa bastante más aquella línea oscura engarzada por curvas y volutas como zarcillos de vid ensortijados bajo el lacre sellado, un enigma que ella entenderá mejor cuando su dedo índice, abandonado, tan felizmente preso entre los de su esposo, resbale siguiendo un trazo que aprende a descifrar.  (...)

480 años de llanto
Manuel Merino en Lágrimas 1