Chile-La memoria obstinada, Patricio Guzmán, 1997
¿De dónde vienen esas lágrimas que, excedentes visibles de un pesar secreto e incontenible, cristalización en movimiento de la pena, dolor transparente, asolan el rostro de muchos de los protagonistas de la penúltima escena de Chile-La memoria obstinada (Patricio Guzmán, 1997)?
Pongámonos brevemente en situación. Contemplamos en esta escena a un grupo de estudiantes que acaban a su vez de contemplar, por primera vez, las dos primeras partes de La batalla de Chile (1975 y 1976), una película realizada también por Patricio Guzmán casi treinta años antes. Es el propio Guzmán el que la ha hecho proyectar. El procedimiento no es nuevo: además del célebre precedente de Crónica de un verano (Chronique d’un été, Jean Rouch y Edgar Morin, 1961), uno más cercano se encuentra en Descomedidos y chascones (1973), del también chileno Carlos Flores del Pino, no en vano personaje también de Chile-La memoria obstinada.
Incluso en la época de la filmación de La memoria obstinada, a finales de los ‘90, La batalla de Chile, que documenta los últimos meses de la presidencia de Salvador Allende, liquidada por el golpe de Estado, nunca se ha exhibido públicamente en Chile. Han transcurrido desde entonces diecisiete años de dictadura, de torturas y “desaparecidos”. Pero, incluso después de ser Pinochet expulsado del poder, aún más han sido los años de usurpación de la memoria, llegando hasta ese mismo del rodaje de La memoria obstinada. O mejor: todos estos años estuvieron marcados entre otras cosas por el violento deseo de efectuar esa acción de olvido, al cabo imposible de satisfacer de forma completa. Toda la película surge precisamente del anhelo de documentar, pero sobre todo de suscitar la reaparición de los restos de memoria de esos años, de sacar a la superficie, a la manera de esas lágrimas que contemplamos en el rostro de los jóvenes espectadores de La batalla de Chile, los retazos supervivientes que han permanecido escondidos normalmente en los rincones más íntimos. La batalla de Chile es uno de esos rastros de memoria salvados del olvido, uno en este caso menos personal que colectivo, acaso el más conocido de todos. Pero también, en esta escena, instrumento de memoria.
La memoria, es evidente, no se refiere tanto al pasado como al presente. La memoria, hecha de olvido e invención, es el lugar donde se escenifica el pasado, que es solo vacío. Donde se proyectan y se mueven los fantasmas de la muerte: el tiempo solo es “recuperable” como representación, en forma de espectros. En ello son iguales la memoria y el cine. Comenta Ernesto Malbrán en la película que somos cementerios de los “yos” que hemos sido. Añade Malbrán que no están muertos en realidad, que despiertan al menor conjuro de los hechos cotidianos. Aquí discrepamos: no despiertan ellos realmente, sino sus simulacros; no ellos, sino sus sombras. En esta sobrecogedora escena de Chile-La memoria obstinada, las sombras de La batalla de Chile convocan a esas otras sombras que pueblan, que son, la memoria (...)
Pongámonos brevemente en situación. Contemplamos en esta escena a un grupo de estudiantes que acaban a su vez de contemplar, por primera vez, las dos primeras partes de La batalla de Chile (1975 y 1976), una película realizada también por Patricio Guzmán casi treinta años antes. Es el propio Guzmán el que la ha hecho proyectar. El procedimiento no es nuevo: además del célebre precedente de Crónica de un verano (Chronique d’un été, Jean Rouch y Edgar Morin, 1961), uno más cercano se encuentra en Descomedidos y chascones (1973), del también chileno Carlos Flores del Pino, no en vano personaje también de Chile-La memoria obstinada.
Incluso en la época de la filmación de La memoria obstinada, a finales de los ‘90, La batalla de Chile, que documenta los últimos meses de la presidencia de Salvador Allende, liquidada por el golpe de Estado, nunca se ha exhibido públicamente en Chile. Han transcurrido desde entonces diecisiete años de dictadura, de torturas y “desaparecidos”. Pero, incluso después de ser Pinochet expulsado del poder, aún más han sido los años de usurpación de la memoria, llegando hasta ese mismo del rodaje de La memoria obstinada. O mejor: todos estos años estuvieron marcados entre otras cosas por el violento deseo de efectuar esa acción de olvido, al cabo imposible de satisfacer de forma completa. Toda la película surge precisamente del anhelo de documentar, pero sobre todo de suscitar la reaparición de los restos de memoria de esos años, de sacar a la superficie, a la manera de esas lágrimas que contemplamos en el rostro de los jóvenes espectadores de La batalla de Chile, los retazos supervivientes que han permanecido escondidos normalmente en los rincones más íntimos. La batalla de Chile es uno de esos rastros de memoria salvados del olvido, uno en este caso menos personal que colectivo, acaso el más conocido de todos. Pero también, en esta escena, instrumento de memoria.
La memoria, es evidente, no se refiere tanto al pasado como al presente. La memoria, hecha de olvido e invención, es el lugar donde se escenifica el pasado, que es solo vacío. Donde se proyectan y se mueven los fantasmas de la muerte: el tiempo solo es “recuperable” como representación, en forma de espectros. En ello son iguales la memoria y el cine. Comenta Ernesto Malbrán en la película que somos cementerios de los “yos” que hemos sido. Añade Malbrán que no están muertos en realidad, que despiertan al menor conjuro de los hechos cotidianos. Aquí discrepamos: no despiertan ellos realmente, sino sus simulacros; no ellos, sino sus sombras. En esta sobrecogedora escena de Chile-La memoria obstinada, las sombras de La batalla de Chile convocan a esas otras sombras que pueblan, que son, la memoria (...)
La memoria obstinada y el cine imaginario
José Francisco Montero en Lágrimas 1