La vida de Adèle, Abdellatif Kechiche, 2013
[...] La vida de Adèle, como verdadera síntesis de la individualidad contemporánea: un yo en permanente búsqueda y en permanente insatisfacción por llegar a etiquetas que pensaba le darían sentimiento de pertenencia, pero solo lo dejan fuera de lugar, le causan decepción casi nada más llegar. [...]
En La vida de Adèle está resumido el espíritu contemporáneo, que no es otro que el de la desorientación global: sexual, emocional, social, profesional... Hemos analizado previamente la huida de uno mismo, pero este filme muestra con contundencia sin igual la angustia por el verdadero hastío de uno mismo, el agotamiento que produce la sensación de ser inclasificable y redefinirse en cada instante.
Y es que en una sociedad con déficit de atención, de textos, documentos audiovisuales o relaciones de pareja cada vez más cortas, es fácil pensar como consecuencia lógica e inevitable que el siguiente paso en la cadena es que la convivencia con uno mismo se haga demasiado prolongada y tediosa, casi insoportable. Que tenga ganas de cambiar de yo, pero choque con la evidencia de que uno no puede negociar consigo mismo y acabar teniendo “una relación abierta” con su ser. Esto no nos libra de una desaforada batalla interna. Y las lágrimas de Adèle son tan amargas por seguir intentando reconciliarse consigo misma sin éxito. El pensar que el lesbianismo será el fin del camino, cuando no es así. Que la carrera profesional apagará sus instintos, de nuevo en vano. O que el estatus social calmará sus inseguridades. Adèle, esa síntesis de la persona que se deja ser pura víscera, reacciona a la vida como un animal asustado. Su gama de emociones y vulnerabilidad a diferentes impulsos es transparente e incorrupta, parece condenada a ser inasible no solo para el resto de las personas, sino sobre todo para sí misma. Ella aglutina en poquísimo tiempo lo que Milan Kundera, retratista de la insatisfacción, atribuía a toda una vida en La inmortalidad con la siguiente metáfora:
De muy joven, era pudoroso y trataba de estar a oscuras al hacer el amor. Pero en la oscuridad tenía los ojos abiertos de par en par para ver al menos algo, gracias al débil rayo que se filtraba por la persiana. Después no solo se acostumbró a la luz sino que la requería. Cuando comprobaba que su acompañante tenía los ojos cerrados, la obligaba a abrirlos. Y un día comprobó con sorpresa que hacía el amor con la luz encendida pero cerraba los ojos.
Hacía el amor y recordaba.
Oscuridad con los ojos abiertos.
Luz con los ojos abiertos.
Luz con los ojos cerrados.
El cuadrante de la vida.