Lawrence de Arabia, David Lean, 1962
[...] En un mundo lleno de opciones, cada vez es más difícil consensuar eso que se llama “mayoría”, pero la política, en cambio, ha decidido simplificar al máximo su oferta ideológica para aferrarse al concepto de masa homogénea, buscando desesperadamente lo poco que queda común a todos. Chance demuestra que no decir nada, en este caso, es la manera de que el otro adapte el discurso vacío a sus expectativas y quede satisfecho. Pero fuera de la fábula, las consecuencias de unos líderes gubernamentales que no construyen un discurso por no abrir divergencias frente al votante han sido gravísimas. La expresión “corrección política”, en su sentido literal, ha paralizado la madurez política universal, condenándola a un perpetuo estado “naif” en su cara vista y a una terrible doble moral en la cara oculta.
Y es que aunque la diversificación del individuo ha puesto entre la espada y la pared al poder, quien para dominar tiene necesariamente que unificar, los políticos siguen ahí, paradójicamente, gracias al desdén del ciudadano hacia su figura. Nadie espera nada de ellos, sino que lo hagan mal, que certifiquen que la política ha acabado siendo inútil y que el mundo “va solo”. Que hasta Chance podría gobernarlo sin que dejara de ser el mismo mundo que encontró cuando llegó al poder. Y así, poco a poco, la ineficiencia política vende más al pueblo que representa. El engaño se ha convertido en rutina.
Un contraste entre un individuo que empieza a ser consciente de su naturaleza líquida y ese mismo individuo que no exige a quien le representa institucionalmente que sea igualmente flexible, sino que claudica ante la imposibilidad de cambiar un sistema anquilosado y mastodóntico. No deja de ser decepcionante que el hombre contemporáneo en constante cambio no haya repercutido en una política estancada en lo de siempre. ¿Hasta ahora? Ojalá. Pero resuenan como profecía las palabras de T. E. Lawrence que lastraron el cambio en una época que también parecía de cambios: “Cuando terminamos y amaneció el mundo nuevo, los hombres viejos volvieron a surgir y nos arrebataron nuestra victoria para rehacer el mundo según el modelo que ya conocían. La juventud pudo ganar, pero no había aprendido a conservar”.
Y es que aunque la diversificación del individuo ha puesto entre la espada y la pared al poder, quien para dominar tiene necesariamente que unificar, los políticos siguen ahí, paradójicamente, gracias al desdén del ciudadano hacia su figura. Nadie espera nada de ellos, sino que lo hagan mal, que certifiquen que la política ha acabado siendo inútil y que el mundo “va solo”. Que hasta Chance podría gobernarlo sin que dejara de ser el mismo mundo que encontró cuando llegó al poder. Y así, poco a poco, la ineficiencia política vende más al pueblo que representa. El engaño se ha convertido en rutina.
Un contraste entre un individuo que empieza a ser consciente de su naturaleza líquida y ese mismo individuo que no exige a quien le representa institucionalmente que sea igualmente flexible, sino que claudica ante la imposibilidad de cambiar un sistema anquilosado y mastodóntico. No deja de ser decepcionante que el hombre contemporáneo en constante cambio no haya repercutido en una política estancada en lo de siempre. ¿Hasta ahora? Ojalá. Pero resuenan como profecía las palabras de T. E. Lawrence que lastraron el cambio en una época que también parecía de cambios: “Cuando terminamos y amaneció el mundo nuevo, los hombres viejos volvieron a surgir y nos arrebataron nuestra victoria para rehacer el mundo según el modelo que ya conocían. La juventud pudo ganar, pero no había aprendido a conservar”.