Uno de los empeños más largos y cuajados de Jean Cocteau en el cine es la llamada por él mismo Trilogía Órfica, conjunto de tres películas que componen un universo autónomo, a la vez libre y compacto, habitado por el poeta, o sus dobles, y sus ángeles. La primera película, La sangre de un poeta (1931), es a su vez el primer largometraje dirigido por él y pertenece a lo que podemos denominar orígenes, vanguardia, tiempo de la invención; la segunda, Orfeo (1950), data de su edad madura, cuando ya dominaba el lenguaje del cine clásico, podía transgredirlo y emprender su renovación; y la tercera, El testamento de Orfeo (1960), el último filme dirigido por él, da la vuelta hacia el mundo surrealista de su ópera prima. Este retorno tiene lugar saltando por encima Orfeo, en un giro misterioso que une sus dos películas poéticas —la primera y la última—, dejando en el centro su segunda obra órfica, narrativa aunque también enigmática.
Toda una vida creativa y poética se desenvuelve en estos tres tramos, separados por largos espacios de tiempo, que en total suman treinta años. Dialogan entre sí y en ellos se hallan contenidas, a veces latentes, las principales claves del universo creativo de Cocteau, especialmente las pertenecientes a su mundo poético. Cada uno de estos filmes tiene autonomía de sentido, estilo y construcción propios, y aunque los separan muchos años, los tres constituyen un ramillete de flores espléndidas, que se complementan y ponen ante nosotros la epopeya del Poeta —llamado Orfeo para que tenga un nombre— y una historia mítica. En realidad, el protagonista es siempre un doble del creador, sobre todo en su última película, no solo dirigida sino también interpretada por él y por los actores del filme anterior, especialmente su hijo adoptivo Édouard Dermit [...]