Abel Ferrara / Juliette Binoche en Mary, 2005
[...] Abel Ferrara es un católico cainita, un tipo fascinado por su propia repulsión, un moralista fatigado que da rienda suelta al caballo indómito –parafraseando la imagen platónica del carro alado- para volver a tomar después el control sobre los apetitos e instintos menos nobles y más divulgados; una especie de Rousseau del séptimo arte que, asqueado de los hombres, pone todo su afán en salvarlos de sí mismos. A la altura de las técnicas sadomasoquistas del siglo, utiliza la cámara en vez del flagelo. En lugar de mortificarse en la soledad exclusiva del cenobio, vivifica su culpa. Más allá del principio de la comunidad universal de los bienes, comparte los males, los reparte y multiplica como peces y panes con los que saciar el apetito gnóstico de los más atrevidos fieles. ¿Peces y panes? Penes y paces –a lo sumo, equilibrios inestables- tras la guerra que informa de la condición del sujeto; espíritus y carnes embutidos en el pellejo del hombre que, érase una vez, vino al mundo en un portal del Bronx, italo-irlandés, provocador, delicado cuando quiere, taxidermista de la falta de escrúpulo, descriptor –a veces timorato- de almas delicadas a lo Pasolini (el personaje y la película de 2014), acuarteladas entre figuras etéreas de la conciencia y entes de sinrazón, ideales y necedades. El cine es, en su caso, la forma particular en que se realiza o toma cuerpo, más infernal que glorioso, la universal adicción: el mal fluye por la sangre. Solo el bien se elige, pero esta elección no se basta a sí misma. Entre Agustín y Pelagio, Ferrara –lo sepa él o no- toma partido por el Padre de la Iglesia, al punto de que la dogmática de su cine puede analizarse como la decodificación visual del artículo 2094 del gran texto del catolicismo, que no es la Biblia (cosa de protestantes) sino el Catecismo:
Se puede pecar de diversas maneras contra el amor de Dios. La indiferencia descuida o rechaza la consideración de la caridad divina; desprecia su acción preveniente y niega su fuerza. La ingratitud omite o se niega a reconocer la caridad divina y a devolverle amor por amor. La tibieza es una vacilación o negligencia en responder al amor divino; puede implicar la negación a entregarse al movimiento de la caridad. La acedía o pereza espiritual llega a rechazar el gozo que viene de Dios y a sentir horror por el bien divino. El odio a Dios tiene su origen en el orgullo; se opone al amor de Dios cuya bondad niega y lo maldice porque condena el pecado e inflige penas. (Conforme al texto latino oficial de 1997) [...]
Se puede pecar de diversas maneras contra el amor de Dios. La indiferencia descuida o rechaza la consideración de la caridad divina; desprecia su acción preveniente y niega su fuerza. La ingratitud omite o se niega a reconocer la caridad divina y a devolverle amor por amor. La tibieza es una vacilación o negligencia en responder al amor divino; puede implicar la negación a entregarse al movimiento de la caridad. La acedía o pereza espiritual llega a rechazar el gozo que viene de Dios y a sentir horror por el bien divino. El odio a Dios tiene su origen en el orgullo; se opone al amor de Dios cuya bondad niega y lo maldice porque condena el pecado e inflige penas. (Conforme al texto latino oficial de 1997) [...]
"Doctores tiene la iglesia.
Genio y culpa en el cine de Abel Ferrara"
Miguel Ángel Hernández-Saavedra