Botonera

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25.4.19

III. "Cine-Diario (Edición integral 1981/1986)", Serge Daney, Shangrila 2019




[Prólogo]
OPTIMISMO, PESIMISMO Y VIAJE
CARTA A SERGE DANEY (1)

Gilles Deleuze


Gilles Deleuze / Serge Daney



Su libro anterior, La Rampa (1983), recogía un cierto número de artículos escritos por usted en los Cahiers. Lo que hacía de ellos un auténtico libro era su distribución según un análisis de los diferentes períodos atravesados por los Cahiers, pero también, y sobre todo, de las diversas funciones de la imagen cinematográfica. Riegl, un predecesor ilustre en el campo de las artes plásticas, distinguía tres finalidades del arte: embellecer la Naturaleza, espiritualizar la Naturaleza y rivalizar con la Naturaleza (y “embellecer”, “espiritualizar” y “rivalizar” son términos que adquieren en Riegl un significado decisivo, histórico y lógico). En la periodización propuesta, usted define una primera función del arte que se expresa en la siguiente pregunta: ¿qué hay que ver detrás de la imagen? Y, sin duda, eso que hay que ver solo se presentará en las imágenes siguientes, pero actuará como aquello que hace pasar de la primera imagen a las restantes, encadenándolas en una totalidad orgánica potente y embellecedora, aunque “el horror” forme parte de ese tránsito. Dice usted que esta primera edad tiene como principio el secreto detrás de la puerta, “deseo de ver más, de ver lo que hay detrás, de ver a través”, en el que cualquier objeto puede jugar el rol de un “escondite temporal” y cada película se encadena a otras mediante un reflejo ideal. Esta primera edad del cine se definirá por el arte del Montaje, que puede culminar en grandes trípticos y que constituye el embellecimiento de la Naturaleza o la enciclopedia del Mundo, pero también por una supuesta profundidad de la imagen en tanto armonía o acorde, una distribución de los obstáculos y de los modos de franquearlos, de las disonancias y las resoluciones de esa profundidad, un rol de los actores, los cuerpos y las palabras propios del cine en esta escenografía universal, siempre al servicio de un suplemento de visibilidad, un “algo más que ver”. En su nuevo libro, usted propone como símbolo de esta gran enciclopedia la biblioteca de Eisenstein, el Gabinete del Dr. Eisenstein. 

Ahora bien, destaca usted que este cine no ha muerto por sí solo sino que ha sido asesinado por la guerra (el gabinete de Eisenstein en Moscú se convirtió en un lugar muerto, desheredado, sin uso). Syberberg había llevado muy lejos ciertas observaciones de Walter Benjamin: debemos juzgar a Hitler como cineasta… Usted mismo subraya que “las grandes puestas en escena políticas, las propagandas de Estado transformadas en cuadros vivientes, las primeras manipulaciones humanas de masa” consumaron el sueño cinematográfico, en condiciones en las que el horror lo penetraba todo, donde “detrás” de la imagen solo había campos de concentración para ver y los cuerpos ya no tenían otro encadenamiento que los suplicios. Paul Virilio, por su parte, demostrará que el fascismo vivió hasta el último momento en competencia con Hollywood. La enciclopedia del mundo, el embellecimiento de la Naturaleza, la política como “arte” (según la expresión de Benjamin) habían devenido puro horror. El todo orgánico no era más que totalitarismo, y el poder de la autoridad no revelaba ya a un autor o a un director, sino la realización de Caligari y Mabuse (“el viejo oficio de director”, decía usted, “ya nunca más sería inocente”). Y si el cine debía resucitar después de la guerra, lo haría necesariamente sobre nuevas bases, sobre una nueva función de la imagen, sobre una nueva “política”, sobre una nueva finalidad del arte. En este sentido, tal vez la obra de Resnais sea la más grande, la más sintomática: fue él quien hizo que el cine resucitara de entre los muertos. Desde el principio hasta su reciente El amor ha muerto, Resnais tiene un solo tema, un solo cuerpo o actor cinematográfico: el hombre que vuelve de entre los muertos. También destaca usted al respecto la proximidad entre Resnais y Blanchot, “la escritura del desastre”. 

Después de la guerra, pues, una segunda función de la imagen se expresaba en una pregunta completamente nueva: ¿qué hay que ver en la imagen? Ya no “¿qué hay que ver detrás?” sino más bien “¿puedo sostener con la mirada aquello que veo de todas formas y que se despliega en un solo plano?”. Lo que cambiaba entonces era el conjunto de las relaciones de la imagen cinematográfica. El montaje podía devenir secundario, no solo en favor del célebre “plano secuencia” sino de nuevas formas de composición y asociación. Se denunciaba la profundidad como un “cebo” y la imagen asumía su planitud de “superficie sin profundidad” o de profundidad escasa, a la manera de los bajos fondos submarinos (y no se objetará la profundidad de campo, en Welles, por ejemplo, uno de los maestros de este nuevo cine, que lo da todo a ver en un inmenso golpe de vista y destituye la antigua profundidad). Las imágenes ya no se encadenaban según el orden unívoco de sus cortes y conexiones, sino que eran objeto de re-encadenamientos siempre recomenzados, reestructurados por encima de los cortes y en los falsos racords. También cambiaba la relación de la imagen con los cuerpos y los actores cinematográficos: el cuerpo se hacía más dantesco, es decir, ya no se lo capturaba en sus acciones sino en sus posturas, con sus encadenamientos específicos (como usted muestra a propósito de Akerman, de los Straub, o bien en esa página impactante en la que afirma que, en una escena de alcoholismo, el actor ya no tiene que acompañar el movimiento y tambalear como en el cine antiguo sino, por el contrario, conquistar una postura, aquella en la que puede sostenerse el auténtico alcohólico). Cambiaba además la relación de la imagen con las palabras, los sonidos, la música, en disimetrías fundamentales entre lo sonoro y lo visual que darían al ojo el poder de leer la imagen, pero también al oído el poder de alucinar los ruidos más pequeños. Finalmente, esta nueva edad del cine, esta nueva función de la imagen, era una pedagogía de la percepción que venía a ocupar el lugar de la enciclopedia del mundo derrumbada en pedazos: cine de vidente que ya no se propone embellecer la naturaleza sino espiritualizarla al más alto grado de intensidad. ¿Cómo nos preguntaríamos qué hay que ver detrás de la imagen (o a continuación…) cuando ni siquiera sabemos ver qué hay adentro o por encima de ella cuando falta ese ojo espiritual? Y pueden señalarse sin dificultad las cumbres de este nuevo cine, pero será siempre una pedagogía la que nos conducirá allí, pedagogía-Rossellini, “pedagogía straubiana, pedagogía godardiana”, decía usted en La rampa, a las que añade ahora la pedagogía de Antonioni, cuando analiza el ojo y el oído del celoso como un “arte poético” que detecta todo lo que puede esfumarse, desaparecer, empezando por una mujer en la isla desierta…

Si hay una tradición crítica en la que usted se enrola, es la de Bazin y los Cahiers, al igual que Bonitzer, Narboni o Schefer. No ha renunciado usted a encontrar un vínculo profundo entre el cine y el pensamiento, y sostiene una función a la vez poética y estética de la crítica cinematográfica (mientras muchos de nuestros contemporáneos han creído necesario replegarse en el lenguaje, en un formalismo lingüístico, para salvar la seriedad de la crítica). Por lo tanto, usted ha mantenido la gran concepción de la primera edad del cine: el cine como Arte nuevo y nuevo Pensamiento. Sin embargo, en los primeros cineastas y críticos, de Eisenstein o Gance a Elie Faure, esa concepción es inseparable de un optimismo metafísico, el arte total de masas. La guerra y sus antecedentes impusieron, al contrario, un pesimismo metafísico radical. Pero usted rescató un optimismo convertido en optimismo crítico: el cine no permanecería ligado ya a un pensamiento triunfante y colectivo sino a un pensamiento incierto, singular, que solo se aprehende y se conserva en su “impoder”, tal como resucita de entre los muertos y afronta la nulidad de la producción general. 

Porque se dibujaba una tercera edad, una tercera función, una tercera relación de la imagen. La pregunta ya no es “¿qué hay que ver detrás la imagen?” ni “¿cómo ver la imagen en cuanto tal?” sino “¿cómo insertarse, cómo deslizarse en ella?”, dado que toda imagen se desliza ahora sobre otras imágenes, dado que “el fondo de la imagen ya es siempre una imagen” y el ojo vacío, una lente de contacto. Y por eso decía usted que se había cerrado el círculo, que Syberberg se reunía con Méliès, pero en un duelo devenido interminable y una provocación convertida en provocación sin objeto que corría el riesgo de hacer oscilar su optimismo hacia el pesimismo crítico. En efecto, dos factores diferentes se cruzaban en esta nueva relación de la imagen: por una parte, el desarrollo interno del cine, en busca de sus nuevas combinaciones audiovisuales y sus grandes pedagogías (no solo Rossellini, Resnais, Godard, los Straub, sino Syberberg, Duras, Oliveira…), búsquedas que podrían encontrar en la televisión un campo y recursos excepcionales; por otra parte, el desarrollo propio de la televisión en cuanto tal, en la medida en la que compite con el cine y lo “realiza” y lo “generaliza” efectivamente. Ahora bien, por muy intrínsecos que sean, estos dos aspectos son fundamentalmente distintos, y no actúan al mismo nivel. Porque si el cine buscaba en la televisión y en el video un “relevo” para las nuevas funciones estéticas y poéticas, la televisión, por su parte, pese a algunos raros esfuerzos iniciales, se aseguraba en primer lugar una función social que impedía de antemano todo relevo, al apropiarse del video y sustituir con poderes de otro orden las posibilidades de belleza y pensamiento. 

Se dibujaba así una aventura semejante a la de la primera edad. Así como el poder autoritario, que culminó en el fascismo y las grandes manipulaciones de Estado, tornó imposible el primer tipo de cine, el nuevo poder social de posguerra, de vigilancia o de control, puso en peligro la vida del segundo cine. “Control” fue el nombre escogido por Burroughs para el poder moderno. El propio Mabuse había cambiado de imagen y operaba mediante televisores. Tampoco en este caso el cine muere de muerte natural; se hallaba aún en el inicio de sus nuevas búsquedas y creaciones. Pero la muerte violenta consistiría en lo siguiente: en lugar de que la imagen tenga siempre otra imagen en su fondo, en lugar de que el arte alcance el estadio de “rivalizar con la Naturaleza”, todas las imágenes me devolverían una única imagen, la de mi ojo vacío en contacto con una no-Naturaleza, espectador controlado que ha pasado del lado de los bastidores, en contacto con la imagen, insertado en ella. Encuestas recientes revelan que uno de los espectáculos hoy más apreciados es la asistencia al plató de un programa televisivo. Ya no se trata de belleza ni de pensamiento sino de entrar en contacto con la técnica, de tocar la técnica. El contacto-zoom ya no está en manos de Rossellini, se ha convertido ahora en el procedimiento universal de la televisión; el racord con el que el arte embellecía y espiritualizaba la naturaleza, y después rivalizaba con ella, se ha convertido en inserción televisiva. La visita a la fábrica, con su severa disciplina, se ha transformado en el ideal del espectáculo (¿cómo se fabrica un programa?) y lo enriquecedor, en el valor estético supremo (“es enriquecedor…”). La enciclopedia del mundo y la pedagogía de la percepción han dejado su lugar a la formación profesional del ojo, un mundo de controladores y controlados que comulgan en su admiración por la técnica, solo por la técnica. Lentes de contacto en todas partes. Este es el punto en el que su optimismo crítico vira hacia el pesimismo crítico [...]