Botonera

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27.4.19

V. "Cine-Diario (Edición integral 1981/1986)", Serge Daney, Shangrila 2019




[Prólogo]
OPTIMISMO, PESIMISMO Y VIAJE
CARTA A SERGE DANEY (y 3)

Gilles Deleuze



Jean-Luc Godard / Hans Jürgen Syberberg / Alain Resnais
Jean-Marie Straub / Marguerite Duras / Serguei Paradjanov
Andrei Tarkovski / Serguei M. Eisenstein / Kenji Mizoguchi



[...] La crítica más radical a la información surgió del cine, de Godard, por ejemplo, o, de una manera distinta, de Syberberg (no solo con sus declaraciones, sino con su obra concreta). De la televisión surge el nuevo riesgo de muerte para el cine. A usted le ha parecido que había que ir “a ver”, lo más cerca posible, esta confrontación, siempre desigual o inestable. El cine había enfrentado una primera muerte, bajo los golpes de un poder autoritario que culminó en el fascismo. ¿Por qué la segunda muerte posible pasa por la televisión, como la primera pasó por la radio? Porque la televisión es la forma bajo la que los nuevos poderes de “control” se convierten en poderes inmediatos y directos. Ir hasta el núcleo de la confrontación sería casi preguntarse si el control puede invertirse y ponerse al servicio de la función suplementaria que se opone al poder: inventar un arte del control, que sería como una nueva resistencia. Llevar la lucha al corazón del cine, lograr que el cine haga de ello su problema en lugar de afrontarlo desde afuera, eso es lo que Burroughs hizo para la literatura, cuando sustituyó el punto de vista del autor y de la autoridad por el del control y el controlador. Ahora bien, ¿no es este, como sugiere usted, el intento retomado por Coppola para el cine, con todas sus incertidumbres y sus ambigüedades, pero también con su combate real? Asigna usted el bello nombre de manierismo a este estado de crispación o de convulsión en el que se apoya el cine para volverse contra el sistema que quiere controlarlo o suplantarlo. “Manierismo”, así definía ya usted, en La rampa, el tercer estado de la imagen, cuando ya no hay gran cosa que ver sobre ella ni en su interior, y la imagen se desliza siempre sobre una imagen preexistente, presupuesta, porque “el fondo de la imagen ya es siempre una imagen”, hasta el infinito, y esto es lo que hay que ver. 

Se trata de ese estado en el que el arte ya no embellece ni espiritualiza la Naturaleza sino que rivaliza con ella: es una pérdida del mundo, porque es el mundo mismo el que ha empezado a “hacer cine”, un cine cualquiera, y esto es lo que constituye la televisión, que el mundo se ponga a hacer un cine cualquiera y que, como dice usted en este libro, “ya nada le ocurra a los humanos, porque todo le ocurre a la imagen”. También podríamos decir que el par Naturaleza-cuerpo, o el par Hombre-Paisaje, ha dado lugar al par Ciudad-Cerebro: la pantalla ya no es una puerta-ventana (detrás de la cual…), ni un cuadro-plano (en el cual…) sino un tablero de información por el que se deslizan las imágenes como “datos”. Pero, precisamente, ¿cómo hablar de arte todavía, cuando es el mundo el que hace su cine, directamente controlado e inmediatamente tratado por la televisión, que excluye toda función suplementaria? El cine tendría que dejar de hacerlo, dejar de hacer cine, el cine tendría que entablar relaciones específicas con el video, la electrónica, las imágenes digitales, para inventar una nueva resistencia y oponerse a la función televisiva de supervisión y control. No se trata de cortocircuitar la televisión (¿cómo sería eso posible?) sino de impedir que la televisión traicione o cortocircuite el desarrollo del cine en las nuevas imágenes. Porque, tal como usted nos muestra, “la televisión ha despreciado, minimizado, reprimido su conversión en video, el único medio que le hubiera dado una oportunidad de convertirse en heredera del cine moderno de posguerra… del gusto por la imagen descompuesta y recompuesta, de la ruptura con el teatro, de una nueva percepción del cuerpo humano y de su baño de imágenes y sonidos… hay que esperar que este desarrollo del video-arte termine por amenazar a la televisión…”. Allí se esbozaría el nuevo arte de la Ciudad-Cerebro, o de la rivalidad con la Naturaleza. Y este manierismo presentaría ya muchos caminos o senderos diversos, algunos condenados, otros por los que se avanza a tientas, llenos de esperanzas. Manierismo de la “pre-visualización” en video de Coppola, donde la imagen ya está fabricada fuera de la cámara. Pero un manierismo muy distinto, con técnicas severas y por lo tanto más sobrias, en Syberberg, en el que las marionetas y proyecciones frontales hacen que la imagen evolucione sobre un fondo de imágenes. ¿Es el mismo mundo que el de los videoclips, los efectos especiales y el cine-espacial? Quizá los clips, en su ruptura con las tentativas oníricas, hubieran podido participar en esa búsqueda de “nuevas asociaciones” que reclama Syberberg, bosquejar los nuevos circuitos cerebrales de un cine del porvenir, si no hubieran sido inmediatamente capturados por un mercado de la cantinela, fría organización de la debilidad del cerebelo, crisis epiléptica minuciosamente controlada (un poco como el cine, en la época precedente, se había visto despojado por el “espectáculo entonces histérico” de las grandes propagandas…). Y tal vez el cine-espacial hubiese podido participar también de la creación estética y poética si hubiese sabido dar al viaje una última razón de ser, tal como quería Burroughs, si hubiese sabido romper con el control de “un buen chico que no ha olvidado llevarse a la Luna su libro de oraciones” y comprender mejor la inagotable lección de Michael Snow en La región central, inventando la técnica más sobria para que la imagen girara sobre la imagen y la naturaleza salvaje sobre el arte, empujando al cine hasta el puro Spatium. ¿Y cómo prejuzgar la búsqueda de imágenes-sonidos-música apenas iniciada en la obra de Resnais, de Godard, de los Straub y de Duras? ¿Y qué nueva Comedia surgirá del manierismo de las posturas del cuerpo? Su concepto de manierismo está extremadamente bien fundado, si entendemos hasta qué punto los manierismos son diversos, heterogéneos, sobre todo sin medida común en términos de valor, ya que ese término designa solo el terreno de un combate en el que el arte y el pensamiento saltan con el cine a un nuevo elemento, mientras el poder de control se esfuerza por hurtarles ese elemento, por ocuparlo de antemano para hacer de él la nueva clínica socio-técnica. En todos estos sentidos contrarios, el manierismo es la convulsión cine-televisión, en la que lo peor linda con la esperanza. 

Era preciso que usted fuera “a verlo”. Por eso se hizo periodista, en Libération, sin abandonar su afinidad con los Cahiers. Y como una de las razones más interesantes para hacerse periodista es el deseo de viajar, compuso usted una nueva serie de artículos críticos con una serie de investigaciones, reportajes y desplazamientos. Pero, también en este caso, lo que hace de este libro un auténtico libro es que todo gira alrededor de ese problema convulsivo con el que concluía La rampa de manera un poco melancólica. Quizá toda reflexión acerca del viaje pase por cuatro notas, una de Fitzgerald, la segunda de Toynbee, la tercera de Beckett y la cuarta de Proust. La primera constata que el viaje, incluso a las Islas o los espacios inmensos, no implica una auténtica “ruptura” si uno se lleva consigo su Biblia, sus recuerdos infantiles y su discurso ordinario. La segunda es que el viaje persigue un ideal nómada, pero como un deseo irrisorio, ya que el nómada es por el contrario el que no se mueve, el que no quiere irse y se aferra a su tierra desheredada, a su región central (usted mismo dice, a propósito de una película de Van der Keuken, que ir hacia el Sur implica necesariamente cruzarse con aquellos que quieren quedarse donde están). Y es que, según la tercera nota, la más profunda, la de Beckett, “no viajamos, que yo sepa, por el placer de viajar, somos tontos, pero no a tal punto”… ¿Por qué razón viajamos entonces, en última instancia, si no es la de verificar, la de ir a verificar algo, algo inexpresable que procede del alma, de un sueño o de una pesadilla, aunque no sea más que el deseo de saber si los chinos son tan amarillos como dicen o si existe realmente en alguna parte, allí en el sur, ese improbable color, ese rayo verde, esa atmósfera azulada y purpúrea? Y he aquí que, por vuestra cuenta, lo que usted verificará en sus viajes es que el mundo hace efectivamente cine, que no cesa de hacerlo, y que la televisión es precisamente eso, el hacer cine del mundo entero, de modo que viajar es ir a ver “a qué momento de la historia de los medios” pertenece tal ciudad. De ahí su descripción de Sao Paulo, la ciudad-cerebro que se autodevora. Ha llegado usted a ir a Japón para ver a Kurosawa y verificar cómo el viento japonés agita las banderas de Ran; pero, como ese día no hay viento, constata usted los miserables generadores eléctricos que harán las veces de tal y (¡milagro!) añadirán a la imagen ese suplemento interior indestructible, en suma, esa belleza o ese pensamiento que la imagen conserva porque no existen sino en la imagen, porque la imagen los ha creado. 

Es decir, sus viajes han sido ambiguos. Por una parte, constata usted en todas partes que el mundo hace su cine, y que esa es la función social de la televisión, la gran función de control; de ahí su pesimismo, e incluso su desesperación crítica. Por otra parte, constata usted que el cine está aún completamente por hacerse y que el cine es el viaje absoluto, mientras que los demás viajes ya no consisten sino en verificar el estado de la televisión; de ahí su optimismo crítico. En el cruce de ambos caminos, una convulsión, una ciclotimia que es la suya, un vértigo, un Manierismo como esencia del arte, pero también como campo de batalla. Y de un lado a otro, se diría a veces que los roles se intercambian. Porque, de televisión en televisión, el viajero no podrá evitar pensar y devolver al cine aquello que le pertenece, arrancándoselo a los pasatiempos y a la información; una especie de implosión que libera algo de cine en las series televisivas que usted compone, por ejemplo, la serie de las tres ciudades o de los tres campeones de tenis. Y a la inversa, cuando retorna usted al cine como crítico, lo hace para tomar mayor conciencia de que incluso la imagen más plana se pliega insensiblemente, se estratifica, forma zonas de espesor que le fuerzan a usted a viajar en su interior, a emprender un viaje finalmente suplementario y sin control: las tres velocidades de Wajda o, sobre todo, los tres movimientos de Mizoguchi, los tres guiones que usted descubre en Imamura, los tres grandes círculos que se trazan en Fanny y Alexander, en donde recupera usted los tres estados, las tres funciones del cine, en Bergman, el teatro que embellece la vida, el anti-teatro espiritual de los rostros y la operación de la magia que compite con la Naturaleza. ¿Por qué tan a menudo el tres en los análisis de su libro, tanto de un lado como del otro? Quizás porque el 3 encierra y pliega al 2 sobre el 1, o porque, por el contrario, el 3 implica el 2 y lo hace huir lejos de la unidad, lo abre y lo salva. Tres o el video, el desafío del pesimismo y el optimismo críticos, ¿será acaso su próximo libro? La lucha tiene tantas variantes que puede continuar en todos los accidentes del terreno. Por ejemplo, el combate entre la velocidad del movimiento, que el cine americano multiplica sin cesar, y la lentitud de las materias que el cine soviético mide y conserva. Afirma usted en un bello texto que “los americanos llevaron muy lejos el estudio del movimiento continuo, la velocidad y la línea de fuga. De un movimiento que vacía a la imagen de su peso, de su materia. De un cuerpo en estado de ingravidez... En Europa, incluso en la URSS, a riesgo de marginarse hasta la muerte, algunos se conceden el lujo de interrogar el movimiento en su otra vertiente: ralentizada y discontinua. Paradjanov, Tarkovski (pero ya Eisenstein, Dovjenko o Barnet) miran cómo la materia se acumula y se atasca, y una geología de elementos, de basuras y de tesoros, se forma en cámara lenta. Hacen el cine del glacis soviético, ese imperio inmóvil...”. Y, si es cierto que los americanos se han servido del video para ir aún más rápido (y controlar las altas velocidades), ¿cómo usar el video para la lentitud que escapa al control, y que conserva, cómo enseñar al video a ir lentamente, siguiendo el “consejo” de Godard a Coppola? 


Gilles Deleuze
abril de 1986