Botonera

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9.5.19

III. "CARRETERA PERDIDA. PASEOS CON DAVID LYNCH", Roberto Amaba (coord.), Shangrila 2019




IMÁGENES DE LA LOCURA
Y LOCURA DE LAS IMÁGENES

Josep M. Català Domènech


Una lección clínica en la Salpêtrière (Pierre André Brouillet, 1887)




Pero ahora que todo se ha desmoronado 
y las espadas y las capas ya no son útiles,
ha llegado el momento de 
basar nuestras obras en la verdad.
  Émile Zola
                                                             
¿Qué daño podría hacer mi oeste?
Como el oeste y el este
        son en todos los desplegados mapas una sola cosa (y yo soy uno),
así la muerte toca la Resurrección.
John Donne (1)


A más de veinte años de su estreno, Carretera perdida (Lost highway, 1997) pone de manifiesto su condición de estandarte de un nuevo mundo cinematográfico que resta aún por explorar. La película, aparentemente instalada en muchas tradiciones, en realidad rompe con todas ellas. No le convienen ninguna de las etiquetas previstas porque no es una película surrealista, ni puede inscribirse fácilmente en la ruptura de la linealidad narrativa propuesta por el cine posmoderno, ni se acomoda con facilidad a la larga crónica de la representación o la expresión de la locura. Tampoco es una obra vanguardista más.

1. DONNE, John, “Hymn to God, My God, in My Sickness” (“Himno a Dios, mi Dios, en mi enfermedad”, traducción de Lucas Margarit). Se dice que Robert Oppenheimer le dio el nombre de “Trinity” a la primera prueba de la bomba atómica inspirado por los poemas de John Donne.

Sin aparentemente proponérselo, David Lynch se coloca al otro lado del mundo que ha acogido todas estas tradiciones y sus correspondientes contrapartidas. Ha traspasado una frontera y ha dejado atrás los instrumentos de la razón que permitían explicar incluso la locura. El filme de Lynch pertenece a un mundo que se ha vuelto loco. Y en este sentido es un filme realista. Del realismo que le corresponde a la era del cinematógrafo y que no es la de la literatura o el teatro. El realismo que pertenece también a una era del imperio norteamericano cuya deriva hacia la paranoia reinante en el S. XXI empezó con la bomba atómica en S. XX, como no deja de plantear el mismo Lynch muy gráficamente en el octavo episodio de Twin Peaks: El regreso (2017), abundando en la idea de Günther Anders acerca de que la era atómica no es una cuestión política, sino que “la política tiene lugar dentro de la situación atómica”. (2) La política y todo lo demás. Pero aun si tomamos la era atómica como una metáfora, es cierto que el mundo que surgió de la Segunda Guerra Mundial era absolutamente distinto del que condujo a ella. Lo que estaba siendo rechazado por lo simbólico, empezó a aparecer en lo real.

2. ANDERS, Gunther, La obsolescencia del hombre (Vol. II) Sobre la destrucción de la vida en la época de la tercera revolución industrial, Valencia: Pre–Textos, 2011, p.13.

A la pregunta de cómo explicar esta nueva realidad sin recurrir a los instrumentos de la razón que han periclitado en ella, no podemos sino responder que la forma de concebirla es precisamente la que propone Lynch, tanto con esta película y con la mayoría de sus proyectos posteriores. El problema es que esta epistemología delirante no habla nuestro idioma y, por lo tanto, parece que solo podamos captar el nuevo discurso con nuestros sentidos, dejándonos llevar por un mar de sensaciones, sin intentar comprenderlas. Qué duda cabe de que esta podría ser una interpretación del propio Lynch y de una larga tradición filosófica, repartida entre oriente y occidente, para la que el acceso privilegiado al Ser pasa por la vivencia. Pero hete aquí instalados en una inquietante paradoja: para qué el ingente esfuerzo técnico y racional que significa hacer una película cuya pretensión es precisamente proclamar la incapacidad o inutilidad de ese tipo de pensamiento.

Cuando la literatura, el cine o la pintura se han acercado a la locura no lo han hecho con la idea de que esos medios fueran incapaces de comprenderla o representarla. Por el contrario, es una tarea que han emprendido siempre desde la atalaya de la razón, pretendiendo que desde allí se podía contemplar, comprender y explicar la locura como si fuera un espectáculo. El dispositivo racional la convertía necesariamente en un espectáculo y, en este sentido, el cine ha sido consecuente a la hora de encararse con las formas de la enajenación, como lo fue en su momento la pintura [...]