Botonera

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27.10.19

XX. NOVEDAD: "MUÑECAS. EL TIEMPO DE LA BELLEZA Y EL TERROR", Mariel Manrique (coord.), Shangrila 2019





El juego más hermoso

Manuel Merino


Idea Vilariño © Michel Sima



Está el espejo cuarteado como un abismo inmenso duplicando la cama y un lavabo sin lustre. El perchero, la toalla tan áspera y su olor a lejía, la persiana entornada y, en la mesilla, junto a la caja negra de los otros juguetes, una lamparita con pantalla de seda embozada por un pañuelo rojo, que pinta con un tono rosado la piel de los que juegan y sus sombras latentes sobre los inevitables desconchones del techo. Tortas curvas de pura cal quebrada que son pétalos, corolas blancas bostezantes de las que asoma un cáliz más sombrío, reliquia de una pintura previa o fruto maduro de una humedad constante, aunque sin fuerza. A veces me entretengo y encuentro entre las otras manchas que caen por las esquinas rostros perfilados que me vigilan y condenan, mapas borrosos de continentes nuevos, territorios extraños por los que me abandono al ritmo que me imponen quienes por aquí pasan.
También está la permanente magulladura del hombro, siempre el mismo por la desolada constancia de lija de barbas sucesivas de colores distintos, nerviosas, fugaces o violentas, a veces incipientes, siempre temerosas, raramente densas o sin zonas por cubrir, con olores robados de otras casas y cuerpos y oficios diferentes, mal afeitadas todas. Hay más cosas, aunque a fuerza de tenerlas tan presentes las siento muy alejadas de este momento inmóvil que no cesa, como fuera del tiempo y de esta habitación en la que permanezco quieta sobre la cama, en atenta espera contra los almohadones, las piernas separadas, los labios expectantes de un rojo lava frío, levemente alzados en una mueca triste, firmes pero brillantes, mudos, sin rastro de pereza o de haber conocido alguna vez el pudor, el pecado y la inocencia. Tercos conocedores del guion que se ajusta al progreso del clímax ajeno, tan hábiles como definitivos, aunque incapaces de entregarse a otros labios con afecto que, al suspirar, dejan ver unos dientecitos párvulos, muy blancos, negados a su oficio.

Mi pelo es natural, de color variable y raya en medio. Una espesa melena suavemente ondulada que a veces forma en su caída dos lánguidos tirabuzones viejos, cortinas que enmarcan la simetría perfecta e imposible de las cejas, finas como un trazo de lápiz duplicado, o rozan las pestañas, diminutas garras móviles siempre en alerta, protegiendo esas pupilas que todos desearían celestes, aunque, cuando me tumban, sucede siempre lo esperado, porque los párpados se cierran muy despacio con un ruidito de contrapesos de plomo que chocan contra la porcelana fina de mis pómulos maquillados, dejando en su lugar dos bruscas sombras de un azul muy eléctrico que parecen saciarlos. En ocasiones especiales mi cuello articulado luce un corto y doble collarcito de perlas siempre frías, que alguna vez resbala entre mis dientes, como parte del juego que me imponen, y en otras ocasiones reposa sobre el mármol de la mesilla, cuando el cliente exige no distraerse en nada [...] 



Juan Carlos Onetti © Dolly Onetti



Yo te veré morir, escucho decir a su mujer ahora con un tono vencido, acaso deseando ser otra, mientras piensa en un tiempo que ya no podrá ser y se afana en arreglar la casa, ventilarle la alcoba, ordenar lo imposible y entregarse a la ausente tarea de pasar la gamuza por unos vasos chatos, tallados con vértices y espumas o sacar la botella que acaba de subir del colmado. También a ella le gustaría entender por qué lo hace. Si pudiera cantar para volverse puente o látigo o naufragio, pero ya ni ella misma atiende su voz ni sus lamentos. En cambio yo utilizo palabras repetidas, solo por si, pero tampoco. Por pura piedad. Como quien calla. Palabras ciertas que provocan reacciones contrarias en un tono tan bajo, paladeadas tan despacio, que únicamente estas sábanas sucias pueden ser su futuro y, la eternidad de la memoria, su consuelo y venganza. Digo, por ejemplo, mi amor, y nada digo; repito, porque mi condena es la suya, nunca te olvidaré y no lo pienses más, sin que la voz me tiemble, o siempre estaré esperándote, porque hasta ellos saben que es mentira. La madurez y la derrota otorgan estas dulces licencias. Vos sabés. Tal vez también ellos escuchen otras preguntas en voces diferentes, eternamente detenidas entre el reproche y el agradecimiento. Por eso a veces, con mi mano y sus lágrimas, escribo palabras como fuentes abiertas en la almohada, inútiles verdades que prefieren callar. Me gustaría poder enamorarme de ti. Aunque quien dice esto ahora es la mujer del piso de al lado que vigila el reloj de la cocina o acaso quien no puede olvidarlo es la otra, la elegante y en apariencia fría, que ya llega al portal, consumida por una necesidad que la confunde, arrastrando un guiñapo goteante entre las manos que bien pudiera ser aquel, llámalo amor, por no perder el tiempo buscando otra palabra, que a ellos dos evitó hace bastante, para ser poco más que una sed inaudita, un ancla, un ahogado de piel perfecta y sonrisa bellísima o esta ingobernable maldición que condena a quien busca su luz, y ella o él o yo misma también fuésemos un personaje escrito por sus manos a quien siempre le tocara perder [...]