Botonera

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16.10.20

XVIII. "NIEVE. POSTALES DESDE EL FRÍO", Pasión Rivière (coord.), Shangrila 2020




EL RUGIDO DEL ROMPEHIELOS
Marisa López Mosquera



Gordon Parks, 1948-61



En un planeta que lame sus heridas a diario, nieve es no solo la patria de los perdidos como él, de los soñadores como yo, de tantos otros que han decidido atajar por el medio en sus vidas, sino la redención. Más allá de la pertenencia a un lugar, de la conexión que esto pueda tener con el entorno, de su condición de nido, hogar, momento cero “aquí llegamos, de aquí somos”, la patria representa para él, también para mí, ese pequeño reducto almohadillado en el que desaparecemos cada noche, segundos antes de que nos venza el sueño. Una trinchera en la que se definen con claridad los tiempos de batalla, las treguas y la paz. Una tierra en ningún momento de nadie sino nuestra, donde nos arrojamos sin red, confiados; baluarte, espacio intermedio entre dos mundos que rivalizan por la calidad de su verismo. Hay quien contempla un infinito antes de entrar en el abismo de la nada, quien se introduce en ese universo onírico tras sorprender alguna breve fantasía y quien como él, como yo, penetramos con exactitud en un espacio diferente pero al tiempo cercano, al que no podemos llamar de otra forma que Nieve. Es su blanca solidez, las oportunas ráfagas de viento escarchado, es la cálida frialdad de sus entrañas lo que compone el íntimo equilibrio entre confort y muro protector que nos rodea. Es esa patria una sensación, un refugio, una hondonada como la de Martín Romaña, donde inevitablemente nos precipitamos cada madrugada al mismo centro de nuestra vulnerabilidad sin remedio.

Él divierte al público contando que su vida comienza poco después y la verdadera oscuridad no le alcanza hasta que llegan las primeras luces de la mañana. Elocuente, embaucador, no habría más que adentrarse en esa mirada opaca para descubrir el doble fondo de su ingenio, de su aparente comicidad. La historia del rompehielos conmueve a la gente, cuenta que se enroló en una locura de juventud, con apenas diecisiete años. Que la contundencia del barco contra la inmensa placa helada a la que fragmentaba le sobrecogió al principio, cuando creyó escuchar una vibración en el casco, un estertor ahogado que imaginó en boca del gigante blanco, mientras se resistía en su pulso contra el buque que lo despedazaba. Bajo las risas que corean su relato histriónico en el escenario, camufla sus heridas con habilidad. El dolor de que su vida se haya ido plegando a golpe de tragedias, enviándole al final de cada temporada a un nuevo inicio; como si viviese una permanente carrera contra el tiempo y estuviese condenado a ser el eterno aprendiz que limpiaba sin descanso cada día la misma cubierta. Algunas noches encaja los aplausos con una sonrisa de piedra, mientras aquel zumbido del pasado vuelve a su mente y enmudece cualquier otro sonido. No tardó en descubrir entonces que no era otra cosa que la respiración del Ártico, una persistente exhalación, un dejarse ir. Eso hace él en cada función frente a su audiencia, antes de abandonar toda lucha en la dimensión profunda del sueño, donde el hombre que le hubiera gustado ser tiene cabida, y a la que accede por el níveo pasadizo de la patria [...]






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