Botonera

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11.2.21

III. "IMAGEN SOBRE IMAGEN. MIS HISTORIAS DE CINE I", Santos Zunzunegui, Valencia: Shangrila 2021




Presentación (completa)

ENTRAR EN EL CINE
SANTOS ZUNZUNEGUI



Pickpocket (Robert Bresson, 1959)



Se ven películas para saber cómo están hechas
 y se hacen películas para saber cómo hay que verlas.

David Oubiña


I

Pienso por primera vez en estas líneas que redactaré mucho más tarde un día muy concreto. Estamos a 7 de Octubre de 2018 y viajo a San Sebastián para iniciar un proyecto singular. Mientras el paisaje plomizo se desliza a mi lado y las nubes que se arremolinan en el cielo anunciando la lluvia inminente apenas dejan pasar algún rayo de sol, pienso en el trance en que Víctor Iriarte (Tabakalera) y Carlos Muguiro (Elías Querejeta Zine Eskola) me han colocado. Nada menos que obligarme a volver la mirada sobre mi experiencia de espectador cinematográfico para hacer cuentas con algunas de las obras sin cuya frecuentación aquello que Nöel Burch denomina “la educación de un soñador del cine” no hubiera sido lo que ha sido en mi caso particular. 

El caso particular, pues de eso trata la propuesta. No de construir algo que aspire a proponer un supuesto canon más menos normativo. Ni tampoco se trata de jugar ese juego divertido pero banal que consiste en señalar los pretendidos mejores filmes de la historia del cine. Se trata de algo mucho más íntimo, de hablar de la manera en que la frecuentación de esas obras (doce simples películas que sirven de muestra de muchos centenares vistas a lo largo de casi siete décadas, de tantas y tantas horas consumidas en la oscuridad de las salas) han construido mi manera de “vivir el cine”, de “vivir en el cine”, de “vivir con el cine”. Se trata de intentar explicar cómo y de qué manera esas películas me han atravesado, marcando a fuego la manera en que a partir de las ventanas que me han abierto sobre la vida, han moldeado mi manera de pensar el cine. Porque, eso sí, no creo que haya mejor forma de vivirlo que pensándolo. 

Cuando caigo en la cuenta de todo esto me veo obligado a volver la vista atrás (todo en este ciclo no es sino una manera de retornar al pasado, para decirlo con una expresión de resonancias cinefílicas) hacia esa escena originaria que muestra a un niño que entraba de la mano de su madre en esas acogedoras salas de barrio (¡los cines de barrio, las sesiones matinales de los domingos, las interminables sesiones continuas!) de mi ciudad natal. Salas cuyo espacio tenía la virtualidad de transmutar las mañanas y tardes de los días festivos, a través una alquimia cuyos secretos apenas intuía, en territorios soñados. Territorios en los que, como dice la célebre frase de Michel Mourlet que Jean-Luc Godard pone en boca de André Bazin en el inicio de Le mépris, el cine venía a sustituir nuestra mirada por un mundo que sea acorde con nuestros deseos. 

Algo de esto resonó en mí, cuando muchos años después descubrí en la cuarta de cubierta de un libro (L’homme ordinaire du cinéma) escrito por el filósofo y estudioso del arte Jean-Louis Scheffer, una autoentrevista donde el escritor ponía sobre la mesa algunos elementos fundadores de su experiencia de espectador cinematográfico: vamos al cine porque se trata de la única experiencia en la que el tiempo nos es dado como percepción, dirá. Pero sobre todo, señalará, “creo haber comprendido esto: voy a ver el mundo y el tiempo que han mirado nuestra infancia”.

A esta experiencia primigenia le sucedería, pocos años después, otra que compartimos muchos miembros de mi generación. Los avatares de la exhibición cinematográfica española de los años cincuenta y sesenta del pasado siglo (un escalofrío recorre mi espina dorsal al enunciar esta frase), estuvo siempre condicionada por el rígido control de la censura pese a que por aquel entonces el franquismo comenzaba a dar síntomas de desgaste y una tímida apertura venía a sustituir los anteriores años de plomo. Pero es que además a esto había que sumarle una distribución cinematográfica pacata que daba la espalda a todo lo que no fuera un cine de corte meramente comercial. Por si fuera poco la notoria falta de contacto con lo más vivo del cine de nuestros días, a los cinéfilos de provincia que ni siquiera teníamos acceso a aquel remedo de cinemateca que entonces se denominaba Filmoteca Nacional, se nos añadía la ausencia de espacios en los que relacionarnos con esa historia del cine que, bien que mal, planeaba sobre las películas que frecuentábamos.

No creo haber sido el único en aquellos años que al descubrir, al albur de la frecuentación de las páginas de una enciclopedia o perdidas en el interior de las revistas de cine que leíamos, la fotografía de una escena de un inaccesible filme clásico lo viviera con un pequeño seísmo. Que surtía el efecto de desatar en nosotros una imparable operación de invención. Junto al cine real, ese que se desarrollaba en el crisol de las salas de cine que frecuentábamos, existía otro cine, mucho más lejano e inaccesible. Un cine fantasma, puramente virtual que nacía de convertir una imagen en una historia y (pero entonces no era consciente de ello) dotarla de una forma que actuaba como disparador emocional. Mucho tiempo después he entendido que estos mundos (el real de las películas vistas y amadas) y el de los filmes imaginados no eran sino dos niveles de un mismo espacio entre los que he transitado a menudo sin ser consciente de ello. Quiero pensar que ese gusto que conservo por redactar sinopsis de películas representa una manera de volver a relatar, subiéndome sobre los hombros de gigantes, algo que otros han contado antes y que yo puedo hacer mío aportando un pequeño matiz aquí, un sencillo giro lingüístico allá.  

Mentiría si me presentara como un cinéfilo nostálgico de esos que lloran lágrimas de cocodrilo por las esquinas ante la inminente desaparición de ese espacio sagrado que es la “sala oscura”, en la que, dicen, tiene lugar una comunión colectiva. Al menos en lo que a mí me concierne debo decir que estoy curado de espanto ante el hecho de que cien años después, pero de manera inapelable, Edison (el visionado individual) esté ganando la batalla a Lumière (la contemplación colectiva). Ya no vamos al cine, el cine va con nosotros, en nuestro bolsillos, en infinidad de dispositivos portátiles, debidamente jibarizado, siempre disponible. Si esto quiere decir, como piensan algunos, que la Galaxia Lumière continúa su expansión imparable o, más sensatamente, que el aire de los tiempos ha mutado y el cine apenas es ya otra cosa que un apéndice extirpable en el interior del universo multiforme de la red de redes, me preocupa poco. Y creo que esta escasa preocupación por un dilema cuya solución no veré tiene que ver, una vez más, con un problema generacional.

En el fondo, pese a haber fatigado todo tipo de salas oscuras desde las más lujosas hasta las más cutres pasando por el inmenso lienzo extendido por el gran Henri Langlois en esa cueva de los milagros que fue durante años su sala de la Cinématheque Française de Chaillot, una parte sustancial de mi formación de espectador se la debo a la televisión. Sé que, cuando vemos una película en televisión, Godard dixit, no vemos una película sino la reproducción de una película. Sé, también lo dijo Godard, que el cine es grande porque se proyecta. Pero no puedo ignorar que si mi cultura cinematográfica esencial es la que es tiene que ver, en buena medida, con la televisión. Cualquier españolito que alcanzara la edad de la razón hacia la segunda mitad de los años sesenta, mucho más si como es mi caso hablamos de gente de provincias, tomó contacto con algunas de las películas decisivas de sus vidas en un programa de la segunda cadena de Televisión Española llamado Cine-club. Un rápido repaso a su programación y la comparación con las películas que he seleccionado como representativas de mi manera de entender el cine puede dejar prueba fehaciente de lo que digo. En lo que a mí respecta, la vacuna contra la mística de la sala oscura fue lo suficientemente poderosa para que su efecto haya perdurado a lo largo de toda mi carrera de estudioso cinematográfico. Aunque no le haga ascos a una buena proyección de una buena copia en celuloide, en una buena pantalla, debidamente enfocada y con el adecuado sonido bien reglado. Por cierto, condiciones más difíciles de encontrar de lo que parece. 

Por lo demás cuando vuelvo la mirada atrás, no me queda más remedio que constatar que, con escasas excepciones, mis grandes opciones como espectador cinematográficas estaban tomadas desde el principio. No se si esto es bueno o malo, pero es así. Y no he encontrado razones en los últimos cuarenta años para modificar mi rumbo. Por supuesto esto no quiere decir que no haya ido incorporando cineastas o filmes a las opciones primeras. Pero quiero pensar que esta articulación entre lo nuevo y lo viejo se ha hecho siempre siguiendo una línea general que no se ha movido desde sus inicios en lo esencial. Uno no elige los filmes que le gustan, son los los filmes los que le eligen a uno. Y está bien que así sea.


II

Me veo a mi mismo entrar en un viejo cine de barrio. Cuando alcanzo la sala, la oscuridad reina en ella al tiempo que en la pantalla unos relamidos aristócratas destilan vitriolo contra todo lo que desafía las apariencias bienpensantes. Un caballo abatido por las balas cuelga impasible desde uno de los puentes que atraviesan el Neva. De improviso, los prisioneros se levantan y entonan desafiantes La Marsellesa, mientras la cámara los envuelve en un cálido movimiento. A la puerta de su casa, un hombre desolado ve como su mujer y sus hijos pequeños le abandonan sin comprender que tiene una inexorable misión que cumplir. En la madrugada los cuerpos de los partisanos son arrojados a un río que les va a servir de sudario. La caravana de excluidos atraviesa el desierto interminable en busca de un nuevo hogar. Tras la disolución de la familia solo permanece el viento agitando los campos de cebada que esperan su cosecha. Una vieja dama se sienta en la veranda con un rifle en su regazo para defender la inocencia de la niñez. Sobre la página cuadriculada de un cuaderno idéntico a tantos otros como los que tan a menudo rellené en mi infancia una mano escribe: “je sais que d’habitude...”. El sol se levanta sobre el mar en las cercanías de Lübeck mientras el doble coro implora a Jesús que tenga piedad de nosotros. En la lejanía, Hossein alcanza a Tahereh entre los olivos en busca de la respuesta anhelada. Una voz susurrante me recuerda que el cine es el espacio que habitan todas las historias, todas las que ha habido, todas las que habrá. Belleza fatal.

Me levanto. Me pongo en pie a duras penas y salgo al exterior después de haber atravesado el paraíso en sueños. Esta es mi experiencia profunda de espectador cinematográfico. La de haber asistido (y seguir asistiendo) a un filme imaginario e interminable en el que se anudan, en una ronda sin fin, imágenes que el viento de múltiples relatos ha reunido en una narración singular que solo ha sido contada para mí.






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