Un cineasta sale a la calle, cámara en mano, con el fin de descubrir el misterio de unos gatos sonrientes, conocidos con el apelativo de Monsieur Chat, que aparecieron dibujados en las paredes de París. Inmediatamente nos damos cuenta de que el misterio que se trata de desvelar en el film donde se exponen sus encuentros no es conocer quién dibuja la sonrisa de esos gatos en que parecen reflejarse todos los gatos callejeros de la ciudad. Se persigue, antes que cualquier otra cosa, lo que nos quiere decir ese gato. Y, como tal, no puede ser sino una tarea cinematográfica efectuada en las mismas calles de París. Porque solo lo que se mueve, lo que sucede en esas calles, en esa ciudad, en ese mundo donde el gato se manifiesta, nos puede permitir dar sentido a su suspensión sonriente.
El protagonista de este extraño diario personal urbano es el autor cinematográfico Chris Marker, tan decisivo para nuestro tiempo como escurridizo respecto a cualquier identificación. La película, Chats Perchées, realizada para la televisión, de apenas una hora de duración. Mas lo decisivo de este pequeño misterio cinematográfico es que, como se expone al principio del film, la aparición de los dibujos de estos enormes gatos sonrientes en los muros de París, a todas luces herederos del gato Cheshire de Lewis Carroll, sucede durante septiembre de 2001, fecha para siempre señalada entre nosotros por el atentado contra el World Trade Center de Nueva York. Su fecha, pues, la de aquellos gatos sonrientes dibujados en la pared, coincide con esa fecha ya anacrónica donde se cifró, más allá de todo cálculo, un cierto fin que nos abría a un inesperado comienzo del que todavía en parte seguimos viviendo. De la mayoría de las otras muchas fechas anacrónicas que jalonan nuestra historia, y que todo el mundo podría enumerar, poseemos casi todos los datos, en forma de relatos mayores o menores, que las pueden ilustrar, pero carecemos por lo general del tránsito vital que las acompaña. Y entre sus restos textuales o imaginarios nos tenemos que mover más o menos a tientas. En este caso, en esta fecha, donde se clausura la Modernidad y sus postreras derivas, donde deviene imposible cualquier nuevo designio histórico y a partir de la cual, en suma, no podemos reconocernos ni siquiera abriéndonos hacia una nueva época, la única posibilidad que queda es aproximarnos a la vida en su forma más banal, a su manera ordinaria de manifestarse, esa que consiste en ir dejando atrás de sí unas “memorias que no son nada más que memorias”, espacios donde el tránsito cotidiano de la vida queda registrado. No otra cosa acabó filmando Chris Marker en la mayoría de sus películas. En este caso, acompañado por la poética torpeza de una pequeña cámara de vídeo digital que sostiene toda la película con el ruido de fondo de su zumbido visual, como de una primera mirada que se hace notar, mientras placas de texto, al modo del cine mudo, hacen las veces de relato cómplice enunciado en una irredimible primera persona.
La película se fue construyendo de sorpresa en sorpresa, siguiendo la pista de los gatos sonrientes, afirma Marker. Y, tal vez, el mensaje de benevolencia que, subraya la película entre sus placas de textos, pintó alguien corriendo “el riesgo de caerse y romperse la columna”, dejando que flotara entre nosotros sin más, sin pretender decir nada, no ofrece otra respuesta al secreto que se trata de desvelar que la ausencia de secreto como aquello que vincula entre sí la emergencia de los gestos de los hombres y mujeres a quienes se filma muy de cerca, con y contra ellos, en una manifestación, en una campaña política, en un partido de fútbol..., hasta el punto de generar en nosotros, espectadores, una sonrisa cómplice con la amplia sonrisa color rubio del gato. Tal vez solo el arte del cinematógrafo, condicionado ya de forma irremisible por el dispositivo digital, sea capaz de la benevolencia suficiente como para hacerse cargo de la esfera integral de lo que se pone en juego en la gestualidad humana. Esa benevolencia que se hace cargo de esa dimensión infraordinaria de nuestras vidas donde nuestros avatares sociales son reconocidos en la precariedad que los hace ser y donde se señala la común vulnerabilidad que nos afecta. Y en este caso, en la street-movie que deviene al cabo Chats Perchées, esta forma nuestra de mirarse en un mundo en movimiento más acá de las miserias y esperanzas de la historia se acompaña de forma inesperada de estas imágenes felinas como flores encontradas en el asfalto.
“Dar a conocer al gato sonriente nos ha parecido una tarea de interés público en este siglo cada vez más siniestro”, se dice en uno de los intertítulos. Nada sería más sorprendente, por doloroso, que los gatos nos abandonaran, se concluye. Pero no porque en ellos se constate la alternativa de una intervención poética donde se confirme de manera cruel la imposibilidad de proyectarnos en cualquier utopía política. Interpretación banal que, a veces, el discurso escrito que acompaña en los intertítulos a las imágenes tiende a avalar. Mas, como sucede a menudo en ese primer cine sin palabras hecho de puros gestos al que la técnica de los intertítulos inevitablemente nos remite, el discursum de los textos queda desmentido por el acaecer mismo de la imagen en movimiento y su deriva gestual. O, tal vez mejor, queda suspendido en una imagen que se presenta al margen de toda exigente veredicción. Punto donde Marker gusta de anclar sus ensayos fílmicos, a menudo presentados en forma de cartas dirigidas a un destinatario siempre por venir. Porque la utopía que se echa de menos en los planos remarcados de la superficie simbólico-discursiva, siempre ocupada en pensar una manera ideal de organizar el poder, se hace efectiva como utopía real, como una suerte de exceso de la utopía, que, no apuntando ya al sentido significado, se expone en la cotidianidad de los cuerpos, donde los gestos no hacen sino responderse entre otros gestos y los seres humanos acaecen en su inevitable y simple vivir juntos. En una manifestación, en un partido de futbol, en un mitin político… De esta utopía real solo puede dar noticia un puro acto cinematográfico, un puro acto de escritura, y no una teoría encauzada una vez más según los patrones más rancios o innovadores de la filosofía política. Y como Marker siempre nos hace notar, este puro acto de escritura cinematográfica es inseparable de un cierto trato personal con quien lleva la cámara en la mano y pone en juego sus movimientos en relación con los movimientos previsibles e inapreciables del mundo.
La voz de Marker no solo se deja entender en los textos escritos de los intertítulos, sino que, ante todo, se deja escuchar, en su extrema subjetividad, en cada uno de los actos cinematográficos donde se pronuncia. Solo en este acto de escritura fílmica, y no en su reducción discursiva, se da el extraño acuerdo entre lo indirecto y libre de la expresión y la posición del sujeto que la enuncia, condición sin la cual no cabe encuentro posible con la utopía impolítica de los gestos que, al cabo, resulta ser la respuesta a la pregunta que Monsieur Chat dejaba dibujada en su sonrisa de color rubio en las calles de París.
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Son varios los momentos en que Chris Marker, después de haber perseguido a los gatos de sonrisa amarilla, vuelve a mirar los tejados de las calles de París sobre el telón de fondo de las Torres Gemelas, ardiendo tras la colisión terrorista de los aviones unos minutos antes de desplomarse sobre sí mismas. Un año más tarde del atentado, en septiembre de 2002, el filósofo también francés Jean-Luc Nancy da lugar a una serie de once Crónicas filosóficas, cada último viernes de mes, que se emiten radiofónicamente en “Les vendredis de la philosophie”, para France Culture, donde de manera análoga al autor cinematográfico no deja de analizar el estado del presente bajo el mismo telón de fondo, como si las Torres Gemelas no hubieran acabado por caer y estuvieran todavía ardiendo [...]
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