Gilles Deleuze recuerda en su entrevista póstuma con Claire Parnet, presentada en forma de Abecedario, en concreto en el desarrollo de la letra “A” de Animal, el momento en que uno de sus hijos llevó a su casa un gato descuidado, “no más grande que sus manitas”, que se había encontrado durante una de sus estancias en el campo. “Y…, a partir de ese momento fatal, siempre he tenido un gato en casa”, confirma el filósofo a Parnet, bajo la mirada intimidante de la cámara, recordando su aversión incondicionada por los animales domésticos en general y, en especial, por perros y gatos. “Desde que me enteré de que los perros y los gatos defraudaban a la seguridad social, mi antipatía ha aumentado más aún”, concluye burlonamente. Una aversión sin duda extraña, que necesita ser interrogada, de quien puede ser considerado con toda seguridad el filósofo de nuestro tiempo que se ha acercado con más tacto a la singularidad de los mundos animales.
En perros y gatos, en el gato que habita su casa y que no deja de restregarse contra él (“no me gustan los restregones”), Deleuze identifica la vergüenza que le provocan ciertos tratos con los animales. Esa vergüenza que todos los días volvía a notificar desde la ventana de su apartamento de París, que siempre permaneció abierta para cualquier posibilidad. “Vivo en una calle que es algo desierta, en la que... la gente saca a pasear a sus perros: lo que oigo desde mi ventana es verdaderamente espantoso, es espantoso el modo en que la gente habla a sus animales”, nos dice. Y recuerda cómo el Psicoanálisis deviene, a menudo a pesar suyo, el arte edípico por excelencia que hace entrar de forma odiosa a los animales en la familia. El animal que aparece en los sueños y que siempre es interpretado por el Psicoanálisis como una imagen del padre, de la madre o del hijo, como un miembro más de la familia. Porque la cuestión no es que Deleuze odie a los animales domésticos, odie al perro o al gato. Lo que no soporta es la relación que el hombre establece con estos animales domésticos que quedan atrapados en la economía real y simbólica de la familia. No en vano, el bestiario que puede compilarse de su obra no deja de adquirir tintes repugnantes, le recuerda Parnet, cuando, junto a la nobleza animal de las fieras, que incansablemente le fascina, proliferan en él arañas, piojos o garrapatas, animales que también se encuentran en la casa, pero que nadie calificaría de domésticos porque nadie estaría dispuesto a admitir que forman parte de nuestro hogar ni los adoptaría como miembros de su familia.
Aunque en su diálogo con Parnet esta cuestión no es tratada, la predilección de Deleuze por estos animales “tan repugnantes”, tan resistentes a cualquier proceso de identificación, como sucede con la garrapata, tal vez su animal predilecto, puede ser tratada como una piedra de toque fundamental de su pensamiento, que no puede ser reducido a un simple rechazo de los animales domésticos, que, al cabo, como veremos, no es tal. Canguilhem, el epistemólogo francés cuyo principal trabajo consistió en una exposición de las condiciones de formación de los registros discursivos de las Ciencias de la Vida, que además fue Director del Diploma de Estudios Superiores de Deleuze, en su tesis doctoral, La formación del concepto de reflejo en los siglos XVII y XVIII (1955), pone en evidencia cómo la experimentación animal, y siempre que un animal se asoma en algunos de nuestros espacios representativos hay experimentación, se remonta a la noche de los tiempos, “la noche de los instintos y de los sueños”, y que tal experimentación está imbricada con otras prácticas no representativas, como la del cazador o del carnicero, en las que el hombre convive inevitablemente con los animales. Y si hay algo que sorprende en el despliegue de las ciencias biológicas durante el siglo XVII y XVIII es que, en su interés por descifrar las claves de lo viviente, la experimentación animal se desplaza de los animales más cercanos al hombre, animales domésticos o más cercanos a nuestra constitución, a los más ajenos en sus formas de vida, los pájaros en primer lugar y, sobre todo, a los poikilotermos, es decir, a los animales de “sangre fría”, como salamandras, tortugas o serpientes, en cuanto que, siendo más sensibles a las excitaciones del medio exterior, a pesar de su ajenidad, ponen en evidencia de una manera más clara qué supone ser un animal. Curiosidad extraordinariamente agresiva, si es que puede hablarse así, pues se hace difícil pensar en alguna convivencia real con estos animales, siendo como somos nosotros también seres vivos. Curiosidad de la que no está exento el propio Deleuze, como no deja de apuntar Parnet.
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“¿Qué es lo que me fascina del mundo animal?”, se pregunta Deleuze, con su voz ya entrecortada por una difícil respiración, llegándonos ya de otro mundo, con la intención de incorporar en sus palabras, siempre perseguidas por puntos suspensivos, este trato animal con los animales. “¿Qué es lo que me conmueve de un animal?”, se vuelve a preguntar, dejando abierta la posibilidad de un movimiento afectivo compartido con ciertos animales que nada tiene que ver con la empatía fenomenológica ni con una, más actual, ecología sentimental que eleve el animal a la condición de sujeto de derecho. Pues si fuera así, que no lo es, y esta conmoción pudiera ser reducida sin más a una sensibilización humanista acerca de su sufrimiento, nos toparíamos de nuevo con una manera más de verificar nuestra relación humana con los animales, donde conviven amablemente el exterminio y su correspondiente carga de conciencia que se extiende al reino huérfano de los animales carentes de nombre. Una pregunta donde se da una cierta vacilación ante el evidente y problemático contacto afectivo que nos vincula a los animales, a salvo de cualquier simplificación teórica, donde es difícil volver a encontrar al filósofo francés, empeñado artífice de conceptos. Y es así, porque, como bien sabemos, todo contacto es él mismo vacilante, tocamos la diferencia del otro, porque su diferencia está ahí, ante nosotros, pero también se nos presenta como un abismo infranqueable. No hay otra manera de entender este vínculo que se establece, enunciado por la voz de ultratumba de Deleuze, entre lo que nos fascina y nos conmueve [...]
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