Botonera

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29.9.21

III. "PEQUEÑAS TEORÍAS. MINIATURAS (A)FILOSÓFICAS SOBRE ALMA, MUNDO Y DIOS", de Miguel Ángel Hernández Saavedra, Valencia: Shangrila 2021




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TEORÍA DEL GENIO BLANCO
(DE LAS FASES DE LA ESCRITURA)


Quienes gesticulan en soledad, sonríen fuera de contexto y con el rabillo del ojo se contemplan como si una conciencia superior les blindara contra el bien y contra el mal, están al otro lado del borde de la locura. Revolotean sobre el precipicio del principio. 

La escritura salva a algunos sin alejarlos del vacío, asegurando su naturaleza incurable. Al descargar de este modo sus miedos, los genios blancos se convierten en oscuros maestros de la humanidad. Aunque no se les entienda, su gesto es inequívoco. En esa mezcla de incomprensión y certeza, radica para los otros su autoridad. 

Tres momentos avalan esta potestad en el caso del genio escribiente. En un primer momento, emplea el lenguaje como instrumento de comunicación. El lenguaje sirve para explicar, para expresar sentimientos e intenciones; sirve para describir situaciones, para hacer planes y desbaratar los planes del enemigo que utiliza también el lenguaje. No hay lenguaje, sino lengua. Así como el niño aprende a hablar sin corregirse de manera consciente, acumulando errores bajo la caridad de los padres, que ejerce su función correctiva más implacable, por mor del amor de los instructores, así también el escribiente construye frases que da por buenas. Las intenciones se ocultan en las palabras que una tradición más o menos variable pone al servicio de los hombres inconstantes. 
En un segundo momento, el lenguaje se sacude las intenciones y el escribiente se convierte en adalid de una divinidad alfabética para la cual no existen más que conexiones y sonoridades discretas. Se bate en duelo por las formas. No hay lengua, sino lenguaje. La sintaxis es la solución de continuidad que hilvana palabras sobre el centón de las ideas. No hay tretas, sino letras. Prurito de una escritura que trasciende la naturaleza de los hombres para armarlos de un valor distinto al del coraje común. El genio deviene alacena de impresiones en la casa quemada del ser, que no se consume, templo autogestionado de verdades y estupefacciones. 

Un acontecimiento extralingüístico registrado en el interior del lenguaje, de la lengua empleada como un sismógrafo, obliga al sujeto a despojarse del purismo que engrandecía sus manías bajo un aparato reaccionario, formalista, renuente a políticas, credos y éticas. 

En esta tercera fase, el escribiente se sabe mortal y cansado, se siente fatigado, vulnerable, expuesto irremediablemente al demonio de la equivocidad. Se reconcilia con sus circunloquios y empieza a llamar a las cosas por su nombre. No sabe qué nombre es ese; intenta dar con él. Elige, se arriesga. Se solaza, se humilla, se perdona. Se olvida de corregirse. Derrengado, se duerme. Deja de escribir. Empieza a escribir de otra manera. Sacrifica al dios del lenguaje sobre la estructura herrumbrosa de la lengua, que no es ya aquella lengua primera que le permitía “comunicar”. Se saca las astillas etéreas que él mismo se introdujo en las yemas de sus dedos. Se aleja un paso del precipicio, remolonea con los principios. 

Hay quienes aseguran que la verdadera escritura solo acontece en el segundo momento, cuando el desencuentro con la lengua produce obras a la altura de un dios infantil, pero muy viejo, que adopta los modos paradójicos del lenguaje que nada comunica. Y que el mundo obtiene su forma del genio que murmura. A lo que hay que decir: así es. Pero este segundo momento es resultado del retroceso del tercero, cuando el genio blanco regresa harapiento a la casa de las formas, abre los armarios y se pone lo que encuentra sin mirarse al espejo. Es la segunda parte del segundo momento, que no llega a ser una cuarta fase y se denomina “tercera” (en el orden del tiempo).

Un genio blanco no lo es por puro, sino por pálido.

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