MIENTRAS CAIGO
En torno a Bas Jan Ader
MARIEL MANRIQUE
Pues yo lo creé
justo y recto, capaz de estar de pie
pero libre de caer.
John Milton, El paraíso perdido (1667),
fragmento transcripto a mano en una libreta de Bas Jan Ader.
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[Ader] Hace arte conceptual de una manera extraña: cumple con sus premisas al actuar conforme un plan racional concebido de antemano pero carga ese plan de una energía emocional profunda (generada por los bosques, el cielo nocturno, el mar, la vulnerabilidad de su cuerpo resuelto y decidido frente a la inmensidad indiferente de lo que lo rodea), una energía que es en definitiva un anhelo de lo imposible, de lo milagroso. Ader, que en la escuela de arte dibujaba siempre en el mismo papel, que borraba el dibujo en el papel y volvía a dibujar y a borrar hasta hacer del papel una frágil superficie transparente, va en busca del milagro: disolverse en la caída, ser dominado de tal forma por la gravedad que en esa dominación se experimente el infinito, tras haber agotado y trascendido la razón, tras haber buscado incesantemente, con la linterna en la mano durante una larga noche, fundirse en el fulgor de lo sublime. En una fotografía de 1971 tomada por Mary Sue y titulada Farewell to Faraway Friends (Adiós a los amigos lejanos), vemos la silueta de Ader de espaldas, frente a un fiordo en la costa sueca. La luz se refleja en el agua y el sol se pone en el horizonte. El hombre solo que contempla el paisaje inconmensurable es un tópico del romanticisimo del S. XIX y la imagen evoca de inmediato al Monje en la orilla del mar de Caspar David Friedrich (Der Mönch am Meer, 1809-1810).
Ader ha leído a Hegel, ha leído a Wittgenstein. Ha leído, sobre todo, el libro escrito por su madre, cuya traducción al inglés deja inconclusa. El manuscrito de esa traducción está perdido. Su hermano Erik habla de su proyectado cruce en solitario del Atlántico como de su “último encuentro con la metafísica”. Ader no habla, prácticamente no habla de lo que proyecta ni de lo que hace. En una de sus escasísimas declaraciones públicas, afirma en un entrevista con Willoughby Sharp para la revista Avalanche, en 1971: “I do not make body sculptures, body art or body works. When I fell off the roof of my house, or into a canal, it was because gravity made itself master over me” (“No hago esculturas corporales, body art ni obras con el cuerpo. Cuando me caí del techo de mi casa, o adentro de un canal, fue porque la gravedad me dominó”). En una carta fechada el 19 de diciembre de 1970 y dirigida a Geert van Beijeren y Adriaan van Ravesteijn, sus galeristas en Amsterdam, escribe en holandés que todo lo que hay que saber sobre el acto de caer está en sus obras y que no tiene nada que agregar. Añade una línea, en inglés: “I’m a Dutch Master”. Una referencia a los maestros de la pintura holandesa, o a una marca de cigarrillos muy conocida en su época, en cuyo paquete se veía la figura de esos maestros. Tradición y cultura popular, historia del arte y sociedad de consumo. Ader a caballo entre la Europa del romanticismo y la América del slapstick y el cartoon, ambivalente e inasible.
Ader no solo no habla, tampoco muestra un antes ni un después. Dado que lo que importa es la decisión de modelar y modular el destino, basta con mostrar la colección de gestos cuyo significado está en la superficie, esa colección que es una constelación, un dibujo. No hay detrás, no hay otro misterio que la gracia anhelada, la ansiada levedad. Las caídas no tienen causa ni contexto; se cae sin comentarios. La acción está desconectada de cualquier tipo de historia. Las caídas son también antipedagógicas, en el sentido en el que suele enseñarse que caer es una prueba, un obstáculo a vencer para levantarse mejor, para autosuperarse, para “aprender”. ¿Aprender qué? Ader no está dispuesto a enseñarnos nada, no hay nada que enseñar. Solo hay que mostrar. Y ver.
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