Botonera

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26.1.22

II. "CONEXIONES. UN DIÁLOGO CON SANTOS ZUNZUNEGUI", Asier Aranzubia, Valencia: Shangrila 2022




INTRODUCCIÓN
(completa)

ASIER ARANZUBIA


Santos Zunzunegui


El libro que tú, amable lector, tienes ahora entre las manos es un libro que nada a contracorriente. Sobre todo, porque pretende ser una reivindicación de un tipo de relación que hace mucho tiempo que no está de moda. Me refiero a ese vínculo, trenzado a partir del respeto, la admiración y, sobre todo, el intercambio de saberes que une a un maestro con sus discípulos. A pesar de que los maestros han jugado tradicionalmente un papel esencial en la transmisión de conocimiento, tengo la impresión de que en las últimas décadas estamos asistiendo al ocaso, cuando no a la extinción, de una figura esencial en el ámbito de la enseñanza. Creo además que en esta época nuestra en la que el cada vez más nutrido batallón de los “expertos” en innovación docente no se cansa de pregonar a los cuatro vientos los múltiples beneficios de la enseñanza horizontal, el mero ejercicio de reconocerse abiertamente discípulo de alguien le coloca a uno en una posición poco favorable. Cuando menos, trasnochada. Pero una vez dicho esto debo añadir de inmediato que las páginas que siguen a esta son, entre otras cosas, un testimonio de que ese tipo de relación todavía es posible.  

La primera vez que vi a Santos Zunzunegui fue en la tarima de un aula del campus de Lejona de la Universidad del País Vasco. Lo primero que me llamó la atención fue el bigote y esa costumbre suya de atarse el último botón del polo que a mí me recordaba a los beatniks y que le daba a su apariencia un toque moderno. Como suele suceder en este tipo de relaciones, la fascinación por el maestro llegó fundamentalmente a través de la palabra. Todo el que haya asistido en alguna ocasión a una clase de Zunzunegui sabe de la potencia de su directo, del incuestionable atractivo de su puesta en escena. Sentado, más bien apoyado, en la parte delantera de la mesa, consultando solo muy de vez en cuando unos folios y que eran, sobre todo, la constatación de que aquella clase tenía una estructura bien definida, que su discurso no era, como sucede con otros profesores carismáticos, un mero ejercicio de erudición salpicado por digresiones y anécdotas más o menos divertidas, el maestro se dirigía a su público de una forma que entonces me pareció algo severa. Con el tiempo he descubierto que al tratarnos siempre de usted y comportarse de una manera, a mi juicio, demasiado formal, lo que Santos estaba haciendo no era otra cosa que marcar distancias. A diferencia de esos otros profesores de entonces (y muchos de los de ahora) que suprimen la distancia física y emocional que les separa de los alumnos promoviendo un ambiente de cierto “colegueo”, Zunzunegui prefería (creo que de manera consciente) conservar dicha distancia porque sabía bien que la figura del maestro debe estar necesariamente revestida de un cierto halo de autoridad. Tiempo después, cuando empecé a tratarle fuera de la universidad descubrí, no sin cierta sorpresa, que aquel profesor algo envarado, con fama de duro entre sus alumnos, que había conocido en el aula no tenía nada que ver con el tipo cercano, jovial y con don de gentes que se movía como pez en el agua en ambientes menos formales. 

Aunque luego cada uno va encontrando su estilo, lo cierto es que las clases de Santos han sido siempre el espejo en el que intento mirarme cada vez que me subo a la tarima. La convicción de que el problema de la dispositio, es decir, el orden en el que se van desplegando los materiales, es una cuestión fundamental (tanto para una clase como para un texto escrito); la apuesta por un tipo de discurso en el que son frecuentes eso que Santos en la entrevista llama los ritornellos (es decir, las repeticiones) y que sirven para fijar y reforzar determinados conceptos; y, sobre todo, la permanente predisposición a hacer del aula, y de la transmisión que en su interior acontece, un espacio casi sagrado en el que cobra todo su sentido nuestra profesión son algunas de las cosas que le debo a mi maestro. 

Señalaba hace un momento que este libro es una anomalía. Y lo es no solo porque está pensado como una vindicación de una especie en vías de extinción. Lo es, también, por otras razones. Por ejemplo, porque en sus páginas se recupera la peripecia vital e intelectual de un profesor universitario. Aunque no es un libro de memorias, algunos de los pasajes de esta entrevista en profundidad recuerdan poderosamente a dicho género literario. Y convendrán conmigo en que no deben ser muchos los libros que el mercado editorial español ha consagrado a glosar los años y los días de alguien que ha dedicado su vida a la, en principio, poco glamurosa actividad de pensar las películas. Pero que este territorio, a medio camino entre la biografía y la reflexión en torno a una determinada práctica teórica, no haya sido apenas explorado por la bibliografía cinematográfica no quiere decir, ni mucho menos, que carezca de atractivo. 

Santos Zunzunegui es, como se decía antes, un profesor “de provincias”: es decir, alguien que ha desarrollado prácticamente toda su carrera académica lejos de ese centro cultural y universitario que en nuestro país representan Madrid y Barcelona. Y este dato que, en principio, debería resultar anecdótico, se va revelando decisivo conforme vamos cayendo en la cuenta de que en su día a día un profesor de la Universidad del País Vasco (máxime si llegaba a ocupar un puesto de gestión relevante) tenía que lidiar con situaciones que eran impensables en otros campus españoles. Pero es que al desviar el foco del centro a la periferia, no solo obtenemos un relato en primera persona de cómo un contexto de violencia puede condicionar la vida universitaria, sino que accedemos también a un entorno cultural e intelectual con dinámicas propias y, desde luego, poco frecuentadas por la literatura memorialística española. El ambiente cultural y cinéfilo del Bilbao de la segunda mitad del siglo pasado, las singularidades de la militancia política en el contexto vasco o la propia gestación de unos estudios universitarios de comunicación son algunas de las cuestiones que afloran en nuestra conversación y que otorgan a los pasajes biográficos de este volumen un cierto “sabor local” o, si lo prefieren, una identidad propia. Lo curioso del caso es que esa condición periférica también será un factor a tener en cuenta en la otra parte del libro: aquella que gira en torno al lugar desde el que Zunzunegui mira y piensa el cine.

Como él mismo describe con todo lujo de detalles en la entrevista, su manera de pensar y analizar las películas nació del ensamblaje de muy diferentes piezas o materiales. Aunque el suelo sobre el que se mueve es un suelo compartido con otros miembros de su generación (me refiero, claro está, a la semiótica estructural), la herramienta de análisis que Zunzunegui –desde la periferia y de forma casi autodidacta– fue construyendo durante sus primeros años como profesor es una herramienta única y singular en la medida en que nace para dar respuesta a la pregunta sobre la que después se levantará toda una carrera académica: ¿de qué manera puedo conocer mejor esos objetos (casi siempre películas) que me apasionan? No deja de resultar paradójico que esa herramienta de análisis que nació para dar respuesta a una inquietud personal se haya revelado después útil también en manos de otros analistas. 

Pero haríamos mal si nos quedáramos solo con esa imagen reduccionista del profesor aislado en la periferia que se desprende de los párrafos anteriores. Sobre todo, porque una parte muy importante del trabajo de Zunzunegui emana de proyectos compartidos que tienen su origen, precisamente, en esos centros de poder de los que hablábamos antes. Pienso sobre todo en dos: la mítica revista Contracampo y esa empresa, también colectiva, liderada por algunos de nuestros historiadores más prestigiosos, que echó a andar en los años noventa del siglo pasado y que aspira a construir una nueva memoria para el cine español.

No es para nada casual que entre los impulsores de las facultades de comunicación que nacen a principios de los ochenta se encuentren algunos de los miembros de la redacción de Contracampo. Y no es extraño que así sea porque ha sido precisamente en esa revista donde el discurso tradicionalmente impresionista de la crítica cinematográfica española ha empezado a dotarse de un instrumental conceptual que le va a permitir acercarse al cine con un cierto rigor académico. Así pues, al mismo tiempo que Zunzunegui construye esa herramienta de análisis de la que hablábamos antes hay otros integrantes de esa generación que están haciendo algo similar en otros departamentos universitarios. 

Como era previsible, en la entrevista se habla de ese momento en que los combativos críticos de Contracampo dan el salto a las tarimas de la universidad. Gracias a ese movimiento los estudios fílmicos consiguen el músculo teórico que les hace falta para ponerse en marcha, pero la crítica española pierde (casi diría que de manera definitiva) una determinada manera de hacer en la que el rigor teórico y metodológico se da la mano con un, a mi juicio, muy saludable propósito de intervención política sobre el aparato cinematográfico de su tiempo. Como hijos de Mayo del 68 que son, los críticos de Contracampo entienden su trabajo como una manera de intervenir en la batalla de las ideas y no como un mero vehículo para dar salida a sus pasiones cinéfilas. Esta dimensión política de su trabajo se va a notar, por ejemplo, en la forma en que dan cuenta de la actualidad cinematográfica, entendida esta no solo en su dimensión más obvia: la de los estrenos de la cartelera. En Contracampo la actualidad del cine español tiene que ver también con la denuncia de las pésimas condiciones en que se exhibe una película concreta en un cine determinado, con las incongruencias de la línea editorial de un festival cinematográfico, con la defensa de los derechos laborales de los profesionales del cine español… Todo estos estos aspectos van a ser abordados desde una posición ideológica bien definida y con una actitud crítica y combativa que yo, personalmente, echo mucho de menos en las revistas de hoy. Pero la dimensión política de la revista no se circunscribe a aquellos textos que dan cuenta de eso que Cohen-Séat llama el “hecho cinematográfico”. Dicha dimensión está muy presente también en la preponderancia que los críticos de la casa otorgan a la identificación de los efectos ideológicos que generan las películas. Hasta el punto de que, en ocasiones, esa, repito, saludable necesidad de hacer cuentas con la dimensión ideológica de las películas va a dar como resultado críticas demoledoras de películas que, aunque sólo fuera por el rigor ocasional de su trabajo formal, merecían un trato más favorable…. Estoy pensando, por ejemplo, en la muy negativa crítica que Paco Llinás dedica a El cazador de Michael Cimino (nº 2, mayo de 1979). 

Después, cuando los críticos de Contracampo se conviertan en profesores universitarios dicha dimensión política será, en cierta medida, orillada. Zunzunegui explica en la entrevista que el discurso analítico que emana de su producción académica sigue siendo político en la medida en que al explicar cómo las películas nos “manipulan” (nos hacen hacer, que diría la semiótica) sigue prestando atención a su dimensión política. También recuerda, y con razón, que todas las películas están atravesadas por una determinada ideología y que, por lo tanto, para hacer una crítica política no es necesario ocuparse únicamente de aquellos filmes cuyos enunciados son explícitamente políticos. Aún estando de acuerdo con estas afirmaciones, a mí me parece que si levantamos la vista y pensamos los discursos sobre cine que han circulado en España desde una perspectiva histórica y evolutiva, en la actualidad nos encontramos con unas revistas especializadas que no están en absoluto interesadas por estos problemas y con una academia, o, mejor, unos estudios fílmicos que aunque cuentan con las herramientas para hacer ese trabajo no saben hacerse oír, es decir, no encuentran la manera de transferir, como repite la insufrible jerga académica, ese conocimiento a la sociedad. Las razones que explican esa manifiesta incapacidad del discurso académico en materia de cine para superar los cada vez más gruesos muros de la universidad son de muy diversa estirpe. Algunas de ellas (la burocratización creciente de la vida universitaria, las múltiples carencias de las publicaciones académicas, la pérdida de peso del libro en el ámbito de las Humanidades…) afloran en nuestro diálogo y le sirven a Santos para concluir que su manera de entender la investigación y la transmisión del conocimiento se habría llevado muy mal con este nuevo orden de cosas.

La otra empresa importante de su carrera en la que me gustaría detenerme ahora es ese proyecto compartido de revisión de la historia del cine español desde nuevos parámetros metodológicos cuya puesta de largo es un volumen colectivo publicado en 1997 y titulado Antología crítica del cine español. Como el propio Santos ya se encarga de describir en la entrevista las líneas maestras del proyecto y los pormenores que rodearon la edición de la Antología, yo me limitaré a llamar la atención sobre el hecho de que en este volumen –pero también en el propio trabajo de Zunzunegui como director de tesis doctorales consagradas al estudio del cine español– se hacen visibles las conexiones entre generaciones. Ya he dicho hace un momento que la de Santos es una generación pionera en el campo de los estudios académicos sobre cine. Pues bien, a mediados de los noventa, que es cuando echa a andar este proyecto, ya hay una segunda generación de investigadores que, siguiendo el ejemplo de sus mayores, va a empezar dirigir su atención hacia ese objeto hasta entonces denostado que llamamos cine español. José Luis Castro de Paz, Carmen Arocena, Josetxo Cerdán, Imanol Zumalde, Begoña Soto Vázquez, Javier Hernández, Pablo Pérez, Daniel Sánchez Salas, Jaime Pena, Marina Díaz, Luis Fernández Colorado son algunos de los nombres de esa nueva generación de historiadores del cine español que, y esto es lo importante, heredan una determinada manera de hacer y dan así sentido a una comunidad de investigación. Aunque por razones de edad no formé parte del equipo de colaboradores de la Antología, siempre me he sentido parte de ese proyecto y hoy en día sigo entendiendo mi trabajo como una prolongación de aquel impulso fundacional. 

Me gustaría terminar esta introducción rescatando una de esas ideas que fue tomando forma conforme avanzaba nuestra conversación y que para mí supuso una auténtica sorpresa. Me refiero al papel, absolutamente decisivo, que los gustos cinéfilos, literarios y musicales de primera hora (es decir, los que se fraguaron durante la infancia y la juventud) tuvieron a la hora de configurar no solo las preferencias estéticas del Zunzunegui adulto sino también su manera de pensar el cine. Santos suele decir que si algo hay en “sus cosas” ese algo es coherencia. Se refiere al hecho de que entre sus gustos, su trabajo y, si me apuran, sus costumbres hay una continuidad: una suerte de lógica interna que condiciona, de cabo a rabo, su manera de estar en el mundo. Lo sorprendente, como digo, ha sido descubrir que esas coordenadas básicas ya estaban perfectamente definidas a principios de los sesenta. En la época en que, vistiendo todavía pantalones cortos, Santos intentaba colarse en los cines de su ciudad donde se proyectaban las presas más codiciadas para un cinéfilo de su edad: es decir, las que le estaban vedadas. Como la perseverancia es también uno de los rasgos de su carácter, no hace falta añadir que casi todas esas piezas de caza mayor cinéfila acabaron en su zurrón.   



Imagen portada: Santos Zunzunegui ante la tumba de Yasujiro Ozu



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