Botonera

--------------------------------------------------------------

13.1.22

SOBRE "CASA DE FIERAS. RETRATOS CON ANIMAL DEL PENSAMIENTO CONTEMPORÁNEO", Pablo Perera Velamazán, Valencia: Shangrila 2021

 


Por Ignacio Castro Rey


Es necesario cuestionar la suposición de un espacio neutro, un espacio político al margen de la naturaleza, donde nuestra especie se singularice. "En el animal, en cuanto fenómeno natural, se da una relación necesaria entre lo velado y lo desvelado, entre lo visible y lo invisible; es el acaecer de una visibilidad que no abandona nunca la invisible" (Pablo Perera Velamazán, Casa de fieras. Shangrila, Madrid, 2021). ¿Estamos ante otra contribución a expandir los derechos del universo animal? Perera toma más bien otra senda, no muy transitada: estudiar una forma de espíritu emparentada con lo que se retrae, con los seres borrosos que se fugan de la expresión articulada, de una universalidad disponible. Este libro atiende a la fraternidad con los seres que no tienen nombre, anteriores a ese momento adánico por el que el hombre se enseñorea de "la creación". Este nuevo atlas zoopolítico no plantea proteger a los animales con el habitual paternalismo humanista. Al contrario, quiere convocarlos para que su sombra nos proteja, salvándonos de la trituradora antropocéntrica. Las múltiples referencias del autor a la crueldad de nuestros mataderos, incluso en su analogía con los hornos donde eliminamos a los humanos que consideramos inferiores, tienen la función de evocar la caja negra que encierra los gritos que deja tras sí una cultura despiadada.  Ante ella se quiere "reconstruir nuestro espacio político de una manera diferente, donde la naturaleza no humana no esté excluida de principio".

La pandemia nos dejó calles suspendidas en un eterno amanecer. Más tarde, esta nueva normalidad plagada de seres absortos, embozados. Entre ellos vimos tránsitos inesperados de animales desorientados, como un flâneur que no quiere ser dueño de sus pasos. Pero nuestros peces siempre acaban muriendo, ahogados en medio de una armonía flotante. Si es cierto que el pensamiento ecológico trata de protegernos de una relación destructiva con la naturaleza, "también lo es que proyecta sobre ella un orden que le es ajeno y que acaba por ser indiscernible del orden doméstico en el que supuestamente vivimos". Perera cita a Emanuel Coccia y su crítica de los tópicos de la biología evolucionista y la antropología filosófica. La relación entre las especies no es nunca puramente natural o física, analizable desde una perspectiva determinista, sino que es más bien de orden técnico, artificial, en el sentido en que toda especie "encuentra su espíritu, su inteligencia, su facultad de pensar siempre y exclusivamente en su relación con otras especies". Siguiendo a Coccia, se trata en este libro de comprender la naturaleza como una comunidad interespecífica atravesada por un proceso metamórfico que le es inmanente, "donde sus partenaires necesarios, los animales que le acompañan en el retrato de su pensamiento no son nuestros semejantes más cercanos, los mamíferos, sobre los que no dejamos de proyectar nuestra comprensión exclusiva de lo que significa portarnos en un mundo, sino que son unos animales tan ajenos como los insectos y su orden delirante". La crisálida que el mundo es, según Perera y Coccia, tiene sus principales artífices en los insectos, los grandes demiurgos de la transformación.

Habría pues que reconsiderar la naturaleza no desde la perspectiva tradicional de la muerte, condición para la disecación biológica de especies e individuos en urnas bien selladas, sino desde la perspectiva del nacimiento, donde el proceso de individuación lo comparten un gato, un champiñón o una bacteria. "La naturaleza no encuentra su análogo en un espacio doméstico donde cada ser vivo ocupa su lugar según determinaciones funcionales. No cabe ecología posible. El mundo en su totalidad deviene de esta manera una suerte de realidad relacional, interespecífica, donde cada especie es ella misma un territorio abierto o una metamorfosis zootécnica". Podemos leer entonces en la palabra animal una metáfora del doble que siempre ha estado cerca, en duermevela, cuando se ha intentado pensar el hombre en los márgenes del prejuicio racionalista o logocéntrico. Es posible que vuelvan a estar presentes en este libro momentos de una vieja sabiduría, nunca del todo olvidadas, según las cuales el hombre obtiene su salud cuando dialoga con el peligro, con la enfermedad que le acosa desde lo más íntimo de su condición. Podemos olvidar muchos dioses, no el dios omnisciente del dolor.

Más que una variante de la cultura de los derechos, con este impresionante volumen podríamos hablar de una reivindicación de otra cultura de los sentidos, de la intimidad con una naturaleza que jamás ha sido naturalista. Recorreremos de la mano de Perera una fenomenología del espíritu propio del instinto: tal vez los animales callan porque tendrían demasiado que decir acerca de nosotros. Se trata en Casa de fieras de acariciar un "universal" homo que ahora ha de hacerse cargo, para no dejar fuera un resto sacrificable, del ser mudo que nos acompaña. De hecho, la inmensa mayoría de una humanidad atrasada que se confunde con el color de su territorio, se asemeja a esa presencia oscura del animal, nunca domesticado en su extraño lenguaje de gestos. No existe lo "salvaje", leemos, pues todo está cultivado, aunque dentro de un orden difícil de discernir de lo que, por miedo, llamamos habitualmente caos. Como lo hacen las sombras de cada sala, el animal doméstico prolonga en lo familiar los reflejos de lo extraño. Así pues, Perera se propone atender a un torpor que forma parte del espíritu de la especie, de este ser peculiar que tiene "la esencia en su existencia", al decir de Heidegger. En realidad los humanos no seríamos tan peculiares, puesto que transitamos acompañados de la noche indesvelable que acompaña a cualquier otro ser. No es tan extraño que el pensador del Eterno Retorno reconozca que le asalta por vez primera su pensamiento abismal ante una enorme y silenciosa roca en el recodo de un camino italiano de Zoagli. ¿Estamos rodeados entonces de seres que callan en nuestra presencia pero que, en cualquiera de los tres reinos, no dejan de conspirar a favor de otra humanidad? Esta podría ser una de las hipótesis de Pablo Perera en la preciosa edición de este libro.

- - -

Se trataría de atender a un compromiso moral con lo impersonal, un compromiso con lo inhumano sin el que este mundo nuestro no se salvará, tampoco de la legión militar de salvadores empeñados en desarraigar al llamado "primer mundo" de la presencia cruda de lo terrenal. Atender a lo que hay entre los hombres, más aún, entre la identidad civil de cada ser humano y su existencia. Si leemos la mítica Monadología de Leibniz entenderemos algo de esa interrelación profunda entre los seres, una zona ártica que Casa de fieras quiere rescatar para una vida humana menos cruenta. Se trata de un acto de piedad bastante insólito, dado que reivindica un alma insondable para cada humano, al margen de la cultura o condición social a la que se pertenezca. Pero esto no podría hacerse sin rescatar otra relación con nuestra animalidad latente. ¿Zoopolítica significa entonces una política por fin común, inserta en una noción no antropocéntrica de la naturaleza, libre por tanto de la conciencia que controla el tráfico de lo social?

Casa de fieras habla de lo inclasificable del encuentro entre seres que siempre se desconocen, a sí mismos y al otro. De una otredad de sí mismo, que hace imposible que cada uno de nosotros no se encuentre con posibilidades y personajes imprevistos. Perera habla también del animal -consciente e inconsciente a la vez- como ocasión para rehacernos, para descender al "uno a uno" de una existencia que carece de una esencia que la salve de su vértigo. Si el encanto, según Deleuze, es el temblor de alguien que mantiene una relación con la lejanía de sus bordes, lo no conocido de sí mismo, es normal que en cada retrato personal aparezca la sombra de una compañía incierta. Como si dijésemos: cada persona "se parece" a una bestia, cercana y lejana a la vez, que nos sigue y raramente se funde con nosotros. Esta posibilidad, no muy sensata y no obstante verosímil, tiene relación con la antigua certeza de una infancia que no sería una etapa más, dejada atrás como origen ingenuo de nuestra cronología, sino el estupor de una vacilación que vuelve en el umbral de cada momento crucial. El animal, si se quiere, es el umbral de una espiritualidad que está más en lo latente de las escenas que en lo manifiesto. El libro de Perera pone así en pie una especie de freudismo que afectaría a los seres, como si ellos, hombres o no, siempre ocultaran algo.

Animal, anormal, anomal que está en el movimiento secreto de cada presencia, regresando de unos bordes siempre imprecisos. La vida que se fuga de la identidad, el animal que se fuga del ser racional. Tal vez como la figura del niño en Así habló Zaratustra, Pablo Perera trabaja una figura que espera después de muchos peregrinajes, no antes. Desenfocado, "como si fuera un recién llegado de otro mundo", Perera escoge un campo temático, amplio y difícil de acotar, que permite frecuentar el punto de intersección entre la imagen, la filosofía, el cine, la literatura y la poesía. Los autores son visitados en Casa de fieras no con el orden distante de la filosofía académica, como depositarios de un saber del cual podemos apropiarnos, sino como personajes en los que la sombra va siempre por delante del cuerpo, estén acompañados o no por la imagen borrosa de un animal que se cuela en la fotografía, como en el famoso retrato de Kafka.   

Se trata de percibir la forma del mundo, también la sonrisa de lo humano, antes de que sea una imagen canónica. O mejor, con Barthes, atender a las imágenes según la vibración sinuosa del punctum, no por la guía óptica del studium. En suma, volver a encarar la vida en virtud de su relación infinita con la finitud, no por medio de una universalidad histórica que nos librase de ese resto sombrío. Felizmente, este nuevo atlas zoopolítico es "antihegeliano" de principio a fin, ajeno a esa superación con la que sueña la fiebre suprasensible de Occidente. Aunque, tal vez, cercano a otro Hegel escondido, a su vez emparentado con cierto frenesí báquico. Cercano por tanto a Heidegger y Derrida, a Deleuze y Agamben. También a Lorca y Coetzee. Perera se propone rehacer la imagen de lo humano en un trato con la masa bruta de vivir, una vida tan ocupada por su escarpadura mortal que no puede alcanzar una expresión libre de grietas. Una potencia sombría vuelve a emborronar siempre el último acto del hombre, como si una materia animal reapareciese tras su pose. No es casual que los ejemplos literarios y cinematográficos a los que Perera nos invita sean bastante anómalos. Coetzee y la vergüenza del testigo de la muerte mecánica. Pero también Rilke, Ted Hughes, Berger, Tarkovsky, Bill Viola, Bela Tarr o Chris Marker son convocados para horadar nuestras escenas con una contaminación inmunda.

¿Qué tienen en común el hombre y el animal? Para empezar, el miedo, la vulnerabilidad ante la muerte. Siempre parece que el animal, a pesar de las cien señales que nos envía la Antigüedad, careciera hoy de testigos de su "espiritualidad" y sólo tuviera testigos de cargo. Al animal, ciertamente, le falta la "conciencia", incluso esa conciencia "tarada con la maldición de estar preñada de materia" que Marx reserva para los hombres. Sin embargo, la animalidad, sugiere Pablo Perera, tiene en sus ojos que casi nunca nos miran la infinitud del sufrimiento, el dolor de un dulzura que es la antesala de ese momento en que los ojos se desorbitan en el pánico y la sangre del matadero. El animal tiene su ritual de duelo en la "tristeza bíblica" de su mirada. En el sentido de Baudelaire, ¿existe un spleen animal? La lasitud del ojo animal tras un combate no expresa, como pensaba Bataille, que el animal vive en el mundo como "el agua dentro del agua", sin saber de él y a sus espaldas. Por el contrario, como insisten estos laberínticos retratos de Casa de fieras, el animal sabe del mundo en su no ocuparse él, en su inconsciencia.

Este libro mantiene un continuo debate con la fascinación moderna por el modelo zoológico, tal y como se manifiesta en las Ciencias de la Vida y, tal vez, en esta última pasión consumista por unas mascotas selladas en su higiénica envoltura. Perera combate la voluntad de mantener apartado a la humanidad de la masa animal, singularizando al hombre frente a las bestias. Habría que ver incluso si la exitosa Teoría de la Evolución no tiene un fin perversamente antropomorfo: venimos de los reptiles, pero los hemos dejado atrás. Descendemos de los primates, a los que hemos dejado muy lejos en virtud de una insólita racionalidad conquistada. Nuestra práctica evolutiva es acaso otra vía, positivista y más inflexible que la mentalidad religiosa de antaño, para mantener alejado al hombre de la contaminación animal, de su mirada inquietante. También, por tanto, alejado de una hermandad antropomorfa que ha quedado rota en las cien distribuciones normativas con las que subdividimos a la especie: las culturas avanzadas y las atrasadas, el primer mundo y el tercero...

Casa de fieras constituye una sugerente aproximación a lo que pueda ser todavía el hombre tras la máscara de "animal racional" con la que se ha recubierto en la modernidad. Con lo extraños que nos hemos vuelto, deberíamos mirarnos ya en el espejo de lo desemejante. Es posible que una asimetría fundacional atraviese a los humanos. En las palabras de un clásico del siglo XX, el hombre no está loco cuando se cree Napoleón: Napoleón "está loco" si cree que es igual a sí mismo, que su identidad civil coincide con su existencia. Reapareciendo siempre por fuera, la vida sería para cada uno de nosotros un animal que todavía no tiene nombre, ni siquiera una especie reconocible. No es extraño así que el autor de este libro, que es a la vez monumental y fulminante, tome de la literatura y el cine tantos ejemplos como de la filosofía.

El escritor es responsable ante los animales que mueren, afirma Hofmannsthal. El escritor es un brujo porque vive el animal como la única población ante la cual es responsable. "Afirma Deleuze que no hay que borrar el límite que nos separa de los animales, sino que, alcanzándolo, estar en él de una manera ajustada, de tal forma que ‘uno (el hombre) ya no queda separado’. Movimiento donde, se puede decir, Deleuze cifra la relación animal con el animal, la relación animal con el hombre, y la posibilidad misma del pensamiento". El pensamiento es el efecto de "cohabitación simbiótica entre plantas, animales o bacterias". Sería entonces como una irrupción triunfal del lazo secreto entre piedras, plantas y animales, pero dentro de nosotros. De hecho, es imposible pensar sin alterarse a la vez en otra cosa, donde reaparece una sombra animal, el futurismo de un antepasado desconocido.

El libro de Pablo Perera puede producir una insana envidia. Lo de menos es la erudición portentosa que despliega, la escritura que fluye tanteando mil posibilidades nómadas y dejándose tentar por ellas. Lo importante son los lugares reales y anómalos que nos permite transitar de una humanidad y una naturaleza que creíamos conocidas. No es necesariamente delirante entender este mapa mudo de otra humanidad posible como una variante "monstruosa" de la filosofía de la Ilustración, aunque esa no sea la intención primera de su autor. No se emprende en Casa de fieras un discurso continuo, sino múltiples retratos puntuales donde el hombre y el animal caminan juntos hacia otro reino indeciso. Los cincuenta y tantos retratos permiten que el libro pueda resultar muy corto, pues se puede recomenzar en cada uno de sus círculos.

Casa de fieras es un ensayo en el mejor sentido de la palabra, pues tienta lo que nunca sabremos a ciencia cierta. Bien escrito, denso, sugerente. Experimental, pues en cada página se pone a prueba a sí mismo. Sin rechazar nada, sin empecinarse contra nadie, Perera está se ocupa en asediar una posibilidad común e insensata a la vez. De ahí que esta humana casa de fieras se cargue en cada página con una escritura nerviosa que conecta con motivos candentes de las últimas décadas, en el cine y la poesía, en el campo de la imagen, de la literatura o la filosofía. ¿Cuántos libros se habrán publicado en España este año con tal abigarrada presencia, retirada y a la vez dotada de parecida potencia de infiltración? Pocos, tal vez ninguno.   

Lorca, poeta en Nueva York, reaparece agotado por el ritmo de los inmensos letreros luminosos de Times Square y unas muertes animales masivas "que dejan los cielos hechos añicos". Geometría y angustia. Admirado por Hitler, es legendaria la atención de Henry Ford hacia la cadena serial de despiece en el matadero de Chicago. Los coches se componían en un tiempo récord, igual que los cuerpos de los animales se desmembraban en un tiempo tan corto que era inverosímil. Es obvia la similitud de nuestro trato industrial con los animales con la programación sistemático del exterminio de cientos de personas al día. Pero en nuestro nuevo orden ecológico la sangre apesta, por lo que el ciudadano es despiezado en la interactividad numérica. No mecánica, sino simbólicamente. En el mundo mecánico de Chaplin y en el orden digital nuestro el resultado es similar: la catatonia que nos convierte en animales dóciles, listos para una muerte sin gritos. En nuestra industria de la agonía la sangre debe saltar fuera de campo, sin manchar la transparencia de las pantallas planas. De ahí el declive de nuestros rituales en torno a la muerte. Es preferible la incineración al enterramiento clásico, donde el cadáver permanece entero y visible. La perfección fordista en la línea de montaje se corresponde con la perfección deconstructiva en nuestra línea actual de desmontaje, con la liquidación interactiva de cualquier autonomía orgánica. Todo lo que sea intensidad carnal, terrenal, ha de ser licuado en un campo de dispersión climatizada. El libro de Perera es incómodo, pues nos hace ver el trasfondo genocida de una cultura donde el animal es el símbolo de la alteridad que hemos rechazado en lo humano.

Madrid, 23 de diciembre de 2021



Leer