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[...] Volviendo al territorio en el que nos movemos los analistas fílmicos señalaré que el punto de vista dominante para nosotros es, siempre, el del espectador de la imagen. Nos interesa poco cómo se haya fabricado esta imagen (no decimos que este tema sea irrelevante, simplemente no es nuestro tema) sino los efectos que produce y cuales son los elementos estilísticos que están detrás de estos efectos. Para nosotros eso que se suele llamar “ilusión referencial” y que parece sufrir un punto de inflexión trascendental con la aparición en escena de la tecnología fotoquímica, es algo que para el espectador ha venido acaeciendo siempre, de una u otra manera: cuando no existía la fotografía nada nos impedía aceptar reproducciones pictóricas de tipos muy diversos como muy razonablemente realistas en tiempos y culturas distintas; más adelante hemos sido muy tolerantes con el uso de “transparencias” más o menos logradas que sin duda percibíamos como “falsas” en todo tipo de filmes, algo que estábamos dispuestos a admitir sin problemas no solo porque teníamos conciencia clara que ese era el “estado de la tecnología” en un momento dado sino, sobre todo, porque aceptábamos “firmar” un contrato de credibilidad con el discurso narrativo y visual que el filme nos proponía de manera implícita. ¿En qué consistía ese contrato? Nada menos que en solicitar la “suspensión de nuestra incredulidad” durante el tiempo que duraba la proyección. Esto no es nada distinto que lo que sucede cuando leo un texto literario, a no ser porque en lugar de palabras vemos figuras que replican, mejor o peor, las de nuestra percepción directa del mundo. En ambos casos estamos ante el resultado de una serie de estrategias discursivas (literarias, cinematográficas) destinadas a producir un clima inmersivo que busca sumergir al espectador para que crea, según toque, bien en la palabra escrita, bien en la imagen, con el fin de que las asuma como verdaderas y ciertas, al menos durante el periodo temporal en que dura la inmersión aludida. Conviene insistir en que esta modelización ha ido cambiando según las épocas entre otras cosas en función de las tecnologías disponibles que modifican, con su aparición, la noción de “realismo”. Lo importante, empero, reside en que, como dice Paolo Fabbri, la imagen no se confronta con las cosas sino con su poder de trompe-l’oeil y la alta definición icónica (esa que facilitan el cine y las tecnologías digitales posteriores) lo que parece reforzar es esa idea de Gombrich que creo es conveniente recordar: “el significado (…) no depende del parecido; la contemplación de unos cazadores en las ciénagas de lotos fácilmente hubiera conmovido los recuerdos y la imaginación de un egipcio, como puede sucedernos a nosotros leyendo una descripción verbal de la cacería; pero el arte occidental no hubiera perfeccionado los recursos del naturalismo de no haber creído que la incorporación a la imagen de todos los rasgos que en la vida real nos sirven para descubrir y contrastar el significado permitían al artista prescindir de un número cada vez mayor de convencionalismos. Esta es, según creo, la opinión tradicional y me parece correcta”.
Un ejemplo de este vaivén entre “tipos de realismo” se encuentra en las pinturas de paisajes marinos de Gerhard Richter, minuciosamente producidas con técnicas pictóricas manuales pero que, si son observadas a distancia suficiente, simulan ser fotografías. Este viaje de ida y vuelta entre diversos niveles de iconicidad me parece extremadamente revelador de que los avances tecnológicos no cancelan necesariamente las mecanismos anteriores usados para reproducir la realidad sino que vienen a enriquecerlos.
De la misma manera, es cierto que en la imagen digital podemos cambiarlo todo. Pero muchas veces sucede (y es seguro que sucederá aún más en el futuro) que estaremos dispuestos a aceptar esa imagen como una representación fehaciente de la realidad aparencial en la medida en que funcione como la “asíntota” de Bazin. O si se quiere expresar con otras palabras, el hecho de que una imagen esté generada por un ordenador, provenga de manipulación infográfica o tenga su origen en un registro indicial o huella fotográfica, no afecta ni a su semanticidad (los contenidos que vehicula), ni a su verosimilitud (nuestra capacidad de “creer” en ella). Insisto en lo de aparencial, porque ahí me parece que reside uno de los quids de la cuestión. De hecho, Bazin, que era todo menos ingenuo, expresó con claridad la necesidad de disipar “el malentendido entre el verdadero realismo que entraña la necesidad de expresar la significación concreta y esencial del mundo, y el pseudorrealismo que se satisface con la ilusión de las formas” [...]
Imagen portada: Santos Zunzunegui ante la tumba de Yasujiro Ozu
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