PREFACIO
Eric Pauwels: Viaje iconográfico
GUILLERMO G. PEYDRÓ
Siendo ésta la primera traducción de una novela de Eric Pauwels a otra lengua, quizá no esté de más acompañarla de algunas notas de presentación del autor y de su universo creativo. Antes de publicar su primera novela, en 2008, Eric Pauwels, cineasta y escritor belga nacido en Amberes en 1953, había realizado una veintena de películas de duración y estilo variables. Formado bajo la dirección del cineasta y etnólogo Jean Rouch, a quien dedicará su cortometraje Lettre à Jean Rouch (1992), sus primeros trabajos se acercarán a las danzas y ritos del Sudeste Asiático (por ejemplo, Rites et possession en Asie du Sud-Est, 1986), para después redirigir esa mirada fílmica, con la coreografía entre la cámara y los cuerpos en éxtasis, hacia la filmación de piezas de danza contemporánea belga (por ejemplo, Trois danses hongroises de Brahms, 1990). Tras ello, danza y etnografía se entrelazan a su vez con la fabricación de ficciones dialogadas con actores, resultando en híbridos exuberantes como Les Rives du fleuve (1991) o La fragilité des apparences (1995), para terminar desembocando en la oralidad como fuente de transmisión de relatos con su serie de film-ensayos, que van desde un primer experimento, Voyage iconographique: Le martyre de Saint Sébastien (1989) a Journal de Septembre (2019). Esta filmografía esbozada no es ajena, como descubrirá el lector, al libro que tiene entre las manos. La novela reverbera con ecos constantes hacia pasajes y temas de su cine, y así, quien quiera oír esa grabación tempestuosa que Anton le hace escuchar al protagonista en su casa de la Hussenstrasse, el frenético ensayo de Toscanini dirigiendo a su orquesta mientras tararea, grita y comenta, podrá hacerlo hacia la mitad de Les Rives du fleuve (1991); quien quiera ver la road movie sobre la iconografía del mártir San Sebastián en la que el protagonista del libro fue asistente “de un amigo cineasta”, podrá hacerlo viendo Voyage iconographique: Le martyre de Saint Sébastien (1989); y quien quiera ver lo más parecido a esa misteriosa película de Anton que contendría todas las películas que había soñado hacer, podrá hacerlo también viendo Les films rêvés (2010).
El libro está dedicado a su hijo menor, Léo (“para más adelante”), como su libro anterior lo estaba a su hijo mayor, Gaspard, y su película Lettre d’un cinéaste à sa fille (2002) a su hija Charlotte. Tres relatos iniciáticos escritos en tres lenguajes diferentes, tres invitaciones a sumergirse en los misterios de la vida, donde se convoca lo sublime y no se oculta lo trágico, lo doloroso, lo cruel. La película dedicada a su hija es una ofrenda, un regalo: la enseñanza de la libertad de elección del propio destino, una enseñanza transmitida de padre a hija después de haberla recibido éste de su propia madre, como explicará en esa bellísima elegía fílmica que es La deuxième nuit (2016). Enseñanza ésta que será, también, la clave última de la arquitectura del libro al que estas líneas sirven de prefacio, subrayada por esa puesta en abismo del relato completo que es el cuento filosófico escrito por Anton. Por su parte, los dos libros dedicados a sus dos hijos varones, las dos únicas novelas del autor, son a su vez perfectamente complementarios entre sí: el primero sobre el vértigo del niño ante el encuentro inicial con el mundo, el segundo sobre el vértigo del adulto ante el final de la vida. El primero, Le voyage de Gaspard (2008), es un emocionante relato iniciático con tonos, objetos, paisajes e historias en las que laten ecos de Borges, las Mil y Una Noches, Robert Louis Stevenson o Italo Calvino, acompañado capítulo a capítulo por deslumbrantes ilustraciones de la mujer de Pauwels, Eliza Smierzchalska. El segundo, este Quand j’étais petit les cosmonautes vivaient aussi longtemps que les chênes (2016), se acerca más a las formas ensayísticas de su cine hecho de relatos entrelazados con reflexiones personales, a menudo autobiográficas, pero insertando el conjunto en un nuevo espacio en el que adquiere una presencia central el diálogo y la descripción psicológica de personajes y paisajes.
El protagonista del libro es un doble del autor ligeramente desplazado, nacido en el mismo lugar pero once años antes, con recuerdos propios y ajenos, y Pauwels juega al desdoblamiento y la metaficción de raíz cervantina con algunos personajes reales, como Jean Rouch, con otros personajes imaginarios, y con todo tipo de alusiones y complicidades en grados variables para su círculo íntimo. Todo ello, a su vez, entrelazado con pasajes metaficcionales sobre el propio acto de escribir, de desdoblarse, de fabricar personajes, de fabricar ficciones. El libro es una invitación al viaje, al placer del diálogo, al perfeccionamiento de la mirada a través de la pintura. Sus relatos, imágenes y objetos son a su vez llaves que abren, página a página, nuevos relatos potenciales no menos novelescos que se despliegan y continúan fuera del libro, como el envenenamiento de la bella Agnès Sorel tras posar para un cuadro decisivo del siglo XV francés, o el descubrimiento en marzo de 2022 del Endurance de Shackleton tras un siglo hundido. Ninguna continuación tan insólita, seguramente, como la del cuadro central del capítulo de Verona: al poco de terminar la redacción del libro, tres hombres armados y enmascarados entraron en el Castelvecchio de Verona y se llevaron el inquietante cuadro de Caroto que tanto intriga al protagonista y a su amigo historiador del arte, Mirek, junto a otras dieciséis obras del museo; un año más tarde, el cuadro acabará siendo encontrado en un prado de la isla de Turunciuk, en el río Dnesdr, en los confines de Ucrania. El propio presidente del país en la época, Poroshenko, apareció en la televisión cuando la policía recuperó los lienzos, diciendo que al fin habían podido ser rescatadas esas obras de algunos de los mejores pintores del mundo, citando entre ellos expresamente a Caroto, lo que no deja de resultar altamente irónico a la vista del análisis que hacen del cuadro los personajes en la novela. Pauwels, antes que ellos, ya nos había descubierto en todo caso el enigmático cuadro en La fragilité des apparences (1995), y había previsto quizá todo este relato posterior de no ficción al escribir Le Voyage de Gaspard (2008), que tiene como punto de partida el robo de un cuadro en un museo.
Utilicen, pues, las llaves que va diseminando Eric Pauwels por sus páginas: vean o vuelvan a ver el deslumbrante cortometraje Paris qui dort, de René Clair, con su París vaciado que anunciaba el de un siglo después, en 2020; lean o vuelvan a leer Amo y criado, abrumador relato de Tolstoi; escuchen una y otra vez el tango To Ostatnia Niedziela, “música oscura y magnífica”, como hacen los dos viejos amigos después de esa conversación nocturna en un hotel de Verona. Vayan en fin, si pueden, a ver la luz atravesar esa Sacra Conversazione que Bellini pintó hace cinco siglos para la iglesia veneciana de San Zaccaria. El propio viaje, peregrinación literaria posible para hipotéticos lectores entusiastas, propone un itinerario que conecta dos miradas: la primera, al inicio, a unos peces en un relato filosófico chino, como interrogación del punto de vista de cada uno y su distancia con el otro; la segunda, al final, a un pequeño perro blanco pintado por Carpaccio para una recóndita capilla de madera junto a un canal, como ejemplo de identificación e interrogación de la distancia hacia uno mismo, esa distancia entre superficie y fondo que recorremos al replegarnos, como hace la ciudad de Venecia.
Si toda la cultura humana es una gigantesca máquina para desafiar a la muerte, como afirma el personaje de Louise, este libro es una gran máquina poética para pensarla, para acotarla y levantar el tabú, sustituyendo la angustiosa partida medieval de ajedrez por un hedonista viaje en tren que se detiene, siguiendo un ritmo preciso de dos días por lugar, a impregnarse de algunos de los lugares más bellos de Europa. Lugares que, aun así, consiguen difícilmente ocultar las cicatrices de violencias pasadas, se diría que periódicas, en las que la Humanidad en general y Europa en particular tocan fondo una y otra vez, y que solo el contrapunto del arquetipo de la madre con su recién nacido, nos dice Pauwels, puede intentar cauterizar. Ese arquetipo jungiano es concretado aquí en una serie de mujeres reales y pintadas, con sus recién nacidos reales y pintados, que tienen en el imperturbable cosmonauta pintado por Georges de La Tour su imagen icónica. El protagonista, doble aproximado del autor, reconoce en el último capítulo haber aprendido lo esencial de lo que sabe gracias a sus hijos: la paternidad y la maternidad reajustan la perspectiva, las prioridades, los objetivos. “Y una nueva era será posible”, dice de nuevo el personaje de Louise, “un tiempo en el que al fin el heroísmo de Aquiles, ese heroísmo en el que la cuestión es la de saber por qué morir, será reemplazada por el humor y la malicia de Ulises, por la pregunta muy humana de saber cómo vivir".
Mi agradecimiento a Jeanne de Petriconi por su valiosa ayuda en el descifrado de no pocas expresiones francesas resbaladizas, y a Shangrila por decidirse a publicar este libro magnético e inagotable.