Botonera

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21.6.22

II. "MIRADAS ASCÉTICAS. POÉTICAS DEL DISTANCIAMIENTO EN EL CINE MODERNO Y CONTEMPORÁNEO", de Marta Piñol Lloret (Valencia: Shangrila, 2022)



1. Introducción
(fragmento inicial)


La aventura
(Michelangelo Antonioni, 1960)




Dos excesos: excluir la razón; no admitir más que la razón.
Blaise Pascal, Pensamientos (1669)

Encontrar una palabra más fuerte para “amor”,
una palabra que fuera como “viento”, pero desde
el interior de la tierra, una palabra que no necesitara
montañas pero sí enormes cavernas en las que instalarse
y desde las cuales se precipitase sobre valles y llanuras,
como torrentes, mas no de agua, como fuego,
pero que no queme, que resplandezca por entero
como el cristal, pero que no corte, que sea diáfana
y toda ella forma, una palabra como las voces de los
animales, pero que estos se entendieran, una palabra
como los muertos, pero que todos estén de nuevo ahí.
Elias Canetti, El libro contra la muerte (1942-1988)



Robert Bresson, Michelangelo Antonioni, Abbas Kiarostami y Lisandro Alonso son los directores a los que les dedicaremos las páginas que conforman el presente libro. A partir de esta selección, fácilmente puede advertirse que esta obra se centra en la modernidad y sus derivas. No proponemos, sin embargo, un análisis aislado de cada uno de ellos o de sus filmografías, sino más bien una aproximación a una serie de elementos que tienen en común y que hemos intentado resumir en el título del libro: la mirada ascética y la poética del distanciamiento.

Tampoco se trata, sin embargo, de un juego de espejos, es decir, no intentamos ver qué proyectan unos y reflejan otros, pues no deseamos referirnos a influencias y modelos, sino que queremos aproximarnos a relaciones distantes, a puntos de contacto; tampoco a vasos comunicantes, sino a toda una serie de nexos en común que podemos establecer entre ellos y que tienen que ver con la idea de la mirada ascética o de las imágenes ascéticas. Y… ¿de qué manera esto se refleja o caracteriza en sus filmografías? Pues se expresa, se manifiesta, tanto en la puesta en escena como en los temas que tratan, es decir, se advierte en ambos lados de la tradicional separación entre forma y fondo, si es que existen como cosas diferenciadas o desvinculadas la una de la otra.

El empleo de la noción “miradas ascéticas” deriva de lo siguiente: creemos realmente que es aquello que tienen en común estos cuatro cineastas que corresponden a diferentes momentos y países, si bien, evidentemente, la obra de cada uno de ellos, en tanto que autores, tiene un universo y características propias. En ese sentido, en aras de justificar el porqué hemos escogido estos realizadores y no otros, podemos afirmar que elegimos a Robert Bresson y a Michelangelo Antonioni en tanto que representan dos maneras distintas de entender el cine moderno y ambas han tenido importantísimas derivas en el cine contemporáneo. Tal es así que, a nuestro entender, son dos cineastas muy influyentes para el cine posterior y, al mismo tiempo, muy distintos entre sí, pero representan dos modos, dos maneras de alcanzar la modernidad cinematográfica. La selección de Abbas Kiarostami y Lisandro Alonso responde a que estimamos preciso escoger a dos directores que no fuesen europeos, cuya obra pusiera de manifiesto algunas derivas de la modernidad cinematográfica en diferentes latitudes y momentos diversos de lo que convenimos en llamar cine contemporáneo. Y, entre ellos, comparten ciertos elementos y se diferencian en otros, pues en ningún caso creemos que todos ellos sigan una línea determinada, sino que tienen diferentes aspectos en común, diversas fugas, influencias o maneras de ser en el cine.

Por ello, para entender los planteamientos de este libro, es preciso comprender que la obra de estos cineastas se incardina en las características del cine de la modernidad y en derivas posteriores que ha ido tomando el cine contemporáneo y, por ello, uno de los puntos de partida o de apoyo han sido las teorías que desarrolla Gilles Deleuze en su obra L’image-temps y, más concretamente, su aseveración de que es representativo de la modernidad la ruptura entre el ser humano y el mundo. Así, el concepto de creencia, ese “creer en el mundo”, se torna en algo esencial, pues a su parecer es lo único que puede vincular al hombre a aquello que ve y comprende. De ese modo, lo que debe hacer el cine es filmar, ya no el mundo, sino la creencia en el mundo, pues ese es ya nuestro único vínculo, y ahí reside justamente el poder del cine moderno: “cristianos o ateos, en nuestra universal esquizofrenia necesitamos creer en este mundo”. (1) Así las cosas, el propio concepto de fe ha cambiado de manera sustancial, pues la fe moderna ya no se focaliza en un devenir mejor del mundo, sino en el mundo tal como es. O, como muy bien expresó Paola Marrati: “El verdadero problema moderno es, por tanto, hacer que el mundo vuelva a ser habitable y pensable”. (2) Por ello, resulta fundamental la oposición cinematográfica de lo real y de la opacidad, cobrando relevancia el enigma, pero también el azar, la verdad o lo trascendente, conectando además, en cierta medida, esa opacidad con la espiritualidad.

1. DELEUZE, Gilles, L’image-temps, París: Minuit, 1985, p.223.

2. MARRATI, Paola, Gilles Deleuze. Cinéma et philosophie, París: Presses Universitaires de France, “Philosophies”, 2003, p.116.

Por otra parte, también es esencial la consideración que plantea Deleuze sobre el tiempo –partiendo del neorrealismo y de las teorías de André Bazin–, al sostener que el cine neorrealista implica una nueva concepción del tiempo en tanto que este deja de ser elaborado o fingido para convertirse en algo real y el espectador lo percibe como cierto. Y es fundamental tener en cuenta que este autor define a los personajes del neorrealismo en función de la obra de Antonioni, afirmando que estos no dependen de una acción en concreto, pues ya no corresponden a imágenes-movimiento, sino que constituyen imágenes sonoras y ópticas puras. Ello implica que el espectador debe recurrir a sus sentidos para comprender el tiempo, en detrimento de la acción y de la causalidad que anteriormente definía al cine, pues ahora se invoca a un acto de contemplación. La historia se ha doblegado al evento y la acción a la mostración. (3)

3. DELEUZE, Gilles, op. cit., p.64.

De hecho, cuando Deleuze determina qué entiende por la imagen-tiempo, la opone a la imagen-movimiento, que es la que corresponde al cine clásico. Y, cuando empleamos el concepto de “moderno” aplicado al ámbito cinematográfico, debemos hacerlo sin sustraer del término su propio origen, es decir, tenemos que remontarnos a un contexto como es el del Romanticismo, por muy lejano que parezca, y comprender que esta noción nos circunscribe, de entrada, a una categoría historiográfica. Bien puede parecer que vamos a proponer una digresión excesiva, pero creemos que es necesaria para poder ubicar correctamente la obra de los cineastas que analizamos en tanto que pertenecientes a la modernidad cinematográfica o representantes de sus derivas contemporáneas. Y así es porque fue en este período cuando nació la conciencia de lo contemporáneo, es decir, la sensación de estar viviendo una cosa actual, de ser una persona de la época, contemporánea. Y ello supuso contraponerlo a todo lo que lo antecedía; a saber, entrañaba una exaltación de la imaginación, de lo sublime, del exceso, de lo interior, actuando contra la mesura, la estabilidad o la perfección. Dicho de otro modo, suponía idolatrar todo lo contrario a las máximas del arte clásico o neoclásico, ahora valorado como academicista. Además, debemos tener muy presente que en este contexto del siglo XIX se produjeron cambios muy relevantes en lo que concierne a la cultura visual e, incluso, se modificó la experiencia perceptiva. Y así es porque a lo largo de esta centuria tuvo lugar una radical modernización tecnológica que dotó de gran importancia la discontinuidad y la fragmentación. Los sistemas de producción, por ejemplo, empezaron a ser discontinuos, pues se trabajaba en cadena en vez de proseguir con la linealidad connatural al sistema artesanal, del mismo modo que la propia experiencia de la metrópolis era claramente fragmentaria. En una urbe desbordante, la multiplicidad y el fragmento se convirtieron en los claros protagonistas. Solo a la luz de estas ideas puede entenderse el estereotipo literario francés del flanêur, tan bien definido por Baudelaire en El pintor de la vida moderna (1863). (4) Pero es que, además, la propia ciudad vivió un proceso de espectacularización, pues comenzaron a proliferar galerías, escaparates o los célebres pasajes tan bien descritos como síntomas epocales por Walter Benjamin en su obra inacabada Passagen-Werk (1927-1940), en relación a la etapa fundacional de la modernidad en la que el mundo empieza a estar dominado por sus fantasmagorías (5), así como aparecieron múltiples espectáculos dedicados a la vista. En el fondo, a lo que nos estamos refiriendo es a una nueva manera de entender la realidad y a un nuevo desarrollo de la cultura visual. Ello conlleva estimar inválido un modo de ver único, universal, poniéndose en auge la individualidad artística y creativa; a saber, la mirada propia y subjetiva.

4. BAUDELAIRE, Charles, El pintor de la vida moderna, Murcia: Colegio oficial de aparejadores y arquitectos técnicos de la región de Murcia, 1994.

5. BENJAMIN, Walter, Libro de los pasajes, Madrid: Akal, 2005.

En este contexto, el artista contemporáneo no solo podía, sino que debía enfrentarse a la tradición para reivindicar su yo y su mirada propia, es decir, el desde dónde mira. Por consiguiente, y como es inevitable, también la realidad fue perdiendo progresivamente su significación o, dicho de otro modo, dejó de ser inteligible, de modo que se creó una falla, una ruptura, pues el ser humano perdía la fe en el mundo e incluso comenzaba a percibirlo como hostil desde su identidad.

Estamos ante una crisis del sujeto y de la mirada, pero deberíamos añadir otra crisis: la de los lenguajes, que provocó que el arte fuese progresivamente más autoreflexivo. Así, el arte moderno cada vez reflexionará más sobre sí mismo y convertirá en temas de indagación sus propias categorías. Estamos, pues, ante otro giro sustancial: la atención pasa de recaer en lo real, entendido siempre como la única diégesis posible, a la propia estética. O, como dice Ishaghpour, se trata del discurso contra la historia (6), algo que podemos aplicar tanto a la posmodernidad como a la propia modernidad.

6. ISHAGHPOUR, Youssef, Cinéma contemporain: De ce côté du miroir, París: La Différence, 1986, p.37.

Bien, entonces, ¿de qué modo se manifiestan las dos crisis, la del sujeto/mirada y la del lenguaje? [...]




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