Botonera

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18.11.22

XII. "PÁJAROS", Revista Shangrila nº 41, Pasión Rivière (coord.), Valencia: Shangrila, 2022




EL ÁGUILA ENFERMA
(Fragmento inicial)

Miguel Ángel Hernández Saavedra


Joseph Severn, John Keats (1821-1823)



My spirit is too weak –mortality
Weighs heavily on me like unwilling sleep,
And each imagined pinnacle and steep
Of godlike hardship tells me I must die
Like a sick eagle looking at the sky.


De entre las traducciones que conozco de “Al ver los mármoles de Elgin”, el famoso poema de John Keats, ninguna me seduce tanto como la que le escuche hace muchos años al filósofo Félix Duque en una conferencia impartida en El Escorial. Del tema no me acuerdo, pero quedaron grabados para siempre en mi memoria estos versos, que unifico adrede conformando un apotegma:

Y cada imaginado pináculo y tomento divino me dicen que he de morir, como un águila enferma que mira hacia los cielos.

Cotejando traducciones muy distintas entre sí, la más parecida –casi idéntica (probablemente es la que tenía Duque en mente, si bien yo la recuerdo como aparece arriba)– es esta de Alejandro Valero en Odas y sonetos (Hiperión, 1995). Los primeros versos dicen:

Mi ánimo está débil: la mortalidad carga
su peso sobre mí como un letargo impuesto,
y cada imaginado pináculo y abismo
de tormento divino dice que he de morir
como un águila enferma que mira hacia los cielos.

No encuentro fórmula más exacta que defina, en su indefinición esencial, lo que se conoce como “romanticismo”, término con el que los teóricos e historiadores de la literatura, los críticos y los profesores en general aluden –y eluden– al “águila enferma que mira hacia los cielos”. Tratándose de pájaros, podemos convenir que el águila es, en nuestro imaginario, el rey de los cielos, la reina de las nubes. De ahí la fuerza regia –el poder derrocado, que sin embargo no abdica– de los versos de Keats, al margen del contexto en que se desenvuelve el poema: la visión de los mármoles de Elgin, el esplendor griego transformado en sombra de su grandeza por mor “del ancho tiempo” que todo lo arruina y ahoga en un mar furioso, donde hasta los soles se apagan.

*

En su Diccionario de símbolos, Juan Eduardo Cirlot dedica una entrada considerable al “águila”. Copio únicamente las primeras líneas, antes de que el poeta sintetice en un ejercicio de erudición ejemplar las decantaciones culturales, según las distintas tradiciones antiguas, del glorioso animal:

Símbolo de la altura, del espíritu identificado con el sol, y del principio espiritual. La letra A del sistema jeroglífico egipcio se representa por la figura del águila, significando el calor vital, el origen, el día. El águila es ave cuya vida transcurre a pleno sol, por lo que se considera como esencialmente luminosa y participa de los elementos aire y fuego. Su opuesto es la lechuza, ave de las tinieblas y de la muerte. Como se identifica con el sol y la idea de la actividad masculina, fecundante de la naturaleza materna, el águila simboliza también el padre. El águila se caracteriza además por su vuelo intrépido, su rapidez y familiaridad con el trueno y el fuego. Posee, pues, el ritmo de la nobleza heroica. Desde el Extremo Oriente hasta el norte de Europa, el águila es el animal asociado a los dioses del poder y de la guerra. En los aires es el equivalente del león en la tierra, por lo cual lleva a veces el águila la cabeza de ese mamífero (excavaciones de Telo).

Reparemos en lo esencial de este imaginario, puesto en relación con el poema de Keats. ¿Qué simboliza el águila enferma? Sin duda, la conciencia abismada del poeta: el peso de la mortalidad. ¿Simboliza además algún aspecto menos romántico de lo que parece, la caída de un emblema cultural que las distintas tradiciones representan a su manera, conservando los rasgos fundamentales del símbolo: el sol, el aire y el fuego, lo masculino, el trueno, el poder y la guerra? ¿El padre?

De inmediato nos viene a la cabeza, o al subconsciente ahíto de elaboraciones secundarias, la interpretación freudiana de Santa Ana, con la Virgen y el Niño (Sant’Anna, la Madonna, il Bambino), el cuadro de Leonardo da Vinci en el que un buitre o un milano, según descubriera Oskar Pfister, supongamos que un águila, introduce su cola en la boca del Niño Jesús. De ese fondo gelatinoso de los recuerdos de la infancia (la gelatina psicoanalítica de la que habla Theodor Adorno), de acuerdo con las anotaciones del propio Leonardo, puede salir cualquier pastel. Si el pastelero es Segismundo, la escena colmará el teatro de los sueños. En otro sentido, más antropológico que psicológico, la caída del águila puede interpretarse, sin grandes esfuerzos ni talentos hermenéuticos, como la caída de la masculinidad, de la virilidad así entendida (“del poder y de la guerra”), del heteropatriarcado (“fecundante de la naturaleza materna”), como síntoma de la flacidez constitutiva del pene (que deja de ser falo), del fascismo (de la vida cotidiana) y hasta del crepúsculo de Occidente: “de la nobleza heroica” que vienen cantando sus nostálgicos enterradores desde el origen (alfabético) de los tiempos. 

El hecho de que Keats se conmueva ante las ruinas del esplendor griego gracias al pillaje británico, en su versión museística, no deja de ser un indicio de ese juego de transacciones y espolios en que consiste la historia [...]





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