5.
LOS COMULGANTES
(Nattvardsgästerna, Ingmar Bergman, 1963)
[Fragmento inicial]
Elijo empezar este texto un día primaveral de 1961. Recibí mi bautismo de cine culto cuando apenas tenía catorce años y llevaba todavía pantalón corto. Corría el año citado y se estrenaba en el cine Ayala de Bilbao el más reciente descubrimiento de lo que entonces ni siquiera podía sospechar que se denominara “cine de autor”. La Semana de Cine Religioso y de Valores Humanos de Valladolid (conocida en sus inicios como Semana de Cine Religioso desde su creación en 1956 y con esa denominación ampliada desde 1960) había exhibido y premiado con el Lábaro de oro en ese mismo año nada menos que El séptimo sello (Det sjunde inseglet, 1957) de un Ingmar Bergman que repetiría galardón al año siguiente con El manantial de la doncella (Jungfrukällan, 1960). Desde ese momento el filme del cineasta sueco se convirtió de inmediato en la última moda del género denominado “cine religioso” en nuestro país.
Visto el impacto que el aerolito causó entre los espectadores vallisoletanos, el sacerdote jesuita Padre Carlos María Staehlin Saavedra (1), que combinaba su interés como estudioso del séptimo arte con una arraigada vocación censora (entre la gente de mi generación se le llegó a conocer como “Padre Stalin”), puso a punto una versión española que retocaba los diálogos originales de la película con la finalidad de llevar el agua más bien turbia de Bergman al molino de las buenas intenciones. (2) En resumen, la película se abrió camino en las salas comerciales amparada en el salvoconducto de un festival dedicado al cine religioso aunque el público ignorase que estaba ante una versión manipulada (lo que volvería a suceder, corregido y ampliado, con el caso aún más escandaloso de El manantial de la doncella).
1. Carlos María Staehlin Saavedra (1909-2011), sacerdote jesuita fue uno de los fundadores (1962) de la Cátedra de Historia y Estética de la cinematografía de la Universidad de Valladolid de la que fue responsable de coordinación docente desde 1968 hasta 1981. En 1964 fue nombrado para ocupar la Cátedra de Deontología de la Escuela Oficial de Cinematografía (EOC). Combinó sus actividades docentes con su presencia en la Junta de Censura y una notable labor editorial en el campo de la literatura cinematográfica. Entre sus obras se cuentan Teoría del cine (Razón y fe, 1966), El arte del cine. Tratado primero: Cosmología fílmica (Heraldo, 1976), Historia genética del cine. De Altamira al Wintergarten (Universidad de Valladolid, 1981), Teoría fundamental del cine. Iconología fílmica (Universidad de Valladolid, 1989). También es autor de dos pequeños volúmenes dedicados a Ingmar Bergman: Ingmar Bergman y El séptimo sello (en colaboración con Pascual Cebollada; Centro Español de Estudios Cinematográficos, 1960) e Ingmar Bergman (Universidad de Valladolid, 1968).
2. El propio Staehlin dio cuenta de sus posiciones sobre el tema en “Notas sobre los diálogos de El séptimo sello”, Film Ideal, nº 89, 1962.
Un año después de su irrupción en el selecto marco de Valladolid, un sábado (3) de la primavera de 1961 El séptimo sello se estrenaba en Bilbao y como en la prensa local la película aparecía todavía sin calificar por los censores no sé muy bien porqué razones (igual estaban todavía pensando de qué iba realmente este objeto tan singular) mi padre, muy consciente del interés que el cine ya tenía entonces para mí, me sugirió que nos acercáramos al local de exhibición a ver si podíamos pasar dado que el filme se publicitaba en los anuncios de prensa como auténtico “cine religioso”. Contra todo pronóstico, y dado que el público era muy escaso, tras un breve intercambio verbal con el portero del cine que, curándose en salud, recordó a mi padre que él era el único responsable de lo que de allí pudiera resultar, se nos permitió asistir a la que era la primera proyección de la película en nuestra ciudad. Lo que resultó de ella fue la inoculación de un virus (Bergman-57) que, como podrá comprobarse a continuación, lleva sesenta años haciendo sus efectos a través de sus diversas mutaciones.
3. Hay que explicar que en aquellos días el sábado era el día de los estrenos cinematográficos.
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Lo que yo no podía sospechar entonces era que para aquellas fechas Bergman estaba inmerso en la preparación de un filme conocido en la productora con el título provisional de L. 163 que tardaría casi una década en llegar a nuestras pantallas con el título de Los comulgantes. Un filme separado de El séptimo sello por otras seis películas (algunas tan relevantes en la carrera de su autor como Fresas salvajes [Smultronstället, 1957], En el umbral de la vida [Nära livet, 1958] o Como en un espejo [Såsom i en spegel, 1961]). Recordemos, además, que para cuando El séptimo sello se hizo visible entre nosotros su autor tenía tras de sí una dilatada carrera como director inaugurada en 1946, formada nada menos que por dieciséis largometrajes, ninguno de los cuales era conocido entre nosotros salvo por referencias de su resonancia internacional. Porque para entonces Bergman hacía años que se había labrado un nombre importante entre los cineastas europeos más prestigiosos. Baste indicar que en los años inmediatamente anteriores sus obras habían sido galardonadas en los festivales de Cannes (El séptimo sello se hizo acreedor del Premio Especial del Jurado en 1957 y En el umbral de la vida recibió el premio a la mejor dirección en 1958) y Berlín (Fresas salvajes se hizo con el Oso de Oro en el mismo año). Además, en dos años consecutivos, 1960 y 1961, coincidiendo con su exordio español, ganó dos “Oscar” consecutivos en la categoría de mejor filme en lengua extranjera con El manantial de la doncella y Como en un espejo, respectivamente.
Como sucedía por aquellos días con tantos y tantos autores en países dónde la censura venía interfiriendo de forma significativa en las relaciones entre el público y los cineastas, el flujo de recepción de las obras de Bergman entre nosotros se vio sometido, en su primer contacto con España, a contingencias extracinematográficas. Hecho que se combinaba con los huecos intempestivos derivados de las dudas que determinadas obras ambiciosas en términos creativos solían causar entre los timoratos y dubitativos exhibidores españoles. En cualquier caso, a partir de ese momento los cines españoles conocieron en un tiempo relativamente breve una avalancha de estrenos bergmanianos que cubrió, siquiera parcialmente, las desidias de la distribución anterior. Al estreno de las dos películas aclamadas en Valladolid, les siguieron casi de inmediato, El rostro (Ansiktet, 1958) y Como en un espejo en 1962; Noche de circo (Glycklarnas afton, 1953), Una lección de amor (En lektion i kärlek, 1954), Fresas salvajes en 1963; En el umbral de la vida en 1965; Un verano con Monika (Sommaren med Monika, 1953) en 1967. (4) Por fin, y este es el caso que más nos interesa, Los comulgantes (Nattvardsgästerna, 1963) alcanzará los cines nacionales en los meses de febrero (Barcelona) y marzo (Madrid) de 1968. Eso sí, en el nuevo y especial marco que le ofrecían las recientemente creadas salas de Arte y Ensayo destinadas a proyectar, en versión original subtitulada, un cine dirigido a un reducido grupo de espectadores exigentes y cultos. No es fácil hacerse cargo para un espectador de nuestros días de lo que supuso la aparición en las pantallas españolas de una dosis tan notable de obras de una complejidad muy superior a la media de los adocenados productos, casi siempre de origen norteamericano, que se exhibían por aquel entonces en nuestras salas siempre ayunas del cine más pregnante del momento.
4. La recuperación de la mayor parte del cine de Bergman anterior a 1957 se llevará a cabo primero en ediciones videográficas y, después, de DVD, ya en años posteriores.
Porque este es otro asunto de interés a tomar en cuenta, para ese momento la figura de Bergman estaba firmemente asentada como ejemplo de “cine de calidad”. Se trataba de un cineasta que representaba la ambición creativa, sus obras eran consideradas obras de arte indudables y sus relatos daban pie a las más variadas discusiones en torno a los problemas existenciales y/o religiosos que exponían. Aunque pueda parecer un tanto ridículo el cine de Bergman solía ampararse bajo el apelativo de “fuerte pero bueno” destinado a justificar los supuestos excesos que sus imágenes podían presentar. De ahí deriva, como recordaran los que vivieron aquellos años, que sus filmes se exhibieran una y otra vez en sesiones de cineclub donde servían de pretexto para discusiones de lo más variopintas. Más difícil era dilucidar, al margen de ambiguas alusiones al cine religioso, de los tormentos existenciales que parecían acuciar a sus protagonistas o sus supuestos orígenes expresionistas, cuáles eran, realmente, las cualidades estéticas que lo adornaban. Pero puede decirse que para finales de la década de los sesenta la relación de Bergman con el público español había alcanzado una velocidad de crucero que se mantendría constante hasta sus obras finales realizadas incluso tras su “retiro” formal del cine, ya en los albores del nuevo siglo. El valor de cambio del cineasta estuvo siempre firmemente asentado. Su valor de uso conocería algunas reconsideraciones temporales y algún que otro, breve eso sí, periodo de ostracismo.
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Llegados a este punto conviene dejar de manifiesto que no es sencillo ubicar el cine de Bergman. Hasta el punto de que uno está tentado de reclamar para el mismo una radical originalidad. No solo por tratarse de un cineasta culto (que no “de culto”, aunque también) en un mundo en el que los saberes de los fabricantes de filmes durante largos años apenas superaron los meros rudimentos de un oficio que estuvo asimilado inicialmente al de los artistas circenses. Bergman, en cualquier caso, forma parte de esos autores que han compaginado a lo largo de su vida creativa la práctica de varias artes y siempre con fortuna. No solo alcanzó un extraordinario reconocimiento y popularidad como cineasta sino, antes que nada (y así lo vivió el mismo), fue considerado un destacado hombre de teatro que no solo alcanzó la dirección de los teatros más importantes de Suecia sino que en su haber se cuentan innumerables puestas en escena de obras dramáticas y óperas que subieron a los escenarios más prestigiosos del mundo. (5)
5. Bergman a Vilgot Sjöman: “Mis filmes no son sino un destilado de lo que hago en el teatro. Mi trabajo en el teatro representa el sesenta por ciento de mi actividad. Es un error no establecer una relación entre El séptimo sello y mi puesta en escena de Fausto, entre El rostro y mi puesta en escena de Seis personajes en busca de autor”, en “Journal des Communiants”, Cahiers du cinéma, nº 166/7, p.54. Ver Bibliografía.
Pero me parece necesario insistir en que sobre todo fue un notabilísimo, aunque tardío, escritor. Aunque su desempeño de esta faceta al margen de la escritura de sus propios guiones llegara cuando su trayectoria artística en el cine y en el teatro estaba ya más que consolidada, la calidad de sus textos literarios puede parangonarse sin la menor duda con la de sus mejores obras cinematográficas. Tanto si se trata de los dos volúmenes de memorias con los que se inició en este campo, Linterna mágica (1987) e Imágenes (1990), como si hacemos referencia a esas narraciones que esmaltan sus años postreros (a veces pensadas como proyectos de filmes que otros cineastas concretaron) y que permitieron al artista dar una nueva vuelta de tuerca a su “novela familiar” (como veremos una de sus grandes “reservas” de material creativo): Las mejores intenciones (Den goda viljan, Bille August, 1991), Niños del domingo (Söndagsbarn, Daniel Bergman, 1993) y Conversaciones íntimas (Enskilda samtal, Liv Ullmann, 1996), sin cuyo conocimiento cualquier imagen que nos hagamos del hombre y del artista será necesariamente incompleta.
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En 1961 Bergman se encuentra en plena posesión de sus poderes como cineasta. Considerado un cineasta clásico, entendiendo bajo esta denominación la de alguien cuya tarea fundamental consistía en contar historias. Claro que en el caso de Bergman estas eran más complejas y oscuras que las que habitualmente amueblaban nuestras pantallas pero no se diferenciaban demasiado, a la postre, en su articulación y estructura de las maneras convencionales de contar aquellas a las que estábamos, más o menos acostumbrados. También era evidente que la psicología de sus personajes era mucho más densa y problemática que la de los habituales héroes cinematográficos. De la misma forma los temas tratados iban mucho más allá que los meros asuntos de la vida cotidiana de la llamada “gente normal” para adentrarse a menudo en la auténtica escatología. De ahí provenía tanto la admiración, a veces boquiabierta que producía su cine, como el rechazo frontal que levantaba su trabajo en aquellos que no veían en el mismo otra cosa que un ejercicio de pura mixtificación intelectual. Siempre he pensado que Bergman ajustó cuentas con esta manera de entender su arte en esa obra impar llamada El rostro en la que un misterioso ilusionista que se finge mudo llamado Albert Emanuel Vogler (interpretado por Max von Sidow) es convocado por las fuerzas vivas de una pequeña población cercana a Estocolmo a demostrar ante ellos sus poderes hipnóticos y terapéuticos. Tras ridiculizar al Doctor Vergérus (Gunnar Björstrand) su principal detractor, haciéndole llevar a cabo una autopsia equivocada, Vogler y su troupe reanudarán su camino hacia la capital donde han sido requeridos por el Rey para exhibir sus habilidades ante la Corte. (6)
6. “Todavía hoy digo, con pueril emoción, que soy realmente un mago, puesto que el cinematógrafo se basa en el engaño del ojo humano. Si veo un filme de una hora, durante veinte minutos estoy sentado en la oscuridad más completa: la barra negra entre cada fotograma. Cuando muestro una película soy culpable de superchería” (Bergman, citado en OUBIÑA, David, “La breve luz”, en Filmología. Ensayos con el cine, Buenos Aires: Manantial, 2000, pp.201-206.
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