Botonera

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1.3.23

III. "AL HILO DEL ORIGEN. CRÍTICAS, RESEÑAS, PRÓLOGOS... Y OTROS TEXTOS", Manuel Vidal Estévez, Valencia: Shangrila, 2023



FRANCISCO LLINÁS: IN MEMORIAM

Francisco Llinás



Supe de su muerte por el periódico. De golpe acudieron a mi memoria multitud de momentos pasados. 

 No queda ya nada, nada, de aquel tiempo. Francisco Llinás, Paco, y yo hablamos mucho entonces. Hablamos sobre todo de cine, muy especialmente de cine español, pero también de literatura, y, cómo no, de política. Soñábamos. No sin cierto pudor, por supuesto. Pero nos dejábamos ir tras las palabras. Era, al fin y al cabo, el único modo de mostrarnos nuestra alianza contra lo que detestábamos, y también de ponernos en continuidad con los que considerábamos nuestros referentes preferidos. Recuerdo, por ejemplo, nuestras charlas sobre los cineastas franceses de la Nouvelle Vague, a quienes veíamos como nuestros hermanos mayores. Ellos habían empezado primero hablando mucho de las películas que veían para escribir luego sobre ellas y por último asumir con libertad y alegría la realización de las suyas. Constatábamos una evidencia: aquí nos faltaba la libertad. Lo que nos impedía, claro, la alegría. Sabíamos que sin una y otra era mucho más difícil actuar, hacer lo que deseábamos hacer. Pero queríamos intentarlo. Pese a todo. Ellos, los franceses, además, habían señalado algunos de los cineastas americanos que a nosotros nos ocupaban de vez en cuando, al albur del estreno, por lo general a destiempo y en ocasiones deformadas por la censura, de alguna de sus películas. Maldecíamos nuestra circunstancia. Pero, pese a todo, queríamos salvarla. Soñábamos, ya digo.

Francisco Llinás, Paco, había nacido en Palma de Mallorca en 1945. Pero cuando nos conocimos, creo que fue en 1969, hacía ya tiempo que vivía en Madrid. Su debut como cineasta fue en 1970, con un desgarrado y sin embargo jocoso cortometraje, que no era sino un grito contra el franquismo: Abrir las puertas del mar, título suficientemente indicativo. Ese mismo año intervino como actor en El desastre de Annual, primer largometraje de Ricardo Franco, una de las películas inaugurales de un cine independiente español de perra gorda y abierta socarronería. 

Con anterioridad había ejercido la crítica cinematográfica. Tras su iniciación en el Diario de Mallorca, sus colaboraciones en Nuestro cine comenzaron, si no me equivoco, en 1968. En esta, sus escritos prolongaban, por supuesto, las coordenadas más valiosas de la publicación. Pero al mismo tiempo cuestionaba sin ambages aquellas meteduras de pata en las que la susodicha revista había incurrido. Por ejemplo, distaba mucho de considerar fascistas a cineastas como John Ford o Samuel Fuller. Comprendía que la circunstancia cegase, pero no hasta ese punto. 

Precisamente, a partir de estos cineastas, nosotros evocábamos no solo a otros directores que nos interesaban, sino también los clamorosos debates que se habían producido años atrás en Francia. No hacía mucho que habíamos podido ver en el cine Callao una mítica película, Ciudadano Kane, estrenada en nuestro país veintitantos años más tarde de lo debido. Y nos recreábamos en recordar lo que André Bazin había dicho contra Jean-Paul Sartre. Anhelábamos viajar a París para encontrar los textos originales de la polémica de la que aquí apenas si teníamos ecos. Lo mismo nos sucedía con el caso de Samuel Fuller. Aprendices de casi todo nos burlábamos de Georges Sadoul, su recalcitrante estalinismo y su aún mayor sectarismo crítico. Lo mismo nos sucedía al calibrar los ecos que nos llegaban de un artículo titulado A bas Ford ¡vive Wyler!, publicado en L´Écran français, una revista de la que apenas habíamos oído hablar pero que sabíamos controlada férreamente por el PC francés. Pese a ignorar casi todo a este respecto, intuíamos que lo que allí estaba en juego era la tensión entre la forma y el fondo, como se decía entonces. Nosotros apreciábamos la forma, claro, pero en nuestras circunstancias concretas nos parecía que el fondo era también importante, además de necesario. Menos mal que en 1966 se había publicado en nuestro país el libro ¿Qué es el cine?, de André Bazin. Podíamos, por lo tanto, no solo comprender sino también compartir lo que Bazin decía de William Wyler. Pero de ahí a descalificar a Ford o a Fuller, había un trecho absolutamente insalvable. Recuerdo asimismo una entrevista con Roberto Rossellini en la que Francisco Llinás, Paco, junto con Miguel Marías y, si la memoria no me traiciona, Antonio Drove y Jos Oliver, hablaban no solo de las películas del maestro italiano sino también de la Nouvelle Vague, de Pier Paolo Pasolini y del marxismo. Le interesaba, y mucho, lo que se ha dado en llamar “modernidad cinematográfica”.

Francisco Llinás, Paco, no pudo desplegar su actividad como cineasta en otros logros. Sin duda por carecer de la voluntad por imponerse, algo bastante común, a saber por qué, entre los miembros de nuestra generación. No se negó nunca, sin embargo, a colaborar como actor cuantas veces se lo propusieron. En 1973 intervino en El espanto que surge de la tumba, de Carlos Aured. Y poco tiempo después, Luciano Berriatúa nos reunió en la más recóndita de las películas filmadas en 16 mm., por aquel entonces: El ojo de la noche; una historia medieval que Luciano rodó con insólita energía, en la que participamos buena parte de los cinéfilos madrileños del momento, y cuyas imágenes, curiosamente, ninguno hemos conseguido ver proyectadas sobre una pantalla. Recuerdo a Francisco Llinás, Paco, vestido con el hábito de monje, haciendo de portero de un convento al que yo, felón de la historia, llegaba en compañía de un ricachón, aquejado de una úlcera de estómago, y su bella esposa, a la que, claro, quería beneficiarme, por lo que aplazaba continuamente el encuentro con el médico que afanosamente requería el enfermo. Tiempo después, Francisco Llinás, Paco, intervendría en otros títulos, tales como Tú estás loco Briones (1980), de Javier Maqua, y Nacional III (1982), de Luis García Berlanga. 

 Pero lo que realmente le interesaba a Francisco Llinás, Paco, y en lo que puso todo su empeño, fue en la escritura sobre cine. Al fin y al cabo, sabía, sabíamos, que Godard había dicho que escribir sobre cine era también una forma de hacerlo. Y después de todo, no era una mala manera de salvar nuestra menesterosa circunstancia. 

Entre 1973 y 1976 Francisco Llinás, Paco, formó parte del colectivo Marta Hernández. Con cuya firma publicó textos en muy diferentes publicaciones: Cambio 16, Destino, Doblón, Posible, Ciudadano, y alguna más. Eran, por lo general, semanarios surgidos al calor de las euforias democráticas y que acogían, a veces no sin reticencias y salvaguardas, unas intervenciones que, cuando menos, interpelaban de hoz y coz al trapacero funcionamiento del cine español. Nadie medianamente informado de los avatares de la crítica cinematográfica en nuestro país ignorará los que supuso la irrupción de Marta Hernández en el yermo y pusilánime panorama teorético-político de la época. Ni tampoco ignorará las conclusiones que se pueden obtener de su pronta desaparición. Francisco Llinás, Paco, participó tanto de sus propósitos como de sus coordenadas políticas; también de sus tensiones y miserias. A mi regreso de París, en donde vivía yo desde 1972, supe de todo ello en mis conversaciones con Paco y otros miembros fundadores del colectivo. La memoria tiene ciertas resistencias a evocar un pasado que se quiso a sí mismo embrión de futuro y solo produjo, ahora se hace palmario, melancolía. Me parece que por aquellas fechas empezamos a sospechar que el futuro no iba a ser ni mucho menos lo que pocos años atrás soñábamos.

En 1978 colaboró en tres de los cuatro números que se publicaron de una nueva revista, impulsada por Doménec Font: La mirada. Fue un primer intento para aglutinar a los miembros de una generación que, interesados por el cine, compartían idénticas inquietudes políticas, pero que carecían de un espacio abierto a sus búsquedas. Pese a su corta existencia, sus colaboraciones en La mirada permiten asegurar que a Francisco Llinás, Paco, le gustaba diferenciar entre hecho cinematográfico y hecho fílmico. Para él, la crítica cinematográfica no se reducía solo a la mera reseña o análisis de películas concretas, sino que abarcaba también al comentario sobre hechos cinematográficos más generales, lo que por aquel entonces se denominaba “aparato cinematográfico”. Asimismo creía que la crítica cinematográfica se enriquecía con la utilización de modelos teóricos originados en otras disciplinas. A su juicio, la lingüística, la sociología, la semiología, el psicoanálisis o a la economía política, propiciaban herramientas que permitían ahondar en el fenómeno cinematográfico. Pero creía, no obstante, que el hecho fílmico tenía en sí mismo suficiente consistencia estética como para que su estudio se desplegara mayormente a partir de sus propias características. El suelo sobre el que se alzaban sus cogitaciones lo componían André Bazin, Bela Balazs, Jean Mitry o Noël Burch. No tanto, ni muchísimo menos, Christiam Metz. Así lo confesó él mismo en sus respuestas a la encuesta a los críticos que se publicó en la Revista de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid, en 1985. En La mirada, escribió acerca de la alternativa cinematográfica del PSOE, o sobre la necesaria Ley de cine, con la misma intensidad que sobre Made In Usa (1966), de Jean-Luc Godard.

Por esas fechas, más o menos, coincidimos en un micro grupúsculo en el que elaboramos un boletín llamado Asamblea. Con él intentamos intervenir específicamente en el sector del cine, pero sin olvidar hacerlo también sobre aquellos acontecimientos decisivos de la vida política de nuestro país. Editábamos el boletín con una vietnamita que guardaba en mi casa y atornillábamos en uno de los bordes de la mesa de mi habitación. Muy a menudo nos encontrábamos Francisco Llinás, Paco, y yo, junto con otros compañeros, allí, en la calle López de Hoyos donde yo vivía por entonces, para, sencillamente, charlar y comentar lo que nos apetecía. ¡¿Qué habrá sido de los ejemplares de Asamblea que yo guardé?¡ ¿En qué recóndito rincón de mi biblioteca estarán? ¿En qué polvorienta carpeta? No fueron más de cuatro números los que conseguimos editar, pero en ellos estarán algunas de las huellas que imprimimos al calor político de la famosa transición a la democracia, por decirlo con la fórmula acuñada. 

Francisco Llinás, Paco, no se arredraba nunca. Así que, perseveraba siempre con una tenacidad admirable en salvar la circunstancia. Con el escaso dinero que había recibido de una modesta herencia, decidió fundar una revista de cine. Especializada, claro, para más señas. Su nombre: Contracampo. Una revista que sin duda representa la experiencia más importante y decisiva que Francisco Llinás, Paco, acometió en su vida. Y con él todos los que colaboramos en ella. En Contracampo pudimos satisfacer algunas de aquellas fantasías que conjeturábamos tiempo atrás. Como es sabido, muchos de sus textos llevan la firma de Ignasi Bosch. Juntos, Ignasi Bosch, Paco, y yo, entrevistamos a Jean-Luc Godard, de quien tanto habíamos hablado con anterioridad, sin apenas haber podido ahondar en todas sus películas. Aquí, pese al tiempo ya transcurrido, la memoria se encabrita todavía contra quienes hicieron todo lo posible por negarla, asfixiarla y hacerla desaparecer. Porque en Contracampo se trataba de reivindicar algunas de las cosas que permanecían olvidadas por un discurso sobre el cine anclado todavía en el más recalcitrante impresionismo cuando no pura y simplemente en la más estéril inanidad. Quiero referirme por lo menos a dos de esas cosas o coordenadas. La primera, una reivindicación de algunas zonas del cine español que permanecían ensombrecidas por los tópicos dominantes, entre los que se contaba un, permítaseme el vocablo, “sadoulismo” de tres al cuarto, cuando no por una indiferencia aterradora. Y la segunda, desplegar, mal que bien, entre nosotros, como buenamente pudiéramos, los desarrollos teóricos que se habían alcanzado fuera de nuestras fronteras y que aquí pareciera que solo olían a azufre y era mejor ignorarlos. Recuerdo muy bien como Francisco Llinás, Paco, hacía uso de su socarronería contra quien había accedido al poder del cine en 1982 y le negaba cualquier ayuda sin ni siquiera atender a sus reiteradas llamadas telefónicas. Tales son los hechos, los hechos históricos. Hechos que no encontrará usted en un libro de Historia, pero historia indudable pese a todo. Por mucho que hiciéramos quienes arrimábamos el hombro para proseguir con el proyecto, no podíamos hacer más de lo que hacíamos. Las letras de cambio circulaban. Las energías flaqueaban. Las contradicciones se agudizaban. Las tensiones afloraban. Lo siniestro estallaba. Y Francisco Llinás, Paco, no tuvo más remedio que apagar las luces y echar el cierre. La ruina ya no daba más de sí. La experiencia lo desencantó. El futuro se oscurecía. De hecho, ya había dejado de existir. Corría el año 1987. Aunque, a decir verdad, ya desde 1984 era una revista distinta a la que había sido a partir de 1979. Los personalismos contribuyeron lo suyo a darle la puntilla. Antes de cambiar de tercio, Francisco Llinás, Paco, publicó una breve pero imprescindible antología: Cortometraje independiente español (1969-1975); probablemente el libro que mejor testimonia las búsquedas e inquietudes de toda una generación de cineastas que hicieron del corto de ficción una curiosa novedad.  

En 1995, con motivo de las celebraciones que se acometieron en nuestro país acerca del Centenario del cine, Francisco Llinás, Paco, y yo, escribimos un guion para hacer un documental. Su título: Travesía. Una historia del cine español. Lo escribimos con no poca euforia. Pensábamos realizarlo al alimón. Siempre y cuando, claro, obtuviéramos el apoyo financiero del Ministerio de Cultura. No disponíamos de recursos para llevarlo a cabo por nuestra cuenta. Y, además, el Ministerio había instrumentado diferentes ayudas con motivo del internacional acontecimiento. Como de costumbre nos sobró optimismo. Y también lucidez. Intuíamos lo que bien podría suceder: que si nos habían negado el pan, también nos negarían la sal. En efecto, así fue. Nos negaron la subvención. He sacado el guion de la carpeta en la que lo conservo. Lo tengo ante mí. Lo miro. Lo hojeo. Me digo que casi mejor no haberlo realizado. Hacerlo nos habría impedido ver muchas películas que nos gustaban de verdad para volver a ver otras tantas que si bien respetábamos mucho no nos gustaban tanto. Ahora la memoria no produce melancolía, ni nada que se le parezca. Todo lo contrario. Se recrea en la grandeza mítica de la exclusión, o del fracaso si se prefiere. Sabíamos de sobra lo que Pierrot clamaba: “Nous sommes fait de rêves et les rêves son fait de nous”. Nos lo habíamos recordado infinidad de veces.

 Aún tuvimos otra ocasión de colaborar. En 1996, Francisco Llinás, Paco, recibió del director del Festival de Cine de San Sebastián el encargo de elaborar un libro sobre Eloy de la Iglesia, a quien el susodicho director del festival quería rendirle un homenaje. Independientemente de otras posibles colaboraciones, el cuerpo central del libro habría de consistir en una amplia entrevista elaborada entre dos personas. Así me lo contó por teléfono Francisco Llinás, Paco. Como también me contó que había pronunciado mi nombre para, junto con él, llevar a cabo la entrevista, y que el susodicho director del festival le había contestado ipso facto que ni hablar, que yo, ni hablar. “¿Qué le había hecho yo al susodicho director del festival? –me preguntó”. “¿¡Yo¡? –respondí– ¡¿Qué qué le he hecho yo al tal susodicho director?¡ ¿Tú que crees, querido Paco? ¿Crees que hace falta hacerle algo a ese alguien para que te vete? Sabes de sobra que yo no he hecho nada a nadie, y menos al tal individuo, con quien apenas he cruzado cuatro palabras desde finales de los sesenta, cuando él, como sabes, dirigía el cine-club Jaasa y yo colaboraba con el cine-club Silma. Así que, como suele decirse, tú mismo; tienes todos los datos y me conoces lo suficiente para inferir si yo he podido o no hacerle algo al tal susodicho director del festival. Te diré –añadí– que ya el año pasado, con motivo de la publicación del libro sobre Gregori La Cava, supe de la estratagema a la que se vio obligado su coordinador para burlar el veto que intuía se podría producir en mi caso, tal y como pudo comprobar cuando entregó los textos de los autores a los que había invitado a escribir. ¿Qué quieres, pues, que yo te diga? Pregúntale al susodicho director por sus razones. Al fin y al cabo eres de él mucho más amigo que yo”. “Muy bien –me respondió-, veré a ver qué me dice. Te vuelvo a llamar cuando lo sepa”. Francisco Llinás, Paco, me volvió a telefonear, en efecto, días más tarde. Acostumbraba a cumplir su palabra. Y me dijo que el susodicho director retiraba su veto y que podíamos preparar juntos la entrevista con Eloy de la Iglesia. Pero, entonces, fui yo quien dije que no, que yo no tenía interés en hacer lo que se le antojase al veleidoso susodicho director. Francisco Llinás, Paco, lo comprendió. Y nos despedimos tan amigos. El libro se publicó. La entrevista la firmó con Carlos Aguilar. Disfruté lo mío pasando de contribuir a la entrevista con Eloy de la Iglesia. Ahora, sin embargo, lamento no haberlo hecho. Pero solo porque habría sido una excelente huella testimonial de nuestra amistad. Lo siento, Paco. Nunca, por lo demás, se te escapó que sustraerme al cainismo de este país ha sido siempre una de las máximas para conducir mi comportamiento, una de las extensiones de, sin necesidad de ser kantiano, mi imperativo categórico.

Ni que decir tiene que Francisco Llinás, Paco, no necesitaba a nadie, y menos a mí, para hacer un libro, con entrevista o sin ella, sobre Eloy de la Iglesia. Lo demuestran de sobra sus títulos publicados: El cadáver del tiempo (El collage como trasmisión narrativa / ideológica), escrito en 1976 junto a Javier Maqua, y con prólogo de Julio Pérez Perucha; José Antonio Nieves Conde. El oficio del cineasta; y Ladislao Vajda, el húngaro errante, editados ambos por la Semana Internacional de Cine de Valladolid de 1995 y 1997 respectivamente; así como todas sus colaboraciones en libros colectivos, ya fuesen coordinados por él, como Cuatro años de cine español (1983-86), editado por el Imagfic; Directores de fotografía del cine español (1990); Fernando Fernán-Gómez. El hombre que quiso ser Jackie Cooper (1993, este en colaboración con Jesús Angulo), o no, como Entre el documental y la ficción. El cine de Imanol Uribe (1994); así como sus textos incluidos en Contracampo. Ensayos sobre teoría e historia del cine, (2007), la antología que recoge algunos textos publicados en Contracampo, elaborada por Jenaro Talens y Santos Zunzunegui. Su manera de tratar el hecho fílmico se pone de manifiesto con bastante claridad además en textos como Cuestiones de economía, sobre una secuencia de The Big Combo (Agente especial, 1955), de Joseph H. Lewis, y publicado en El análisis cinematográfico, libro coordinado por Jesús G. Requena y editado por Editorial Complutense, S.A. A Francisco Llinás, Paco, le gustaban los planos secuencia, y algunos de los planos secuencia de esta película le fascinaban. A mí también. Me atrevo a afirmar que este era el tipo de cine que, de habérselo propuesto, habría realizado con gusto. Un cine sencillo, barato, apoyado en un excelente guion y con una puesta en escena muy estilizada. También en su texto Sistema de La golfa, sobre la película de Jean Renoir titulada La Chienne (1931) nos señala sus preferencias. Son solo un par de ejemplos, que bien podrían ampliarse.

   Por si todo ello fuera poco, Francisco Llinás, Paco, tuvo un día la idea de montar una pequeña empresa para publicar aquellos libros de cine que él quería ver publicados y no veía a nadie dispuesto a hacerlo. Creó, en 199O, la editorial Verdoux. Su finalidad no era publicarse a sí mismo, sino publicar a otros, haciendo hincapié en aspectos más o menos recónditos del cine de Hollywood, en estudios sobre cine latinoamericano, o en arduas investigaciones con muy pocas posibilidades de encontrar otro espacio que las acogiese. Dio a conocer así títulos tales como Diez años de nuevo cine latinoamericano, (1990), de Teresa Toledo; Sombras de Weimar (Contribución a la historia del cine alemán 1918-1933), (1990) de Vicente Sánchez Biosca; Hollywood: el sistema de estudios (1991), de Douglas Gomery, o El cine español en sus intérpretes (1901-1991), (1992) de Jaume Genover y Carlos Aguilar.

No es fácil, desde luego, dar cuenta cabal de las traducciones en las que Francisco Llinás, Paco, puso todo su empeño para prolongar su pasión por el cine y poder vivir sin renunciar ni un ápice a ella. Pero basta con citar un libro traducido por él para dar a entender cómo entendía la tarea del traductor y cuáles eran sus preferencias teóricas. Este libro no es otro que El tragaluz del infinito. Contribución a la genealogía del lenguaje cinematográfico, de Noël Burch. Probablemente, si exceptuamos El cine según Hitchcock, de François Truffaut, no hay otro libro hoy en día más citado y solicitado por los estudiantes de cine. A él tenemos por lo menos que añadir la traducción para la editorial Fundamentos en 1974 de Jerry Lewis, una monografía escrita por Noël Simsolo. Basten estos dos ejemplos para recordar una tarea que le gustaba, y que procuraba hacer con el mismo rigor con el que escribía sobre las películas.

Francisco Llinás, Paco, es parte de mi pasado. Creo, quiero pensar, que lo es de todos los que hicimos Contracampo. La posibilidad de hacerlo se la debemos a él. Fue una gran apuesta. Me parece que tenemos que reconocérselo. Y tengo la impresión de que no supimos decírselo en vida. Acaso porque no comprendimos bien que hay que destruir ilusiones para cambiar las circunstancias que requieren de ilusiones. Francisco Llinás, Paco, murió el 21 de febrero de 2011. Lo supe por el periódico. Los demás esperamos nuestro turno. No seremos jóvenes nunca más. Lo sabemos de sobra. Él vio como otros morían. Nosotros hemos visto como él ha muerto. Habrá quienes vean cómo morimos nosotros. Así es la vida. El pasado, hoy, ya no es nada. El futuro tampoco. El porvenir no es ni mucho menos largo. Lo siento por Althusser. Lo sabemos de sobra: no hay porvenir. Solo hay por llegar. La muerte. Pero alguien me ha recordado lo que dijo el clásico: Nada es la muerte, en nada nos afecta. Cierto. La propia, va de suyo. La de los otros, sin embargo, siempre resulta incomprensible, absurda. ¡Cómo no, la de  Francisco Llinás, Paco! 


Texto publicado en la revista Secuencias, número 33, abril de 2011.





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