Botonera

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22.4.23

XIII. "HARUN FAROCKI. CONTRA LA INDUSTRIA DEL PENSAMIENTO", Pablo Caldera y Juan Gallego Benot (coords.), Valencia: Shangrila, 2023.



LA IMAGEN INSURRECTA. VISUALIDAD Y POLÍTICA
EN VIDEOGRAMAS DE UNA REVOLUCIÓN
[Fragmento inicial]

David Montero


Ciudadanos anónimos en los estudios de televisión
Videogramas de una revolución (Videogramme einer Revolution, 1992)



1. Introducción

Las palabras “insurrección” o “levantamiento” evocan tanto una acción de rebeldía como un movimiento físico. Sugieren la acción de alzarse, de erguirse frente a una humillación o frente a la opresión de un poder que subyuga y somete. Una de las primeras novelas del escritor portugués José Saramago se titula precisamente Levantado do chão, título traducido al castellano como Alzado del suelo, y en ella se relata la historia de las gentes del pueblo de Lavre en el Alentejo, de sus trabajos para extraer del suelo el fruto de una tierra que no les pertenece. La novela es en realidad también la historia de la insurrección de todo el pueblo portugués frente a la dictadura; gente que se levanta dignamente y se yergue frente a un poder tiránico que les desprecia. ¿Pero es posible hablar de imágenes insurrectas? ¿Cómo puede alzarse una imagen frente a otras que las menosprecian o niegan su existencia? ¿Hasta qué punto cabe concebir las imágenes como discursos simbólicos que reproducen o confrontan dinámicas de poder que van más allá del terreno de lo visual?

Hay un significativo matiz que diferencia las imágenes insurrectas de las que queremos hablar en estas páginas de otras imágenes que mueven a la insurrección o a la rebeldía, aunque a menudo las primeras desembocan en las segundas y viceversa. La exposición Insurrecciones Georges Didi-Huberman trata precisamente de capturar los gestos que simbolizan un levantamiento frente a la opresión (soulèvements es el término francés que da en realidad sentido a la muestra); como comisario de la exposición, el filósofo e historiador francés se pregunta qué nos subleva, qué motivos visuales se repiten en diferentes revueltas y de qué forma el arte ha generado lo que podríamos definir como una estética de la insurrección. El sentido de la muestra es claramente antropológico hasta el punto de estudiar los movimientos del cuerpo que habitualmente asociamos con la rebeldía como las manos alzadas o el salto hacia adelante. Aunque muchas de estas imágenes se insertan en conflictos políticos que tienen una dimensión visual, Insurrecciones busca sobre todo capturar los símbolos visuales que se enfrentan a un poder establecido o hegemónico. El conflicto no se plantea casi nunca a nivel de la imagen, sino más allá, directamente en el terreno de la política.      
  
¿Cuál ese entonces el sentido de la imagen insurrecta que nos interesa en estas páginas? En los primeros minutos de Videogramas de una revolución (Videogramme einer Revolution, Harun Farocki, 1992) se recogen las imágenes de una manifestación de apoyo al dictador rumano Nicolae Ceauçescu, organizada por él mismo y retransmitida en directo por la televisión nacional el 21 de diciembre de 1989. Son imágenes que emanan del poder, cuya intención es confirmar la autoridad del propio Ceaușescu tras las protestas que habían tenido lugar en Timisoara en los días previos; son imágenes que cobran pleno sentido en un contexto marcado por la caída del muro de Berlín y las diferentes crisis que habían provocado cambios políticos a lo largo de ese mismo año en Bulgaria, Polonia, Hungría y Checoslovaquia. Son por lo tanto imágenes creadas y circuladas desde una fuente de poder establecida, que buscan de hecho hacer visible a los rumanos el apoyo popular a un régimen capaz de sobrevivir a los cambios geopolíticos que se estaban sucediendo en la escena internacional. En ellas se ven ciudadanos que se reúnen de forma ordenada para aclamar al líder, para quien obviamente se reserva el primer plano. 

Sin embargo, como recoge la película, durante el discurso de Ceaușescu los manifestantes reunidos frente a la sede del comité central del partido comunista rumano, se produce algún tipo de insurrección; un altercado de naturaleza indefinida que provoca que Ceaușescu detenga su discurso al tiempo que emergen los gritos de los manifestantes ahora convertidos en una turba de la que no se sabe qué se puede esperar. Videogramas muestra como, al tiempo que se interrumpía la emisión televisiva alegando problemas técnicos, los cámaras de la televisión nacional apuntan con sus aparatos al cielo para evitar captar precisamente una imagen insurrecta, es decir, aquella que por definición se levanta frente a otras que, hasta hace escasos segundos, traducían el poder de Ceaușescu en el contexto de una visualidad hegemónica. Finalmente, son las imágenes del cielo de Bucarest en una mañana despejada de diciembre las que dejan testimonio de una insurrección, al menos en la medida en la que estas representan una negación e impiden al poder visualizarse de la forma prevista. El hecho de que estas imágenes insurrectas nazcan de un movimiento físico en el que la cámara se levanta hacia el cielo parece ser una mera coincidencia poética. 

Esta concepción netamente visual de la insurrección nos aboca a una comprensión de la visualidad como terreno normativo y espacio de autoridad en el sentido más amplio del término. La visualidad no solo representa el ámbito en el que los fenómenos visuales se inscriben en el tejido de lo social, sino que determina estructuras hegemónicas que regulan en tensión cambiante tanto los procesos de creación de imágenes como las formas en las que estas son interpretadas o asimiladas por grupos distintos. Partimos pues de una lectura althusseriana de la visualidad similar a la que pone en juego Nicholas Mirzoeff en su artículo “El derecho a mirar”. Dicha lectura se basa en la traducción visual de formas de conocimiento y poder hegemónicas en el terreno de la economía, la cultura o la política que se consolidan en formas establecidas de gestión de los actos de ver. (1) Frente a estas, se encuentra un derecho a mirar que parte del gesto clave de exponer los mecanismos de funcionamiento de la visualidad, pero que a menudo lo hace mediante el recurso a formas o ejercicios que van más allá de los límites normativos establecidos.

1. MIRZOEFF, Nicholas, «El derecho a mirar», IC-Revista Científica de Información y Comunicación, nº. 13, 2016, pp.29-65.

Hablamos por lo tanto de imágenes insurrectas no porque estas capturen momentos de insurrección popular o porque inciten a la sublevación frente a un poder político establecido. Las imágenes insurrectas se rebelan frente a otras imágenes; cuestionan un poder político que ha devenido visualidad. Como apuntaba Ernst Jünger (2), buscan nivelar las imágenes de la visualidad y derribarlas. En ellas el conflicto va de la imagen a lo político y no al revés, y en ocasiones pueden resultar incomprensibles si tratamos de acercarnos a ellas sin un conocimiento claro de la visualidad en la que nacen y a la que se enfrentan. De hecho, es difícil imaginar las imágenes insurrectas del cielo de Bucarest en la exposición comisariada por Didi-Huberman, ya que no necesariamente mueven a la insurrección, sino que son el resultado de la misma en el terreno de la visualidad. 

2. JÜNGER, Ernst, La emboscadura, Barcelona: Tusquets, 2019.

En estas páginas nos proponemos por lo tanto entender cómo se articulan conflictos políticos a través de la imagen. Temas como el funcionamiento represivo de la visualidad, las estrategias de visibilización de distintos tipos de cambios políticos y sociales o el rol que adopta el ejercicio social de la visión durante los episodios revolucionarios que conforman los ejes en torno a los cuales tendrá lugar esta contribución. La referencia central la ofrece el trabajo artístico de Harun Farocki y, de forma más concreta, el filme Videogramas de una revolución, al que ya hemos hecho mención. La película compila distintas imágenes de archivo sobre el cambio social y político que tuvo lugar en Rumanía en los últimos días del año 1989. A partir de las emisiones de la televisión nacional rumana y de las imágenes filmadas por los manifestantes en las calles, Harun Farocki compone en la película un catálogo cronológico que permite al espectador rastrear no solo cómo la disidencia se imagina a sí misma, sino también de qué forma los cambios sociales se materializan en el terreno de las imágenes y el papel de estas en relación con otras esferas de poder.

El texto comienza estudiando el trabajo cinematográfico y museístico de Harun Farocki desde el punto de fuga de la visualidad con el objetivo de proponer vías de exploración que merecen mayor atención tanto en el ámbito de los estudios visuales como entre los análisis críticos dedicados a la obra de Harun Farocki. Posteriormente, abordaremos la idea de la imagen insurrecta en el marco de Videogramas. Aquí, la aparición de una imagen que actúa contra la visualidad más normativa se inscribe en relación directa con tres hipótesis de trabajo. Por un lado, se reafirma la necesaria temporalidad de cualquier expresión visual insurrecta, en tanto que la misma representa un cuestionamiento de la visualidad que aspira en sí mismo a una posición hegemónica. Dicho cuestionamiento puede imponerse y devenir visualidad. O por el contrario puede fracasar y provocar el regreso de la visualidad cuestionada, pero resulta necesariamente fugaz. En segundo lugar, la película incide en el peso político y social que adquieren los actos de ver durante los procesos revolucionarios, sugiriendo que, en ausencia de estructuras económicas, sociales y políticas de poder en pleno funcionamiento, es el ejercicio de la visualidad el que se configura como un poder en sí mismo. Por último, el análisis propuesto reflexiona también sobre la violencia visual que acompaña a los procesos de cambio acelerado, dando a los dispositivos de registro de la imagen un poder comparable al de un arma.


2. Harun Farocki y la visualidad

Como ya hemos indicado, nuestro acercamiento a la visualidad como concepto convoca un sentido autoritario, normalizado y clasificador a partir del cual las imágenes y las formas de ver se integran en el tejido social y político. En resumen, la visualidad apunta a la traslación visual de una hegemonía social. Como explica Rancière se trata de regular las acciones de visión de acuerdo con un espacio de poder; es el policía que nos dice «sigan su camino. No hay nada que ver aquí». (3) Las características de dicha regulación no son estables, sino que están sometidas a una continua tensión y adquieren tonalidades diferentes en momentos históricos distintos. La visualidad es por tanto profundamente contextual y oscilante en las formas en las que se hace visible; un ejercicio de regulación y clasificación constante que se articula en torno a operaciones como la redefinición, la traducción, la ruptura y la asimilación, que determinan cambios en lo que es aceptable ver, lo que se ofrece a la vista, lo que se oculta activamente o lo que queda fuera del campo de visión.

3. RANCIÈRE, Jacques, Dix thèses sur la politique, Aux bords du politique, París: Gallimard, 1999, p.217.

Las implicaciones del concepto tal y como se ha venido teorizando desde los estudios visuales van igualmente desde lo social a lo personal. Nos socializamos en la visualidad y cualquier ruptura en la misma tiene no solo consecuencias sociales, sino que configura cómo nos imaginamos a nosotros mismos, estableciendo nuevas subjetividades políticas que se traducen nuevamente al ámbito de lo visual. En este sentido, cabe hablar de marginalidades socio-políticas en torno a lo visual, en tanto que constantemente grupos o formas de vivir en sociedad son clasificados a partir de fenómenos visuales. Dichas posibilidades de clasificación van desde la invisibilidad (como aún ocurre en muchas sociedades con la homosexualidad o las personas transgénero) hasta la asimilación, pasando por la ridiculización o la estandarización. Todos estos ejercicios se realizan en torno a las actividades del ver que dictan qué es aceptable para una autoridad concreta en un momento determinado. 

Es importante tener en cuenta igualmente que los constructos de la visualidad no necesariamente remiten a la presencia de una imagen-objeto, sino que se traducen en espacios visuales que legitiman y dan forma a un tipo de poder específico. Mirzoeff cita como ejemplo histórico el trabajo del filósofo escocés Thomas Carlyle quien en el siglo XIX utiliza el concepto para definir la tradición del liderazgo histórico que genera una imagen individualizada del poder que, al tiempo, legitima y reproduce una autoridad autocrática. Carlyle se refiere a la visualidad del líder fuerte, capaz de aglutinar las virtudes de un cuerpo social; al tiempo encarnación de un sentido nacional y manifestación del poder que mantiene unido al estado nación. En sí, dicha visualidad va más allá de las imágenes, aunque estas pueden por supuesto consolidar su vigencia en un bucle que se retroalimenta. Podemos pensar, por ejemplo, en multitud de cuadros clásicos que trataban de representar a líderes como Napoleón en este molde.

Es precisamente la dificultad para distinguir la visualidad del poder que la legitima lo que hace que esta tienda a la invisibilidad. Su autoridad persigue adquirir carta de naturaleza. No busca mostrarse, sino que trata sencillamente de ser. Normaliza, clasifica y margina cualquier forma visual que sea auténticamente alternativa o que permita imaginar un poder distinto. Por ello, la exposición de los mecanismos de funcionamiento de la visualidad y las formas en las que el poder se inscribe en los modos de ver delimitan uno de los terrenos más fértiles para la práctica artística y crítica en torno a los fenómenos visuales. 

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