FÍSICA Y METAFÍSICA DEL AGUA
[Fragmento inicial]
Mariel Manrique
Reducción, simplificación, elementos mínimos. El mismo punto de partida, la bifurcación de la trayectoria: el movimiento rumoroso y vital a partir del congelamiento de la imagen, en el salto detenido en uno de los frescos anónimos de la “tumba del nadador”, desenterrada en el cementerio de Paestum; la invitación a la quietud sagrada de la flotación en las termas de Vals, diseñadas por el arquitecto suizo Peter Zumthor.
O cómo la imagen toma cuerpo en el agua pintada en una tumba, o se volatiliza en la cuna de un baño termal.
I. La tumba del nadador
En el salto está el mar al que se cae, de cabeza. No en las olas que esperan el salto. Las olas que esperan allí abajo son perfectas, porque transfieren toda la potencia marina al nadador. El nadador, joven y desnudo, extiende en el vacío los brazos y las piernas, se curva y se tensa, alza la cabeza, exhibe su perfil y su pequeño miembro masculino. El miembro es pequeño porque así lo dicta la estética de la delicadeza de este fresco. El fresco está pintado en la cara interior de la losa de piedra caliza que oficia de tapa de una cámara funeraria subterránea, en forma de caja, descubierta en 1968 en una excavación arqueológica en la necrópolis de la ciudad romana de Paestum (la antigua Poseidonia griega), en la costa meridional de la península sorrentina, cerca de la desembocadura del río Sele.
La cámara data del 480 A.C. y es célebre por el salto. El salto del nadador (il tuffatore di Paestum), en ese fresco pintado en una tumba. Un salto congelado y arrancado del mundo, dispuesto como un cielo boca abajo sobre el cuerpo del muerto, un salto sepultado y sellado bajo tierra, pintado para no ser visto, jamás. Del muerto quedan huesos, tan rotos que no permiten determinar un sexo o una edad, rodeados por un par de ofrendas: una lira, hecha con el caparazón de una tortuga; y un estilizado vaso funerario, un lécito pintado con la técnica de las figuras negras. La ofrenda mayor es el salto, detenido en su eternidad, luminoso en la noche del gran mar, desenterrado y expuesto en un museo, junto a los frescos que hasta hoy le hacen compañía: los “simposios” o banquetes pintados en las caras interiores de las cuatro paredes de la caja, con sus divanes en los que se reclinan las parejas, hombres maduros con gráciles muchachos.
El nadador salta desde una superficie en saliente en lo alto de una torre. Una especie de trampolín que aún no lleva ese nombre. El mar es una breve superficie ondulada, un mar de juguete. Hay dos árboles de ramas delgadísimas y escasas, uno junto a la torre, otro junto al mar. La ramas parecen extenderse hacia el muchacho. Las cuatro esquinas del fresco están decoradas con volutas vegetales. Y nada más, no hay nada más en la imagen. Algunos sostienen que se trata de un salto al más allá, del tránsito de la vida hacia la muerte. Las pilastras de la torre serían las columnas de Heracles, la torre sería la puerta de acceso al inframundo, al reino mudo y oscuro del Hades. Frente a esta interpretación simbólica, cargada de escatología mística, otros leen el salto como la representación lisa y llana de una práctica dichosa: lanzarse de cabeza al mar, con la insolencia de la juventud, desde un acantilado o un peñasco, para el puro placer del amante adulto que observa desde abajo, en una barca o sobre tierra firme, embelesado en la contemplación de un cuerpo al que la muerte todavía no se atreve a tocar. La escena muta de lo sagrado a lo profano, del culto mistérico a la celebración gozosa de la vida. Metafísica encarnada, disuelta en la materia en la que encarnó.
Un observador elidido, rendido a la pulsión homoerótica, vibra en el fresco en el que está ausente. Se abre la posibilidad de que el muerto de la tumba sea un hombre que amó al nadador. El fresco opera por sustracción, por economía de recursos. En su exigüidad deliberada, hace aparecer lo que no se ve, hace escuchar los ruidos que brotan del silencio: el rumor de las olas, la respiración del nadador, la agitación de su observador invisible, el pulso de los dos, acelerado. Gatilla los sentidos al suspender el movimiento, se vuelve cine depurado y elemental, todo empieza a moverse aunque esté quieto. El fresco da un paso más allá de su estatuto pictórico, incluso un paso más allá de la fotografía, que sería la captura estática del salto. La tumba del nadador se mueve. En las entrañas del cementerio de Paestum, en el techo pintado de esa tumba, se proyectaba una película.
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